—Señor Fix —respondió el cónsul—, me gusta la manera en la que habla y espero que tenga éxito; pero me temo que lo encontrará sumamente difícil. No sabe que la descripción que le dieron hay una gran semejanza a un hombre de bien y honesto?
—Señor cónsul —respondió dogmáticamente el inspector de policía—, los grandes ladrones se parecen siempre a los hombres de bien. Ya comprenderá que los que tienen traza de bribones no tienen más que un recurso, que es el de ser honestos, sin lo cual serían presos con facilidad. Lo artístico aquí es desenmascarar rostros honestos. No es tarea fácil, lo admito, pero es un verdadero arte.
El señor Fix no buscaba, evidentemente, una pizca de autoconsciencia.
El muelle se iba animando poco a poco. Marineros de diversas nacionalidades, comerciantes, corredores, porteros y personas iban de un lado a otro para esperar la llegada del barco, que no debía estar muy lejos.
El tiempo era claro y un poco frío. Algunos minaretes se destacaban sobre la población bajo los pálidos rayos del sol. Hacia el Sur se prolongaba una escollera de dos mil metros, cual un brazo, sobre la rada de Suez. Por la superficie del Mar Rojo circulaban varias lanchas pescadoras o de cabotaje, algunas de las cuales han conservado el elegante gálibo de la galera antigua.
Mientras pasaba por entre toda aquella gente, Fix, por hábito de su profesión, estudiaba con rápida mirada el semblante de los transeúntes.
Eran entonces las diez y media.
—¡El barco no llega! —exclamó al oír al reloj del puerto dar la hora.
—Ya no puede estar lejos —respondió el cónsul. —¿Cuánto tiempo ha de parar en Suez?
—Cuatro horas, el tiempo de embarcar su carbón. De Suez a Adén, a la salida del Mar Rojo, hay mil trescientas diez millas, y necesita proveerse de combustible.
—¿Y de Suez se marcha directamente a Bombay? —Directamente y sin descarga.
—Pues bien —dijo Fix—, si el ladrón ha tomado pasaje en ese buque, tendrá el plan de desembarcar en Suez, a fin de llegar por otra vía a las colonias holandesas o francesas de Asia. Bien debe saber que no estaría seguro en la India, que es tierra inglesa.
—A no ser que sea muy perspicaz —respondió el cónsul— porque ya sabes que un criminal inglés siempre está mejor escondido en Londres que en el extranjero.
Después de esta reflexión, que dio mucho que pensar al agente, el cónsul regresó a su despacho, situado allí cerca. El inspector de policía se quedó solo, entregado a una impaciencia nerviosa y con el extraído presentimiento de que el ladrón debía estar a bordo del Mongolia ; y en verdad, si el tunante había salido de Inglaterra con intención de irse al Nuevo Mundo, debía haber obtenido la preferencia del camino de la India, menos vigilado o más difícil de vigilar que el Atlántico.
Fix no estuvo mucho tiempo entregado a sus reflexiones, porque la llegada del barco fue anunciada por unos fuertes silbidos. Todo el tropel de mozos y de muchachos se precipitó sobre el muelle y una docena de botes fueron empujados desde la orilla para ir a encontrarse con el barco. Pronto se percibió el gigantesco casco de este buque, que pasaba entre las márgenes del canal, y daban las once cuando vino a atracar en la orilla. Eran bastante numerosos los pasajeros a bordo. Algunos se quedaron en el entrepuente contemplando el pintoresco panorama de la ciudad, pero la mayor parte desembarcó en las lanchas que se habían arrimado.
Fix examinaba escrupulosamente a cada cara y cada figura de los que desembarcaban.
En aquel momento se le acercó uno de ellos, después de haber repelido vigorosamente a la multitud y le preguntó con mucha cortesía si podía indicarle el despacho del agente consular inglés. Y al mismo tiempo, este pasajero presentaba un pasaporte, sobre el cual deseaba que constase el visado británico.
Fix tomó instintivamente el pasaporte, y con rápida mirada leyó la descripción de su portador, escapándose por poco cierto movimiento involuntario. El papel tembló en sus manos. Las señas que constaban en el pasaporte eran idénticas a las que había recibido del director de la policía británica.
—Este pasaporte es suyo —dijo Fix. —No, el pasaporte es de mi amo. —¿Y su amo está...?
—Se ha quedado a bordo.
—Pero es necesario que se presente en persona en el despacho del consulado a fin de identificarlo.
—¿Y eso es necesario?
—Indispensable.
—¿Y dónde está la oficina?
—Allí en la esquina de la plaza —respondió Fix, indicando una casa que distaba unos doscientos pasos. —Entonces, voy a buscar a mi amo, que no estará contento en ser molestado.
El pasajero se despidió de Fix y volvió a bordo del barco.
El inspector volvió al muelle y se dirigió con celeridad al despacho del cónsul; enseguida, por petición suya, urgente, fue introducido a la presencia de dicho funcionario.
—Señor cónsul —le dijo sin más preámbulo—, tengo poderosas presunciones para creer que nuestro hombre ha tomado pasaje a bordo del Mongolia .
Y Fix refirió lo que había pasado entre el criado y él con motivo del pasaporte.
—Bien, señor Fix —respondió el cónsul—, no sentiría ver el rostro de ese bribón. Pero tal vez no se presentará si es lo que supone. Un ladrón no procura dejar detrás de sí rastros de su paso, sobre todo no siendo obligatoria la formalidad del pasaporte.
—Señor cónsul —respondió el agente—, si como debemos suponerlo es hombre entendido, vendrá.
—¿A hacer visar su pasaporte?
—Sí. Los pasaportes nunca sirven más que para molestar a los hombres de bien y facilitar la fuga de los tunantes. Le aseguro que será algo que hará, pero espero que no lo vise.
—¿Y por qué no? Si el pasaporte es genuino no tengo derecho a negarme.
—Sin embargo, señor cónsul, será necesario que yo detenga aquí a ese hombre hasta haber recibido de Londres un mandato de prisión.
—¡Ah! Eso es cuenta suya, pero yo no puedo...
El cónsul no terminó su frase. En aquel momento llamaban a la puerta de su gabinete, y el ordenanza de la oficina introducía a dos extranjeros, uno de los cuales era precisamente el criado que había conversado con el agente de policía. Eran efectivamente amo y criado. El primero sacó el pasaporte, rogando lacónicamente al cónsul que sirviera visarlo. Tomó este el documento Y lo leyó atentamente, mientras Fix, en un rincón del gabinete, observaba o más bien devoraba al extranjero con sus ojos.
Cuando el cónsul terminó su lectura, dijo:
—¿Eres Phileas Fogg? —preguntó el cónsul después de haber leído el pasaporte.
—Sí, señor.
—¿Y ese hombre es su criado?
—Sí. Un francés llamado Passepartout.
—¿Vienen de Londres?
—Sí.
—¿Y adónde van?
—A Bombay.
— Muy bien, señor. Ya sabe que la formalidad del visado no es necesaria, y que ya no exigimos la presentación del pasaporte.
—Ya lo sé, señor —respondió Phileas Fogg—, pero deseo que conste mi paso por Suez.
—Como guste.
Y el cónsul, después de haber firmado y fechado el pasaporte, lo selló. Míster Fogg pagó los derechos; y, después de haber saludado con frialdad, salió seguido de su criado.
—¿Y bien? —preguntó el inspector.
—Y bien —respondió el cónsul—, tiene trazas de un perfecto hombre de bien.
—Posiblemente, pero no se trata de esto. ¿No le parece, señor cónsul, que ese flemático caballero se parece rasgo por rasgo al ladrón cuya descripción recibí?
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