Julio Verne - La vuelta al mundo en 80 días

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Publicada por entregas en el prestigioso diario parisino Le temps durante 1872, se convirtió de inmediato en un éxito, manteniendo expectantes a los lectores del diario para conocer cómo continuaban las aventuras del flemático inglés Phileas Fogg y su ayudante Jean Passepartout alrededor del mundo. Esta es una de las obras que afianzó a Verne como uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Esperamos, querido lector, que la disfrute tanto como los millones de lectores satisfechos que la han recomendado.

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—¿Para los gatos, milord?

—¡Y tal vez también para los viajeros!

Después de esta observación, el señor Fogg siguió comiendo con calma.

Algunos instantes después del señor Fogg, el agente Fix había desembarcado también del Mongolia y se había ido corriendo a ver al director de la policía de Bombay. Le dio a conocer la misión de que estaba encargado y su situación respecto del presunto autor del robo. ¿Se había recibido de Londres una orden de prisión? No se había recibido nada. Y en efecto, la orden no podía haber llegado todavía. Fix quedó decepcionado. Quiso conseguir del director la orden, pero le fue negada. Era asunto que competía a la administración de Londres, siendo ella quien sólo podía dar legalmente una orden de arresto. Fix no insistió, y comprendió que debía resignarse a aguardar la orden; pero resolvió no perder de vista a su impenetrable bribón durante todo el tiempo que estuviera en Bombay. No tenía duda de que allí permanecería algún tiempo Phileas Fogg junto con Passepartout, por lo menos hasta que la orden llegara.

Pero desde las últimas órdenes que le había dado su amo, Passepartout había comprendido que sucedería, en Bombay lo que en Suez y París, y que el viaje no terminaría allí y se proseguiría por lo menos hasta Calcuta y quizá más lejos. Y empezó a pensar si la apuesta sería cosa formal, y si la fatalidad no le llevaría a él, que quería vivir descansado, a dar la vuelta al mundo en ochenta días.

Entretanto, y después de haber comprado algunas camisas y calcetines, se paseaba por las calles de Bombay. Había gran concurrencia, y en medio de europeos de todas procedencias se veían persas con gorro puntiagudo, bunhyas con turbantes redondos, sindos con bonetes cuadrados, armenios con traje largo y parsis con mitra negra. Era precisamente una fiesta que celebraban los parsis o gnebros, descendientes directos de los sectarios de Zoroastro, que son los más industriosos, los más civilizados, los más inteligentes, los más austeros de los indios, raza a que pertenecen hoy los comerciantes más ricos de Bombay. Aquel día celebraban una especie de carnaval religioso, con procesiones y festejos, en los cuales figuraban bayaderas vestidas de gasas llenas de oro y plata, y que al son de gaitas y tamtams danzaban maravillosamente, y por otra parte con perfecta cadencia.

Superfluo es insistir aquí en qué ceremonias, siendo todo ojos y oídos Passepartout contemplaba tan curiosas ceremonias para ver y escuchar, y dando a su fisonomía la facha del papanatas más perfecto que imaginarse pueda.

Desgraciadamente para él y su amo, su curiosidad lo llevó más lejos de lo que convenía.

Después de haber visto ese carnaval parsi, Passepartout se dirigía a la estación, cuando al pasar por delante de la admirable pagoda de Malebar Hill tuvo el irresistible deseo de visitarla por dentro.

Ignoraba dos cosas: primero, que la entrada de ciertas pagodas hindúes está formalmente prohibida a los cristianos, y segundo, que aun los mismos creyentes no pueden entrar sino dejan el calzado a la puerta. Hay que notar aquí que, por razones de sana política, el gobierno inglés, respetando y haciendo respetar hasta en sus más insignificantes pormenores la religión del país, castiga con severidad a quienquiera que infrinja sus prácticas.

Passepartout entró sin pensar en lo que hacía, como un simple viajero, y admiraba el deslumbrador oropel de la ornamentación bramánica cuando de repente fue derribado sobre las sagradas losas del pavimento. Tres sacerdotes con mirada furiosa, se arrojaron sobre él, le arrancaron zapatos y calcetines y comenzaron a molerlo a golpes, prorrumpiendo en salvaje gritería.

El francés, vigoroso y ágil, se levantó con viveza. De un puñetazo y un puntapié derribó a dos adversarios muy entorpecidos por su traje talar y lanzándose fuera de la pagoda con toda la velocidad de sus piernas, dejó muy atrás al tercer indio, perdiéndose entre la multitud.

A las ocho menos cinco, algunos minutos antes de marchar el tren, sin sombrero, descalzo y habiendo perdido su paquete de compras, Passepartout llegaba al ferrocarril.

Allí en el andén estaba Fix, que había seguido a Fogg hasta la estación, comprendiendo que este tunante se iba de Bombay. Tomó la inmediata resolución de acompañarlo hasta Calcuta, y más lejos si preciso fuese. Passepartout no vio a Fix que estaba en la sombra, pero Fix oyó las aventuras que Passepartout estaba brevemente contando a su amo.

—Espero que no vuelva a suceder —respondió fríamente Phileas Fogg tomando asiento en uno de los vagones del tren.

El pobre mozo, desconcertado y descalzo, siguió a su amo sin hablar palabra.

Fix iba a subir en otro vagón, cuando lo detuvo una idea que modificó súbitamente su proyecto de partida.

—No, me quedo —dijo—. Un delito se ha cometido en territorio indio. Ya tengo asegurado a mi hombre.

En aquel momento la locomotora dio un vigoroso silbido, y el tren desapareció en la oscuridad.

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