William Plata - Vida y muerte de un convento

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Vida y muerte de un convento es un estudio ambicioso, original y riguroso sobre el Convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé de Bogotá, desde su fundación en 1550 hasta su disolución en 1861. El enfoque de la historia social de la religión desde el cual se aborda esta investigación permite que el análisis de la historia del convento se tome como un estudio de caso de una problemática compleja: la interrelación entre la Iglesia católica y la sociedad colombiana.En este sentido, se recorre la historia de Bogotá y la historia de Colombia, observadas desde el claustro conventual que albergó a una comunidad religiosa sumamente influyente en ámbitos como la organización social, el arte, la economía, la educación y la política. No obstante, esta investigación no solo busca identificar en qué medida el convento influyó en su entorno, sino también cómo este a su vez afectó a aquel y determinó su organización, su composición, su estructura y su comportamiento internos, sus ideas y visiones de mundo. Los conventos, como entidades humanas, no son impermeables a los cambios sociales y también evolucionan internamente a la par de estos. Este libro es, pues, un estudio de la estructura y la evolución internas del convento, al tiempo que pretende examinar su ciclo de vida, de acuerdo con los lineamientos propuestos por Raymond Hostie.

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Encontramos, entonces, una relación directa entre el éxito del proceso de reforma en la provincia dominicana de España y la expansión de los frailes al Nuevo Mundo. Los dominicos estuvieron junto a los franciscanos y mercedarios entre los primeros en marchar a América no solo porque su opción carismática se orientaba hacia el anuncio del Evangelio, incluidas las misiones, sino, además, porque esta orden, junto con la franciscana (también reformada) se encontraba en un nuevo amanecer30; existían en ellas espíritus fogosos y dispuestos a ir más allá de las fronteras de Europa. Esto explica la exclusión de las órdenes ecuestres, grandes protagonistas de la Reconquista de la península ibérica, pero que habían entrado en decadencia.

En cuanto a las órdenes monásticas, según Johannes Meier, sus vínculos con las «estructuras agrarias feudales» les impedían tener la movilidad necesaria para hacer frente a tal empresa31. Pedro Borges afirma que «la tendencia a la posesión de grandes y prósperas abadías no podía sintonizar con la naciente, conflictiva y no ciertamente rica sociedad americana»32. Ni el proyecto evangelizador era atrayente para las órdenes monásticas ni tampoco las perspectivas económicas. La Corona tampoco veía útil en su proyecto de conquista y colonización establecer abadías, cuya instalación y sostenimiento eran considerados, además, onerosos para las cajas reales33.

Los monasterios españoles tampoco se preocupaban mucho por buscar la expansión a las nuevas tierras, imbuidos como estaban en un espíritu estático que las hacía «poco proclives al dinamismo anejo a la empresa eclesiástica americana»34. Según Borges, «la falta de entusiasmo de los monjes (españoles) por América» se prueba en que durante toda la época colonial solo se hicieron diez intentos de fundación de monasterios en América hispánica35, de los que fracasaron ocho, no por culpa de la Corona, sino por falta de apoyo de los mismos monasterios españoles36. Además, aunque hubo obispos en América procedentes de las órdenes monásticas en un número abundante (Gabriel Guarda enumera treinta y seis), estos no buscaron fundar monasterios de sus órdenes en sus respectivas diócesis37.

Se expanden a América

Solo hasta la unificación de la Provincia de España con la congregación reformada (1506), es decir, cuando el proceso de reforma interna obtiene su triunfo definitivo, es cuando, en palabras de Ulloa, «comienza a apreciarse en su justo valor la trascendencia de un Nuevo Mundo»38 para los dominicos. Es justamente a partir de esas fechas que se tiene la primera noticia de una misión dominicana a América. Esta aparece en los registros literarios del maestro Tomás de Vio Cayetano, con fecha del 19 de octubre de 1508. Allí se habla de un posible viaje a Indias de Fr. Domingo de Mendoza, quien por entonces residía en la congregación de San Marcos, en Italia.

Según Fr. Bartolomé de Las Casas (¿1485?-1566), cronista de estos hechos, el padre Mendoza había recibido una inspiración divina de viajar a América, apoyado por Fr. Pedro de Córdoba. Ambos persuadieron a Fr. Antonio de Montesinos y Fr. Bernardo de Santo Domingo. Estos personajes fueron a Roma a hablar directamente con el maestro general de su orden, Tomás de Vio Cayetano, quien les autorizó su viaje a las Indias y abogó por esta causa ante las cortes reales españolas. Finalmente, dados las excelentes relaciones entre los dominicos y el rey Fernando, se concedió el permiso de viajar a la isla La Española a un grupo de quince religiosos y tres criados a su servicio, con el fin de «fundar conventos y predicar la palabra de Dios». Es significativo que este mandato venía cargado de penas severas, según las constituciones O. P., en caso de que se intentara impedir su realización39.

No obstante, a pesar del mandato, los priores de los conventos se resistieron a facilitar las personas escogidas, temerosos de ver disminuir el personal de sus conventos, máxime cuando los escogidos, según Ulloa, eran frailes de cualidades especiales40. Por eso, la expedición inicial de quince miembros debió partir en tres grupos. El primero, en 1509, dirigido por Fr. Pedro de Córdoba y en el que iba Fr. Antonio de Montesinos41. El segundo, antes de finalizar 1510, compuesto por cuatro frailes y un criado. El tercer grupo viajó en marzo de 1511, compuesto por seis frailes. No está claro si Fr. Domingo de Mendoza llegó en este grupo o arribó solo en el mismo año42.

Es importante resaltar que no fue la Corona la que promovió en una primera instancia el viaje de la orden dominicana a América, sino que el deseo de ir a evangelizar partió de la iniciativa de los mismos frailes, que venían de experimentar un proceso de reforma interna. Eso no significa que la Corona estuviera desentendida del asunto: María Milagros Ciudad Suárez dice que durante la época de la Conquista43 el Gobierno español fue el que más se interesó en promover directamente el envío de religiosos a América. En 1527 se puede encontrar una carta del emperador Carlos V al maestro de la Orden, Fr. Silvestre de Ferrara, para que hiciera todo lo necesario de manera que se animara y facilitara a los frailes el arribo a América y que nadie impidiera o desanimara este tipo de viajes44. Pero, una vez que los primeros misioneros se asientan en las Indias y se hacen las primeras fundaciones, «serán los propios religiosos quienes pidan el pase de más hermanos de hábito; e incluso llegarán a encargarse de organizar las expediciones ante el vasto territorio por cristianizar y la escasez de sus miembros. Así, también solicitan de las autoridades civiles y eclesiásticas que escriban a la Corte informando de aquella realidad»45.

Los viajes de los dominicos a América fueron organizados generalmente por los provinciales españoles, delegados a tal fin por el Capítulo General de 1508. Las expediciones se constituían al atender las peticiones de los mismos frailes o de autoridades civiles y eclesiásticas. En la primera mitad del siglo XVI, estos viajes no contaban con mayor regulación por parte de las autoridades, salvo la limitación del número de religiosos que debían acudir.

A partir de mediados del siglo, el Consejo de Indias expidió una serie de requisitos para controlar el acceso de frailes al Nuevo Mundo, de modo que cada religioso necesitaba su respectiva licencia real. Tras la autorización del Consejo, se relegaba a la Casa de Contratación sufragar los gastos de los religiosos y realizar las nóminas de estos, con señas personales, listados que eran enviados a las autoridades americanas. La Real Hacienda (es decir, las Cajas Reales) pagaba todo el viaje desde convento de salida hasta el convento de llegada46. Los requisitos exigidos a los frailes eran tener voluntad, contar con una preparación intelectual suficiente y buenas cualidades morales. A partir de 1530 aparece también en los documentos la palabra calidad47. Hacia 1571 toda la responsabilidad de aprobación de las expediciones quedó por cuenta del Consejo de Indias48.

La Corona centralizó, burocratizó y controló cada vez más los viajes de religiosos a América, con la intención no solo de disminuir y regular los gastos que ocasionaban a las Reales Cajas, sino, además, de esperar que la Iglesia establecida en el continente produjera sus propias vocaciones nativas entre la población criolla. A partir de la segunda mitad del siglo XVI, en raras ocasiones fue el Consejo el que tomó la iniciativa de enviar las expediciones. Sin embargo, las apoyaba, debido a que los frailes significaban la posibilidad de extender la presencia hispánica en la región y así ampliar las fronteras del Estado. Isabelo Macías agrega, aunque sin decir las razones, que con ello la Corona también intentaba “erradicar” de la península a un excedente de religiosos que existía allí. Las cifras muestran que más de más de 29.000 clérigos seculares y 32.000 regulares existían solo en Castilla a fines del siglo XVI. Si se comparan las cifras con América (5.000 clérigos y religiosos masculinos, en el siglo XVII) resulta que en ese continente la presencia clerical era ínfima, en proporción al territorio49. Es lógico pensar que las autoridades buscaran reducir este desnivel.

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