Como fuese, en el marco de conflictos violentos, la pregunta que se presenta es si esta sistematización y los altos márgenes de daño, patentes en las fosas clandestinas, son un preocupante problema de seguridad o son el rasgo de un conflicto de dimensiones más grandes, que no se reduce al crimen, pero que tampoco se aclara como un proceso de guerra civil. Sin ideologías de por medio ni con aspiraciones de revuelta política u hostilidades confrontadas por credo religioso, la violencia dolosa y masiva guarda, entonces, similitudes de aniquilación que opera desde el híbrido generado por la capitalización económica (Astorga, 2012), la generación confusa de la información, los usos políticos de la administración de la muerte y la retracción de las fuerzas formales y materiales del Estado en sus instancias de gobierno; todo ello atizado por quiebres estructurales de los enfoques culturales sobre la valoración de la vida, la benignidad humana (Romilly, 2010: 61-83) y la condolencia ante la muerte de los otros (Franco, 2013: 25).
Nuevamente, aquí como con los estudios sobre la violencia, habrá de valorarse que la consideración sobre el cadáver o el cuerpo muerto en las dimensiones de violencia masiva (intento o actuación cumplida en el asesinato de múltiples individuos) en la época reciente, no solo en México sino a nivel mundial, deja un amplio rango de titubeos e imprecisiones teóricas y prácticas: políticas, jurídicas, éticas, políticas, religiosas y ontológicas. Como mencionan Elisabeth Anstett y Jean-Marc Dreyfus (2017: 3) en su introducción a Human Remains , puesto que aún y con estudios tan especializados sobre genocidios, exterminios, eliminaciones sistemáticas,
… –paradójicamente, incluso, dada la importancia al cuerpo como tema en las ciencias sociales–, el problema del cuerpo, en relación con los restos humanos, en la violencia masiva es un tema sin explorar […] Es más, mientras el cuerpo vivo es considerado desde casi todas las posibles perspectivas por dichas ciencias, se ha prestado apenas virtualmente atención al cuerpo una vez muerto. Solo los arqueólogos y los antropólogos han dirigido su atención y tomado nota del cuerpo muerto desde la significación religiosa y política que lo envuelve en diversos contextos. Los restos humanos constituyen, así, una zona gris, incluso un tabú, en la investigación sobre el cuerpo desarrollada en las ciencias sociales. Estudios en torno al tema son realmente pocos y prácticamente no hay obra desarrollada sobre la presencia del cuerpo en escenas de crímenes en masa […] De tal manera, el destino del cuerpo, y más enfáticamente del cadáver, desde nuestra perspectiva constituye una clave fundamental para entender los procesos genocidas y el impacto de la violencia en masa en las sociedades contemporáneas.
Con los tratos indignos al cuerpo vendido o quemado, desmantelado, enterrado o fragmentado, las fosas clandestinas manifiestan la transformación espacial y temporal en las formas de la violencia, que no solo afecta el espacio material, sino también a su horizonte de relaciones y vínculos más cercanos (Schwartz-Marin y Cruz-Santiago, 2016: 58-74). La violencia desde el enfoque espacial crítico (como acontecer de la fosa y la reflexión misma sobre las formas de la violencia) abre un horizonte de problemas cruciales para la compresión de las interacciones humanas en los tiempos actuales y apunta directamente a la irremplazabilidad singular, lo insustituible de cada cual, por ende, la pasmosa evidencia de que cada acción violenta cosifica, elimina y priva de espacio nuestra existencia singular y plural en su despliegue espacial.
Lo que buscamos resaltar, en este contexto, es el hecho de que las fosas clandestinas que se han producido y se están produciendo son parte integral en un marco de conflicto violento nacional (HIIK, 2017), cuyo porcentaje mayor de ejecuciones se realiza con el empleo de armas de fuego (IEP, 2018). Todo ello indica que los diversos actores, medidas y objetos de conflicto (posiciones estratégicas, drogas, recursos humanos, recursos naturales o rutas de tráfico) producen dinámicas de hostilidad, destrucción y muerte en índices similares a los que se viven en países con conflictos internacionales o terrorismo como Siria, Afganistán o Nigeria (imagen 3) (HIIK, 2018: 11).
Imagen 3. Mapa global de conflictos, 2018
Nota: los países en color negro presentan conflictos de alta intensidad.
Fuente: HIIK (2018).
7. Ante la emergencia de la violencia reiterada y en masa que se extiende en México, interroguemos: ¿qué es una fosa? Habrá de esclarecerse que la fosa refiere a la forma más simple de la sepultura de la cual existen vestigios hace 120.000 años (Guilaine y Zammit, 2002: 61-100). Una mínima atención nos permite comprender que la fosa, como acción deliberada del enterramiento, supuso una revolución en el espacio humano. Fue la creación colectiva de un espacio específico, un hueco, una oquedad, concavidad, incisión, y una estancia donde los cuerpos fueron depositados, muchas veces comunitariamente, como una continuidad de la comunidad de los vivos (Llorente, 2015: 65-67); estructura de oclusión del cuerpo muerto en la tierra o la piedra, pero también relación íntima de la memoria espacializada y la vinculación afectiva en el duelo, señalizada y simbolizada mediante inscripciones, ofrendas funerarias y otros detalles de reconocimiento. La fosa representó, así, la incisión vertical, subterránea, del espacio frente a la horizontalidad del paisaje. La fosa: una “infra-estructura” espacial que no solo requirió esfuerzos colectivos para el enterramiento, sino, además, el esfuerzo en su mantenimiento . Es decir, una fosa en este contexto no solo se produce ; también se cuida y se protege , signatura tripartita de la fosa, la misma que recorre la historia de las necrópolis postreras: producción , cuidado y protección .
En esta trayectoria de argumentación es importante volver a los primeros asombros de estas estructuras espaciales de la fosa que son antecedente del túmulo, el corredor, el sarcófago, la cripta, pues en todas ellas se hace patente la capacidad tanto técnica como simbólica de los vivos para humanizar el espacio de muerte: nutriendo una relación espacial-afectiva (que después soportará la relación política) entre el vivir y el morir, entre el poblar y el conmemorar.
Entonces, se puede ampliar y contrastar la pregunta en este punto: ¿qué es lo clandestino de una fosa? Una cavidad producida en aras de la producción espacial bajo registros de la invisibilidad, la anonimidad y el olvido; una estructura no solo fuera de la ley (criminal), sino también a contracorriente de la relación entre la producción, el cuidado y la protección de los muertos.
La fosa clandestina como factor en la práctica social de aniquilación es producida como un acto de coordinación colectiva (delincuencia organizada y hordas eliminacionistas) desde el proceso de desaparición, homicidio, traslado, apertura de la cavidad, disposición de los cuerpos y oclusión de dicha oquedad térrea.
Como se sigue de lo enunciado, habrá de considerarse que la fosa clandestina no solo es parte integral de un proceso criminal organizado, sino que es exposición de un tipo de violencia ejecutada contra el cuerpo, como lugar de interacción, y en el espacio público, es decir, una violencia accionada que daña de manera frontal no únicamente a las víctimas de la fosa, sino también al orden de las relaciones vitales que la situación de existencia implica para cada quien (la personalidad jurídica y política). Así, la meditación sobre la fosa habrá de contemplar el dolor y el sufrimiento de las víctimas que son constitutivos (no derivados ni secuenciales) de todo acto de violencia homicida dolosa, con las relaciones y aristas de esos dolores producidos, no únicamente en el sujeto doliente inmediato, sino también en la consideración y conmoción de dolientes que nuestras relaciones amplían por nuestros nexos colectivos, humanos.
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