Louisa Alcott - Mujercitas

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Mujercitas de Louisa May Alcott es un emotivo relato muy femenino con personajes y situaciones memorables. Enamoramientos, aspiraciones intelectuales, complicaciones, vicisitudes en la vida de las jovencitas. La escritora utiliza una fina descripción de caracteres, que muestra el paso de la niñez a la juventud, pone énfasis en el espíritu de la libertad individual, algo no usual para la época. Las March demuestran sus aptitudes sociales tocando el piano, bordando o manteniendo una conversación fluida, amable y elegante.
"Mi heroína literaria favorita es Jo March. Es dificil explicar lo que significó para una pequeña y sencilla niña llamada Jo, quien tenía un carácter vehemente y una ambición ardiente de ser escritora", dijo J. K Rowling

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Amy estaba en camino de ser una malcriada pues todo el mundo la mimaba, y sus pequeñas vanidades y egoísmos crecían considerablemente. Una cosa, sin embargo, aplacaba las vanidades: debía usar la ropa de su prima. Hay que aclarar que la mamá de Florencia no tenía ni un ápice de buen gusto, y Amy sufría profundamente al tener que usar un sombrero rojo en vez de uno azul, vestidos nada favorecedores, y delantales recargados que no le quedaban. Todo estaba bien hecho y en buen estado, pero ese invierno los ojos artísticos de Amy sufrían enormemente al tener que llevar al colegio un vestido morado con puntos amarillos.

—Mi único consuelo —le dijo a Meg con lágrimas en los ojos— es que mamá no le hace pliegues a mi vestido cada vez que me porto mal, como lo hace la mamá de María Parks. Vaya, es realmente horrible, pues en ocasiones se porta tan mal que su vestido le llega hasta arriba de la rodilla y no puede ir al colegio. Cuando pienso en esa deggrradación , siento que puedo aguantar hasta mi nariz chata y mi vestido morado con lunares amarillos.

Meg era la confidente y vigilante de Amy, y, por una extraña atracción de opuestos, Jo lo era de la dulce Beth. La tímida niña solo le contaba sus pensamientos a Jo, y sobre su alocada hermana ejercía Beth, sin saberlo, una influencia más grande que ninguna persona en la familia. Las dos hermanas mayores eran muy amigas, pero ambas habían tomado una de las menores bajo su cuidado, protegiéndolas cada una a su manera, en lo que ellas llamaban “jugar a las mamás”. Trataban a sus hermanitas como se trata a las muñecas desechadas, con un instinto materno propio de las mujercitas.

— ¿Alguien tiene algo que contar? Ha sido un día tan deprimente que me muero por algo de diversión —dijo Meg mientras se sentaban a coser juntas esa noche.

—Me pasó algo curioso con la tía hoy, y, como le saqué provecho, les contaré los detalles —comenzó Jo, que amaba contar historias—. Estaba leyendo el interminable Belsham, y lo hacía con sonsonete para que la tía se durmiera pronto, poder sacar un buen libro y leer ávidamente hasta que se despertara. Pero primero me adormilé yo que ella, y se me escapó un bostezo tan grande, que me preguntó si pretendía tragarme el libro entero. “Ojalá pudiera hacerlo para que se acabe de una vez”, le dije, tratando de no ser grosera. Entonces me dio un largo sermón sobre mis pecados y me dijo que reflexionara sobre ellos mientras “reposaba un minuto”. Siempre se demora bastante en esa tarea, así que apenas vi que comenzaba a cabecear como una flor muy pesada, saqué de mi bolsillo El vicario de Wakefield y me puse a leerlo con un ojo en el libro y otro en la tía. Llegué al punto donde todos se caen al agua y se me escapó una carcajada. La tía se despertó, y de mejor humor por haber dormido, me pidió que leyera un poco para mostrarme la frivolidad de la obra que yo prefería comparada con el valioso y edificante Belsham. Leí lo mejor que pude y le gustó, aunque solo dijo “No entiendo de qué se trata. Devuélvete al comienzo, niña”. Así que me devolví y traté de hacer a los Primrose lo más interesantes posible. En un momento tuve la picardía de detenerme en un pasaje muy emocionante, y dije tímidamente: “Me temo que le aburre, señora, ¿quiere que me detenga?”. Recogió su tejido, que se le había caído de las manos, y mirándome severamente a través de los anteojos dijo con displicencia: “Termine el capítulo y no sea impertinente, señorita”.

— ¿Admitió que le gustó? —preguntó Meg.

— ¡Oh, no, cariño, claro que no! Pero dejó tranquilo al viejo Belsham, y esta tarde, cuando tuve que devolverme por mis guantes, allí estaba, tan agarrada al Vicario que ni siquiera me oyó saltar en el corredor de la emoción que me dio pensar en los buenos tiempos que venían. Qué vida tan agradable podría tener si lo quisiera. No la envidio mucho a pesar de su dinero; después de todo, los ricos padecen las mismas penas que los pobres, creo yo —añadió Jo.

—Eso me recuerda —dijo Meg— que yo también tengo algo que contar. No es tan gracioso como lo que contó Jo, pero me dio mucho que pensar. Hoy encontré a todos inquietos donde los King, y uno de los niños me contó que su hermano mayor había hecho algo terrible y su padre lo había echado de casa. Escuché a la señora King llorar y al señor King hablar fuerte, y Grace y Ellen ocultaron su rostro cuando pasaron a mi lado para que yo no viera sus ojos rojos. No hice preguntas, por supuesto, pero sentí mucha pena por ellos y me alegré de no tener hermanos rebeldes que hagan cosas malas y deshonren a la familia.

—Yo creo que ser deshonrado en el colegio es mucho más dificultuoso que cualquier cosa mala que puedan hacer los chicos —dijo Amy moviendo la cabeza como si tuviera una larga experiencia de vida—. Susie Perkins vino hoy al colegio con un hermoso anillo de cornalina roja. Me fascinó y deseé ser ella con todo mi corazón. Resulta que dibujó un retrato del señor Davis con nariz monstruosa y joroba, y las palabras “¡Jovencitas, las estoy viendo!” saliendo de su boca como dentro de un globo. Nos estábamos riendo de eso, cuando de pronto el profesor nos vio de verdad y le ordenó a Susie que le llevara su pizarra. Ella se parralizó del susto, pero fue a llevársela, y oh, ¡qué creen que hizo él? ¡La agarró de la oreja! ¡Imagínense eso! La llevó a la tarima de recitar y la hizo quedarse allí media hora con la pizarra en las manos para que todas la vieran.

— ¿Y las niñas no se murieron de risa con el dibujo? —preguntó Jo, que se deleitaba cuando había líos.

— ¿Reírse? ¡Ni una sola! Se quedaron inmóviles como estatuas y Susie lloró a mares. Estoy segura. No la envidié en ese momento porque ni un millón de anillos de cornalina me habrían hecho feliz después de eso. Nunca jamás me recuperaría de esa humillante mortificación. —Amy retomó su trabajo sintiéndose orgullosa de su virtud, y de la exitosa pronunciación de dos palabras largas en una sola frase.

—Esta mañana vi algo que me gustó, y quería contarlo durante la comida, pero lo olvidé —dijo Beth ordenando la enmarañada canasta de Jo—. Cuando fui a conseguir unas ostras que me había pedido Hannah, el señor Laurence estaba en la pescadería, pero no me vio porque yo me encontraba detrás de un barril y él estaba ocupado con el señor Cutter, el vendedor. Una mujer humilde se acercó con un balde y un trapeador a preguntarle al señor Cutter si podría limpiar un poco a cambio de pescado, pues no tenía nada para darles de comer a sus hijos y no había conseguido trabajo ese día. El señor Cutter estaba de afán y le respondió que no de un modo más bien grosero; ella ya se iba, triste y hambrienta, cuando el señor Laurence enganchó un gran pescado con el extremo curvo de su bastón y se lo entregó. Ella estaba tan sorprendida y contenta que tomó el pescado entre sus brazos y le agradeció una y otra vez al señor Laurence. Él le dijo: “Ande, vaya a cocinarlo”, y se fue corriendo, ¡tan feliz! ¿No les parece que fue muy amable de su parte? Oh, se veía tan graciosa abrazando el pescado grande y resbaloso, y deseándole al señor Laurence la bendición de Dios.

Después de reírse de la historia de Beth le pidieron a su madre que contara una, y después de pensarlo un momento, ella dijo sobriamente:

—Hoy, mientras cortaba chaquetas de franela azul, estaba muy ansiosa por papá, y pensé en lo solas y desamparadas que estaríamos si algo llegara a pasarle. De nada me servía, pero seguí con mi preocupación, hasta que llegó un anciano a hacer un pedido. Se sentó a mi lado y comencé a hablarle, pues parecía pobre, cansado y ansioso. “¿Tiene hijos en el ejército?”, le pregunté. “Sí, señora, tuve cuatro; dos murieron, uno es prisionero, y voy de camino a visitar al otro, que está en un hospital en Washington”, respondió discretamente. “Ha hecho usted muchísimo por su patria, señor”, respondí, sintiendo ahora respeto en lugar de lástima. “Ni un milímetro más de lo que debía, señora. Iría yo mismo si fuera útil; como no es así, entrego a mis hijos, y los entrego de buena voluntad”. Lo dijo con tanto entusiasmo y se veía tan sincero y feliz de dar todo lo que podía, que sentí vergüenza de mí misma. Yo había entregado un hombre y sentía que era demasiado, mientras él había entregado cuatro sin ningún rencor; yo tenía a todas mis hijas en casa para consolarme, y el único hijo que le quedaba a él estaba esperándolo a kilómetros de distancia, tal vez para decirle adiós. Me sentí tan afortunada y feliz de pensar en mis privilegios, que le preparé una buena bolsa, le di algo de dinero, y le agradecí desde el corazón por la lección que me había dado.

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