William Plata - Vida y muerte de un convento

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Vida y muerte de un convento es un estudio ambicioso, original y riguroso sobre el Convento de Nuestra Señora del Rosario de Santafé de Bogotá, desde su fundación en 1550 hasta su disolución en 1861. El enfoque de la historia social de la religión desde el cual se aborda esta investigación permite que el análisis de la historia del convento se tome como un estudio de caso de una problemática compleja: la interrelación entre la Iglesia católica y la sociedad colombiana.En este sentido, se recorre la historia de Bogotá y la historia de Colombia, observadas desde el claustro conventual que albergó a una comunidad religiosa sumamente influyente en ámbitos como la organización social, el arte, la economía, la educación y la política. No obstante, esta investigación no solo busca identificar en qué medida el convento influyó en su entorno, sino también cómo este a su vez afectó a aquel y determinó su organización, su composición, su estructura y su comportamiento internos, sus ideas y visiones de mundo. Los conventos, como entidades humanas, no son impermeables a los cambios sociales y también evolucionan internamente a la par de estos. Este libro es, pues, un estudio de la estructura y la evolución internas del convento, al tiempo que pretende examinar su ciclo de vida, de acuerdo con los lineamientos propuestos por Raymond Hostie.

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Por estas fechas se fundaron los primeros hospicios dominicanos (lugares de acogida temporal para religiosos doctrineros y que podían convertirse en conventos) en Vélez y Tocaima (1540). Estos dominicos y otros más que llegaron trabajaron en la evangelización de indígenas. Estuvieron sin residencia fija durante unos diez años hasta la fundación de los conventos de Santafé (1550) Tunja (1551) y Vélez (1553), cuyos establecimientos determinaron el inicio de una organización más estructurada de los dominicos en la Nueva Granada.

A partir de entonces, sucesivas expediciones de frailes continuaron engrosando la comunidad, pese a que su número, a juzgar por los reclamos y misivas enviados a las autoridades metropolitanas, nunca fue considerado suficiente para cumplir su labor80. No hay estadísticas completas sobre la cifra de frailes españoles arribados a la Nueva Granada. Solo se tienen los datos ofrecidos por Agustín Galán García e Isabelo Macías, ambos para el siglo XVII. El primero contabiliza 51 frailes llegados en seis expediciones, que correspondía al 5,8% del total de los dominicos que emigraron a América en esa época81. Isabelo Macías proporciona la cifra de 48 frailes82, dato que no difiere mucho del proporcionado por Galán. El número parece bajo, aun para el siglo XVII, aunque tal vez esto puede significar que la provincia dominicana había adquirido rápidamente un cierto autoabastecimiento vocacional83 en comparación con otras provincias dominicanas, como Guatemala-Chiapas, donde la “criollización” avanzó con lentitud84. Por otra parte, algunos documentos de mediados del siglo XVIII señalan que por estas fechas aún se buscaba promover expediciones de frailes españoles para la Nueva Granada, para que colaboraran especialmente en las misiones de los Llanos Orientales85, aunque esas expediciones solo se dieron en pequeños grupos86. El panorama al respecto, pues, dista de ser claro. Hay que registrar la mora de realizar estadísticas más completas sobre migraciones de religiosos a esta región del norte de Suramérica.

La fundación de conventos

En América, pese a la naturaleza eminentemente urbana del conventus de origen medieval (que no debe confundirse con monasterio), los dominicos y las otras órdenes mendicantes establecieron dos tipos de conventos: los rurales y los urbanos. Cada uno de ellos mantuvo particularidades y funcionalidades diferentes.

El convento rural (llamado también vicaría, hospicio o conventillo) se ubicaba en aldeas o en medio del campo, rodeado de población indígena. Este tipo de convento se organizó por iniciativa de una parte de los primeros evangelizadores, quienes buscaban hacer más pragmática su labor con los indígenas87. Ello constituía la adaptación de una estrategia pastoral histórica de las órdenes mendicantes88.

Estos conventos rurales fueron concebidos como centros de evangelización y misión, lo que no se reducía simplemente a predicar y administrar sacramentos, sino a realizar toda una labor organizativa política, administrativa y económica: «Los religiosos dotaron a los pueblos de tierras comunales, nuevos cultivos, cajas de comunidad; crearon cabildos indígenas, con alcaldes y regidores y fundaron escuelas para niños y adultos», dice Ciudad Suárez89.

La mayor parte de las fundaciones dominicanas en la época colonial fueron de este tipo. Al fin de cuentas, la evangelización de los indígenas era el fin inicial de la comunidad dominicana y la justificación de su presencia. Estos conventos también servían como hospicio temporal para los frailes doctrineros, que generalmente se componían de tres o cuatro individuos. Periódicamente ellos debían regresar a algún convento mayor del que dependían en el régimen interno de la orden. Económicamente, estos hospicios se sostenían de las rentas que proporcionaban las doctrinas, de modo que a medida que la población indígena desaparecía, las penurias económicas se acrecentaban.

El convento urbano surgió paralelamente al primero y correspondía al tipo tradicional de fundación dominicana. Sus actividades pastorales directas se concentraron preferentemente en la asistencia sacramental, espiritual, intelectual y hasta organizativa de la población española, de sus descendientes criollos y por último, de los mestizos arribados a las villas. Sin embargo, también ayudaron a la evangelización y doctrina de grupos indígenas ubicados en los alrededores. Estos conventos estaban más orientados a la observancia, a la formación y al estudio90.

Por otra parte, fueron objeto de gran cantidad de donativos y legados de parte de la población mencionada, lo que provocó su enriquecimiento y estabilidad material. Los conventos más grandes e importantes de las provincias fueron siempre los de esta clase. En ambos tipos de conventos se dieron unas relaciones simbióticas con los distintos entornos y grupos humanos.

Aparte se encontraron los conventos de recolección o de observancia, que sirvieron para la búsqueda de renovación de la observancia inicial. Estos se instauraron generalmente cuando se dieron épocas de crisis o relajamiento, por lo que la comunidad establecida allí vivió un régimen más observante y estricto que los demás conventos. En el XVII casi todas las provincias dominicanas en América tuvieron, por lo menos, un convento de este tipo, que dependían directamente de la provincia y no tenían ninguna autonomía91.

En la Nueva Granada la mayor parte de los conventos dominicanos se fundaron en los siglos XVI y XVII, época de mayor expansión de la orden en el territorio92. Las rutas de poblamiento siguieron las de la conquista, es decir, partían de la Costa Caribe hacia el interior del país. Otra ruta se dirigió hacia el suroccidente de la Nueva Granada y fundó conventos en la región.

La totalidad de los conventos fundados en el siglo XVI nacieron con el fin y propósito de evangelizar y adoctrinar a los indígenas. Esto hizo que la mayoría de ellos condicionara su importancia, actividades e influencia a la existencia de estas comunidades indígenas, al servicio y bienes que estas aportaran o a la riqueza de la región en general. Si la población prosperaba, el convento también; si los indígenas desaparecían, el convento quedaba reducido; si la economía quebraba, el convento hacía lo mismo93.

La labor misionera y evangelizadora que debían desempeñar en principio los conventos neogranadinos hizo que se facilitara la vida extraclaustro de los frailes, al tener que desempeñar su trabajo en áreas bastante amplias. Esto provocó una particularidad en la organización dominicana: los frailes aparecen ‘afiliados’ mas no ‘asignados’ a sus conventos. Es decir, el religioso, desde su profesión, quedaba afiliado a un determinado convento, pero podía vivir fuera de este, en alguna doctrina, parroquia o en una misión que podía encontrarse a varios cientos de kilómetros de su convento de afiliación.

La mayoría de los pequeños conventos adquirieron durante ciertas épocas (siglos XVI-XVII) la condición ‘prioral’, es decir, tuvieron el derecho a tener prior, pese a que no contaban con el número de frailes suficiente. La Corona española logró que el maestro general y los capítulos expidieran decretos para autorizar la existencia formal de conventos a casas con menos frailes de los indicados (entre ocho y diez). Algunos, pese a los privilegios, ni siquiera llegaron a poseer el número de seis frailes, que era lo mínimo para ser convento prioral. Nunca pasaron o vivieron la mayor parte de su existencia como vicarías, de tres o cuatro frailes. Por ello, estos conventos fueron conocidos popularmente bajo el nombre de ‘conventillos’.

En cuanto a los conventos fundados en el siglo XVII (seis en total), a su tarea evangelizadora se le añadieron o sobrepusieron otros propósitos, como servir a la piedad popular como centros de peregrinación (Chiquinquirá, Santo Ecce-Homo y Las Aguas) o de lugares de reforma interna (San Vicente Ferrer y Ecce-Homo) para vivir en recolección y en vivencia plena de las reglas y constituciones de la Orden. La consolidación del proceso de colonización y de establecimiento del aparato eclesiástico secular y la reducción significativa de la población indígena explican, por una parte, el freno a la fundación de conventos, y, por otra, que las orientaciones fundamentales de esas comunidades no se centraran ya en la misión y la doctrina de los aborígenes. Estos conventos se establecieron en torno a un ritmo un poco diferente a los primeros.

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