—No me disgusta, no me disgusta —decía para sí Passepartout.
Advirtió además en su cuarto una nota colocada encima del reloj. Era el programa del servicio diario. Comprendía desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria en que se levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media en que dejaba su casa para ir a almorzar al Reform-Club todas las minuciosidades del servicio, el té y el pan tostado de las ocho y veintitrés, el agua caliente para afeitarse de las nueve y treinta y siete, el baño de las diez menos veinte. Todo estaba regulado y previsto que tenía que hacerse desde las once y media am, hasta la media noche en que se acostaba el metódico caballero.
En cuanto al guardarropa del señor, estaba perfectamente abastecido y del mejor gusto. Cada pantalón, abrigo o chaleco tenía su número de orden, reproducido en un libro de entrada y salida, que indicaba la fecha en que, según la estación, cada prenda debía ser llevada; reglamentación que se hacía extensiva al calzado.
Finalmente, anunciaba un apacible desahogo en esta casa de Saville Row, casa que debía haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero crapuloso Sheridan, la delicadeza con que estaba amueblada. No había ni biblioteca ni libros que hubieran sido inútiles para el señor Fogg, puesto que el Reform-Club ponía a su disposición dos bibliotecas, consagradas una a la literatura, y otra al derecho y a la política. En el dormitorio había una arca de hierro de tamaño regular, cuya especial construcción la ponía fuera del alcance de los peligros de incendio y robo. No se veía en la casa ni armas ni otros utensilios de caza ni de guerra. Todo indicaba los hábitos más pacíficos.
Después de haber examinado la vivienda detenidamente, Passepartout se frotó las manos, su cara redonda se ensanchó, y repitió con alegría:
—¡Esto es justo lo que quería Nos entenderemos perfectamente el señor Fogg y yo. ¡Un hombre casero y arreglado! ¡Una verdadera máquina! No me desagrada servir a una máquina.
Phileas Fogg había dejado su casa de Saville Row a las once y media, y después de haber colocado quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform-Club , vasto edificio levantado en Pall Mall, cuyo costo de construcción no pudo haber sido menos de tres millones. Pasó inmediatamente al comedor, con sus nueve ventanas que daban a un jardín con árboles ya dorados por el otoño. Tomó asiento en la mesa de costumbre puesta ya para él. Su almuerzo se componía de un entremés, un pescado cocido sazonado por una reading sauce de primera elección, un rosbif escarlata con hongos, ruibarbo y una tarta de grosellas verdes, y de un pedazo de queso, todo bajado con algunas tazas de excelente té, por el que el Reform-Club era famoso.
A las doce y cuarenta y siete de la mañana, se levantó y se dirigió al gran salón, un suntuoso aposento adornado con pinturas colocadas en lujosos marcos. Allí un criado le entregó el Times con las hojas sin cortar, y se dedicó a desplegarlo con una seguridad tal, que denotaba desde luego la práctica más extremada en esta difícil operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas Fogg hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del Standard, que sucedió a aquel, duró hasta la hora de la comida, que se llevó a efecto en iguales condiciones que el almuerzo.
Media hora más tarde, varios miembros del Reform-Club iban entrando y se acercaban a la chimenea encendida con carbón de piedra. Eran los compañeros habituales de juego del señor Phileas Fogg, decididamente aficionados al whist como él: el ingeniero Andrés Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Falientin, el fabricante de cervezas Tomás Flanagan, y Gualterio Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y respetables en aquel club al que también asistían lo príncipes del comercio y las finanzas de Inglaterra.
—Dígame, Ralph —preguntó Tomás Flanagan—, ¿a qué altura se encuentra ese robo?
—Pues bien —respondió Andrés Stuart—, el Banco perderá dinero.
—Al contrario —dijo Gualterio Ralph—, espero que se logrará echar mano al autor del robo. Se han enviado inspectores de policía de los más hábiles a todos los principales puertos de embarque y desembarque de América y Europa, y le será muy difícil a ese caballero poder escapar.
—Pero qué, ¿se conoce la descripción del ladrón? —preguntó Andrés Stuart.
—Ante todo, no es un ladrón —rió Ralph con la mayor formalidad.
—Cómo, ¿no es un ladrón el individuo que sustrajo cincuenta y cinco mil libras en billetes de banco?
—No.
—¿Es acaso un industrial?
—El Daily Telegraph Daily asegura que es un caballero.
El que daba esta respuesta, no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza descollaba entonces entre aquel mar de papel amontonado a su alrededor. Saludó a sus compañeros y se adentró a la conversación. El suceso de que se trataba, y sobre el cual los diferentes periódicos del Reino Unido discutían acaloradamente, se había realizado tres días antes en el Banco de Inglaterra. Un legajo de billetes de banco que formaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil libras, había sido sustraído de la mesa del cajero principal. Claro está que no podía tener sus ojos en todos lados. Conviene hacer observación que el Banco de Inglaterra reposa una gran confianza en la honestidad de su público. No hay guardianes, ni ordenanzas para proteger los tesoros; el oro, la plata, los billetes, están expuestos libremente, y, por decirlo así, a disposición del primero que llegue. Uno de los más notables observadores de las costumbres inglesas, estando en una de las salas del Banco, tuvo curiosidad por ver de cerca una barra de oro de siete a ocho libras de peso que se encontraba expuesta en la mesa del cajero; para satisfacer aquel deseo, tomó la barra, la examinó, se la dio a su vecino, este a otro, y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final de un pasillo obscuro, tardando media hora en volver a su sitio, sin que durante este tiempo el cajero hubiera levantado siquiera la cabeza. Sin embargo durante el robo, las cosas no sucedieron del mismo modo. El legajo de billetes de banco no volvió, y cuando el magnífico reloj colocado encima de la oficina dio las cinco, la hora en que debía cerrarse el despacho, el Banco de Inglaterra no tenía más recursos que asentar cincuenta y cinco mil libras en la cuenta de ganancias y de pérdidas.
Tan pronto el robo fue descubierto agentes detectives elegidos entre los más hábiles, fueron enviados a las puertos principales, a Liverpool a Glasgow, Havre, Suez, Brindisi, a Nueva York, y otros puertos, bajo la promesa de recompensa de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma que se recobrase. La misión de estos inspectores se reducía a observar escrupulosamente a todos los viajeros que se iban o que llegaban a Londres por tren, y las examinaciones fueron inmediatamente emprendidas.
Y, según lo decía Daily Telegraph , había motivos para suponer que el autor del robo no formaba parte de ninguna sociedad de ladrones profesionales. El día del robo, un caballero bien vestido, de buenos modales y con un peinado maravilloso, se había observado que entraba y salía del cuarto donde ocurrió el siniestro. Las observaciones habían permitido reunir con bastante exactitud las características de ese caballero, que fueron al punto transmitidas a todos los detectives del Reino Unido y del gobierno. Algunas buenas almas, y entre ellos Ralph, se creían con fundamento para esperar que el ladrón no se escaparía.
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