LA DULCE ESPÍA NAVARRA
LA DULCE ESPÍA NAVARRA
José Luis Vélaz
Primera edición: septiembre 2020
© La dulce espía navarra
© El gran debate electoral
© Jose Luis Vélaz Negueruela.
Imagen de portada:
Tissen Vadim - stock.adobe.com.
Edita: Ulzama ediciones.
Maquetación e impresión: Ulzama Digital.
ISBN E-book: 978-84-122579-2-2
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La inteligencia es sublime;
el ingenio bello;
la audacia es grande y sublime.
Immanuel Kant
Salvo concretas excepciones se ha respetado la grafía de los nombres de personas, poblaciones, calles y otros lugares en consonancia con los oficiales existentes en la época a la que se refiere la obra.
La dulce espía navarra es una obra de ficción. Documentada con hechos reales y dentro de un contexto histórico se entremezclan hechos y personajes auténticos con otros de ficción; si bien, el autor ha obrado en todo momento con libertad absoluta para modificar tanto a los personajes como los detalles históricos en función del relato de ficción, resultando por todo ello imaginarios, sin que los hechos narrados tengan que corresponder con la realidad.
LA DULCE ESPÍA NAVARRA*
* LA DULCE ESPÍA NAVARRA* * La presente historia, aunque de lectura autónoma e independiente, contiene personajes y situaciones de la obra Tiempos de Bruma. El crimen de Lourdes Txiki con la que mantiene una continuidad cronológica.
La presente historia, aunque de lectura autónoma e independiente, contiene personajes y situaciones de la obra Tiempos de Bruma. El crimen de Lourdes Txiki con la que mantiene una continuidad cronológica.
1
(San Sebastián, enero de 1941)
Oscuridad.
Un vacío tenebroso.
Tras las rejas se escuchan los gritos.
Rompen el sonido del traqueteo del tren que pasa.
La cabeza le da vueltas al abrir los ojos. Reniega del nuevo día.
Siiiiiiiiiiiiuuuuuummm. El estampido de la bala rozándole la cabeza.
De nuevo el abismo, profundo, inmenso, negro, lejano se disipa.
Un beso en su espalda, una mano que la acaricia.
La voz de ultratumba le explica algo.
No comprende nada.
¡Despierta!
…/…
—¿Sabes?...
El silencio era total en el dormitorio.
—Voy a poder quedarme toda la semana…
Unas líneas horizontales de luz penetraban a través de la persiana.
—Esta tarde llegan mis amigas Ana y María José…
Julián abrió los ojos. Se perfilaban los contornos. Eran las nueve.
—Sobre las cinco de la tarde. Iré a esperarlas a la estación del Norte.
El paso rápido de un tren por Ategorrieta rompió el sosiego exterior.
—A la mañana iré de compras por la Avenida.
Alicia, la hija del general, que a su dorso lo abrazaba, desbordaba felicidad.
—¡Esto es vida!
Entre palabras besaba la tersa espalda humedecida de Julián.
—¡Ay, qué lástima que tengamos que levantarnos!
Luego le acariciaba. Ambos estaban completamente desnudos.
—¿Y tu marido?
La fina y cuidada mano de Alicia se acercaba cada vez más al aparato genital. Hasta que llegó insolente.
—Está de maniobras, en el Pardo. Toda la semana.
Julián Echániz se echó a reír por las caricias, ella también. Se dio la vuelta, besó a la mujer y se levantó de un salto.
—Ahora no podemos.
Antes de levantar la persiana, de forma intuitiva, como medida de precaución, miró por la rendija al jardín exterior. Luego entraron con fuerza los rayos solares que procedían del este, entre huecos que dejaban los oscuros nubarrones, filtrados por las elegantes cortinas de blanco satén.
Alicia había apartado con el pie la sábana y de costado, apoyando el codo sobre la almohada y la cabeza sobre su mano, con la sedosa larga melena de suaves ondulaciones de color caoba recorriendo, como el agua de un manantial, el curso del bello perfil hasta desembocar sobre la tierna palidez de su pecho; miraba, con pícara sonrisa, el esbelto cuerpo desnudo de Julián a través de esos ojos rasgados marrones que, ahora, con el reflejo del sol brillaban, poseyéndolo.
—Muuua. —Alicia juntó sus labios carnosos imitando el sonido de un beso.
Julián volvió a sonreír, moviendo la cabeza de lado a lado.
Mientras se duchaba recordó la última vez en el hotel de Madrid, justo antes de conocer a Marie. Su enorme salacidad, prometida y a pocas fechas de casarse. Sonrió. Desde entonces no había vuelto a coincidir con Alicia. Esta noche había sido parecida. Cuatro o cinco veces, ya ni lo recordaba. Apenas había podido dormir. Luego sueños extraños. Se estaban haciendo demasiado habituales.
Se afeitó. Se aplicó una loción con suaves palmadas. Después se engominó el cabello negro mojado y salió del baño, toalla por la cintura, dejando tras él un espeso halo de condensación. Del salón procedía aún el aroma de la leña quemada en la chimenea la noche anterior; frente a la cual, en una mesa acristalada de centro, quedaban los restos del champán sobre un par de copas pompadour, y sobre la alfombra de pelo alto algunas prendas, despojadas con la furia de la pasión mientras los troncos crepitaban entre el ardor de las llamas.
Alicia sonriendo lo contemplaba satisfecha mientras él terminaba de vestirse frente a la cómoda del dormitorio. Un traje azul oscuro, camisa blanca y fina corbata del mismo tono que el traje. La pistola, una Browning FN, que siempre llevaba con cariño pues había pertenecido a su padre, se la colocó a la espalda, sujeta por el cinturón. Se calzó y cogió el sombrero, luego la gabardina beis se la colgó bien doblada sobre el antebrazo. En realidad ella, la mimada hija del general, no sabía nada de él. De un agente secreto del régimen, o lo que fuera, era mejor no saber nada, pero en realidad eso le importaba un comino. Desde niña había logrado conseguir todos sus caprichos. Por encima de todo. Y esta relación con aquel hombre tenía dos ingredientes que la estimulaban al máximo: su seductor atractivo y el secretismo en el que se envolvía.
Antes de despedirse miró a la mujer descubierta por la sábana, totalmente desnuda, que con el dedo índice lo atraía, insinuando que se acercara. Así lo hizo. Ella mirándolo fijamente con una traviesa sonrisa descarada le tomó de la corbata obligando que Julián se inclinara, haciendo que sus claros ojos azules relucieran al incidir en el rayo de luz matinal que iluminaba la escena. Se besaron. Entonces Julián sintió que una mano magreaba su masculinidad. Se apartó con una carcajada nerviosa, observando el rostro con expresión lasciva de la mujer y su cuerpo lozano y se volvió a excusar. Era un verdadero suplicio para él, pero tenía mucha prisa y una misión que cumplir.
Aún, cuando cruzaba el umbral de la puerta del dormitorio pudo escuchar que ella decía:
—Eres mi pequeño vicio. Verdaderamente adictivo para mí.
Luego le lanzó un beso con la mano y los labios extendidos. Él sonrió.
2
Algo sintió antes de subir a su apartamento, cercano a la playa de Gros, en la calle del Doctor Claudio Delgado de la capital donostiarra. Subió despacio hasta el quinto piso mirando por el hueco abierto de un ascensor que no existía. Con la mano agarraba la culata de la pistola, sujeta entre el cinturón a su espalda, lista para actuar. Oyó pasos. Se detuvo. De pronto sobrevino el ruido de un aguacero pegando con fuerza en el lucero a lo alto de la escalera. Un hombre que no conocía, de edad provecta, bajaba lentamente. Se saludaron. Al llegar a su piso, en el descansillo de las manos A y B, se paró inquieto. La cerradura había sido manipulada. Sacó el revólver y de un puntapié suave la puerta se abrió. Las luces del interior se hallaban encendidas, la ropa y demás efectos de los cajones y armarios esparcidos por el suelo. Registró todos los recovecos, arma en mano. Nadie. No había nadie. Miró hacia el techo y lanzó un juramento, en voz baja.
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