José Luis Velaz - La dulce espía navarra

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Tras los sanfermines de 1940, en los que en las animadas calles de Pamplona se mezclaban los atuendos de los mozos con los de los militares del Tercer Reich que habían acudido a la fiesta desde su emplazamiento en Biarritz y en el coso taurino como en el Ayuntamiento pendían los símbolos nazis, desaparece un colaborador del MI6 como poco antes había ocurrido con un subsecretario del Estado de tendencia anglófila. En ambas desapariciones existe algo en común: una bella joven de la que solo se tiene unas fotografías pero de la que se desconoce todo. Mientras tanto, en la capital donostiarra, Julián Echániz dentro de la red de los antiguos militantes del Deuxième Bureau, ahora colaborando para el MI6 a través del consulado británico de San Sebastián, recibe el encargo de introducirse en una fiesta que se va a celebrar en el Gran Hotel Frontón de Vitoria donde se tiene información de la probable asistencia de la enigmática joven. En esta ocasión, en principio, en lugar de una misión puramente ejecutora se trata de intentar entrar en la mente de la mujer seduciéndola, teniendo en cuenta que, precisamente, la seducción es también la mejor arma de ella. Una excitante historia, narrada de manera atractiva, tan amena como perspicaz, que sumerge al lector, desde las primeras líneas, en un bello, intrigante y peligroso juego de seducción, cuyo laberinto verá su solución en el parque de las Tres Naciones de Bilbao.
Además, se añade el cuento satírico:
EL GRAN DEBATE ELECTORAL:
Una sátira burlesca, loca y descabellada, sobre los debates y las promesas electorales, las formaciones políticas, los votantes y la contienda que abren las elecciones electorales democráticas entre las opciones políticas para lograr el poder. Un divertido relato que hace al lector pasar un agradable rato con una continua sonrisa —quizá carcajada— en los labios.

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3

Sacó una entrada sin enterarse de la película que proyectaban. Le dijeron que eran dos en sesión continua. A esa hora las entradas no eran numeradas. Se excusó del acomodador, a quien, no obstante, le dio una propina. Había pocos espectadores esparcidos por las primeras filas y alguna pareja en las del medio. En la última, en el mismo sitio que las veces anteriores, conforme subía los escalones entre la penumbra, pudo percibir la solitaria silueta de Blanchard. A la derecha del pasillo central.

—Malas noticias. No traigo nada —dijo Julián, en un leve cuchicheo.

—¿Nada?

—Charlie no estaba allí. Al menos vivo. En el mar, flotando sin vida, he visto el cuerpo de un hombre. No puedo asegurar que fuera él, pero es probable... Cuando llegaba al lugar de la cita me he topado con dos hombres que volvían de allí.

—¿Podrías identificarlos?

—No. No dejaban ver sus rostros.

—¡Maldición!

—Eso no es todo. Como le he adelantado esta mañana, estoy quemado. Han detectado mi escondrijo.

Julián miró al señor Blanchard. Siempre había confiado en él, desde que trabajando en el hotel de Londres y de Inglaterra le hubiera conocido. De hecho por eso, cuando se lo pidió, había entrado a trabajar para la red británica, donde colaboraban ellos, los franceses del extinto Deuxième Bureau en la capital donostiarra. Por eso, y por el buen dinero que obtenía que le había permitido dejar el pluriempleo. Su destreza en el tiro, que bien había demostrado en torneos del monte Ulía, y la que tenía en el uso de las lenguas, francesa e inglesa, amén de su facilidad para las relaciones sociales, en especial con las damas, había hecho, pues, fuera captado y pronto destacado como uno de los espías más sobresalientes de la red en España. Y eso lo conocían bien en la Embajada británica en Madrid y en el MI6, ni qué decir tiene lo apreciado que era para Mr. Goodman, más conocido en la red con el apelativo Cabeza de Ajo, el cónsul británico en San Sebastián.

—Hay que hacer algo. Rápido —volvió a decir.

—Sí. Pero quién o quiénes están detrás —se preguntó Blanchard. Apoyaba ambos codos en los brazos de su asiento, con las manos entrelazadas y la mandíbula sobre las mismas, mientras miraba sin ver la pantalla. En ese momento John Wayne, pañuelo al cuello, chaleco de cuero, sombrero calado hasta los ojos y un rifle, amenazaba a un piel roja para que se fuera por donde había venido.

—Desde que el subinspector Márquez sustituyó al fallecido Veramendi está ejerciendo presión sobre las redes extranjeras —añadió Blanchard.

—Creo que es cosa de la red nazi de Bilbao.

—¿Martincho? —El capitán Georg Helmut Lang, alias Emilio Martincho, desde su sede en el hotel Excelsior de la calle Hurtado de Amézaga de Bilbao, propiedad del nazi Otto Messner, ejercía un férreo control sobre la red británica en la zona, en especial desde el rescate de Julián en Pancorbo y sobre todo tras la fuga de Marie Etchepare—. Podría ser. No lo sé… En cualquier caso, ahora, la Abwehr, la Gestapo y la policía franquista, en España, están muy unidas —alegaba Blanchard como si lo hiciera para sí.

—Márquez se encuentra muy a gusto y a menudo en la sede del partido nacionalsocialista alemán de esta ciudad. Tienen gran influencia con él —señaló Julián.

—Sí claro, en el fondo Paul Winzer adiestra a la policía española y a su vez tiene barra libre para que la Gestapo persiga a quien desee en este país.

—Y Winzer viene bastante a menudo a San Sebastián teniendo mucha relación con Beissel y otros del partido nazi en la ciudad.

—Hay que pensar algo. Nos reuniremos el jueves en mi casa a las cinco de la tarde. No faltes… Toma este sobre, dentro tienes una llave y una nueva dirección para alojarte de manera provisional.

—De acuerdo, pero de momento, estos días, creo que seguiré en la casa de una amiga, en Ategorrieta.

—Ten cuidado —advirtió el señor Blanchard.

En ese momento unos impactantes disparos resonaron por toda la concavidad del teatro seguidos por los sobrecogedores mugidos de las reses, en el caos de una estampida provocada, procedentes de la película, cortando la conversación y haciendo que ambos se sumergieran por unos instantes en la misma.

—Me gustan este tipo de filmes —dijo Blanchard, que aún mantenía el mentón sobre sus manos cruzadas, con una sonrisa.

Julián se volvió hacia él, inquieto, como vigilante de que no hubiera nadie más a su alrededor, antes de decir con un ligero susurro:

—Creo que tenemos un topo.

—¿Cómo?

—Sí. Algún infiltrado.

—¿Por qué dices eso?

—Son muchas cosas. Samu flotando en el Urumea. Mi apartamento, que se suponía absolutamente secreto, descubierto y saqueado. Ahora Charlie. El próximo seré yo. Lo que no comprendo es por qué me están prorrogando la vida.

—¿Qué insinúas?

—¿Acaso no se da cuenta? Si no se hace algo rápido la red saltará por los aires en breve. Y esto viene de antes. ¿Cómo pudo desbaratarse la operación Gavilán en Madrid contra el ministro de Franco?

—Antes pensábamos que se trataba de Marie.

—Pero luego resultó ser la artífice del asalto del desfiladero de Pancorbo para salvarme la vida…, aun a costa de la suya propia. Al final tuvo que salir huyendo ¿No resulta muy contradictorio?

—Es cierto. El enigma de Marie Etchepare nos persigue. Sin embargo, tenemos información de que colaboraba con la Abwehr y, a su través, luego con Martincho y la Gestapo. Nos la endosaron en una operación de contraespionaje. Quizá algo hizo que cambiara o… ¿acaso todo correspondía a un plan predeterminado?...

Blanchard miró al perfil del joven levemente iluminado por los tonos grises que reflejaba la pantalla y a continuación hizo una pregunta muy directa:

—¿Hubo algo entre vosotros dos en Madrid?

Un silencio, quizá demasiado largo, se produjo. De fondo se oían algunos diálogos de la película. Blanchard, seguía manteniendo su directa mirada incisiva.

—¿Lo hubo? Eso explicaría, quizá, algunas cosas. Dos personas, extremadamente atractivas, viviendo juntas en la misma morada en momentos tan intensos y… todos conocemos tus dotes seductoras.

—No. No hubo nada.

—No sé. Mmmm. También está el misterio de la muerte en la fábrica abandonada de Zarauz. Ramón Ubarrechena se llamaba. Ahora sabemos que pertenecía a la red del capitán Lang en Bilbao.

Fue Julián el que entonces miró a la silueta de Blanchard que recogía su abrigo, el paraguas y su sombrero para salir.

—Lástima —dijo Blanchard refiriéndose a la película—. Debo irme. Puedes quedarte a ver cómo termina. En cualquier caso aguarda un rato antes de salir.

Al borde del pasillo se puso el abrigo y el sombrero, entonces se agachó hacia Julián y añadió:

—Todos esos enigmas están unidos, pero todavía hay cosas que no conocemos… Recuerda. El jueves a las cinco en mi casa. Te espera una nueva misión.

4

A la reunión en casa del señor Blanchard, además de Julián Echániz, asistieron también su leal camarada François Martinet y Jean-Pierre Courtois. En un saloncito interior, Blanchard, desplegó una pantalla sobre un trípode y de un bote metálico de películas Eastman Kodak, sacó una en 8 milímetros que dispuso sobre un proyector.

—Vamos a ver una película que nos ha pasado Cabeza de Ajo procedente de la Embajada británica en Madrid, realizada por agentes del MI6. No tiene desperdicio. Fijaros bien. Luego comentaré los objetivos.

Sobre un fondo negro aparecieron unas letras en blanco: «Pamplona. Domingo 7 de julio de 1940». Un nuevo fundido sumido en una intensa negrura enmudecida parecía anunciar que, seguidamente, vendría la grabación de la estela de una historia para la posteridad. El silencio era total. Tan solo se escuchaba el runruneo que provocaba el paso de la película por el proyector. En efecto, las primeras imágenes mostraban el ambiente festivo en las calles de Pamplona, repletas y animadas por una muchedumbre que celebraba los últimos sanfermines mostrando su entusiasmo de forma pletórica y eufórica. Entre la gente se observaban grupos de soldados del Tercer Reich disfrutando de la fiesta. A continuación, de forma impactante, la película conducía al espectador hasta el recorrido del encierro cuyos fotogramas lograban transmitir, de manera sorprendente, la tensión que se palpaba en los mozos que corrían delante de los astados hasta su conclusión en la plaza de toros. Tras ello, las imágenes seguían ofreciendo escenas típicas de la fiesta y el alborozo que las acompañaba, como el Riau-Riau o el pasacalles de la comparsa de los gigantes y cabezudos.

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