Roser Amills Bibiloni - Asja

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Berlín, 1955. La directora de teatro letona Asja Lacis, que ha pasado diez años en un campo de trabajo de Kazajistán y vuelve con el alma rota, visita a su viejo amigo Bertolt Brecht. Tras una breve conversación en la que ambos intentan ocultar sus miserias, Bertolt le comunica a Asja que ha muerto el amor de su vida: Walter Benjamin. Un torbellino de emociones empuja a Asja hacia los recuerdos agridulces de su relación con uno de los filósofos europeos más influyentes del siglo XX.
Esta novela recupera la figura de Asja Lacis, una mujer desconocida para el gran público, cuyo potencial se quiso negar y cuyo talento se buscó reducir a mera anécdota, a un epígrafe en la vida de un hombre sabio. Asja nos habla de las contradicciones del amor libre en una época de libertades mermadas, y de cómo una personalidad puede resistir las mayores atrocidades y sucumbir ante un callejón sentimental sin salida.

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A las pocas semanas, la atracción entre ambos era evidente, así que Scholem propició nuevos encuentros: como colegas, decía, pues, si Dora estaba casada, Walter estaba, a su vez, comprometido con una novia que vivía fuera. Se limitarían a hablar largo y tendido de proyectos, de lingüística, de Sócrates; comentarían poemas de Hölderlin en largas tertulias con el marido, el periodista Max Pollack, y otros amigos… Poco a poco, Walter se fue relajando y le confesó a Dora que había tenido una infancia con muchas carencias de orientación judía. Entonces Dora se rio y dijo que aquello tenía remedio. Con Gershom y Walter habló de la posibilidad de hacer algo juntos al respecto, como estudiar hebreo, marcharse a Palestina… Y, mientras tocaban el piano —Dora estaba maravillosamente dotada para la música—, bebían, cantaban, inventaban futuros libros conjuntos y todo aquello resultaba de lo más estimulante e inofensivo.

Otro día, Dora observó que Walter miraba con atención un libro que ella acababa de cerrar y halló el atajo que buscaba. Se lo prestó y a él le gustó recomendarle otro. Hubo nuevos libros y encuentros, ya a solas, y Dora ya no hablaba solo del ambiente sionista de su familia, de filosofía, cábala, política, del compromiso de despertar a sus compañeros de universidad… Ella demostraba que sabía ser paciente con él. En largas conversaciones sobre el futuro, balanceaba de un lado a otro la cabeza, ligeramente, en señal de discreto acuerdo o desacuerdo. Finalmente, también viajaron juntos a los Alpes y a Ginebra y ahí él le confesó que había algo que le quitaba el sueño. La guerra estaba empantanada, parecía eterna, y de nuevo lo habían llamado a filas.

—Esta vez va en serio, Dora.

Se había resistido con nuevas tretas burocráticas, pero lo más probable era que tuviera que incorporarse en unos meses. Entonces Dora se sacó un as de la manga. Era discípula de un psicoanalista que, ante un numeroso auditorio de estudiantes y especialistas, había hipnotizado a una mujer, aquejada de parálisis histérica, y la había hecho caminar.

—Podría ser tu solución.

—¿A qué te refieres?

—Podría hipnotizarte.

No era una mujer común, desde luego. Dora había aprendido esas técnicas y le proponía a Walter ponerse en sus manos. Mediante ejercicios de respiración y de meditación, Walter se causaría a sí mismo unos dolores histéricos de ciática que lo librarían de la guerra: ¡garantizado! Las palabras se embarullaron en la cabeza de Walter. Aunque había mejorado sus dotes literarias, tenía aún serias dificultades para expresar sus emociones. Solo levantó la cabeza y la miró, con sus ojos como canicas, y dijo «sí». Dora se encargaría de organizar un viaje de fin de semana a un hotelito apartado, moderno y de paredes muy finas, para hipnotizarlo.

Hablaban suavemente. Qué voz tan delicada la de aquella mujer de ademanes exquisitos… El primer día, Walter fue incapaz de ponerle una mano encima y Dora no pareció sorprenderse. El segundo, acarició sus brazos, su cadera y su pecho con sus pequeñas y calientes manos. Su voz le quitaba los escalofríos y toda preocupación parecía menos importante; estaba a salvo. El último día, se había puesto flores en el pelo y le regaló toneladas de paz después del miedo; lo hizo renacer como el pianista revive una partitura. Averiguó que aquella mujer tenía muslos de seda y un lunar en la parte baja de la espalda y, por supuesto, se dejó hipnotizar.

La decisión de Dora

Walter y sus extrañas relaciones con las mujeres… Aunque ella tampoco podía considerarse ejemplo de nada. Asja estaba incómoda. Se daba cuenta de que, quizás, lo que hacía con esa rememoración que había emprendido en su largo viaje de tren era reconquistar a Walter. Quería recuperarlo de ese foso de muerte al que él se había lanzado sin ella en Portbou, sin nadie que lo acompañara; quería ponerse por encima de todos, sobre todo de Dora, y por eso se narraba quién había sido con él: para congraciarse, para llamar su atención. Quería dirigirse a él más allá de sus trucos y máscaras de mujer de teatro que había sido; se sinceraba, se entregaba, más allá de su defecto de hacerse la difícil.

Sí, iba a contarle lo que le había ocultado durante tantos años: lo feliz que había sido al amarlo, mientras trataba con todas sus fuerzas de hacerle creer todo lo contrario.

* * *

En un principio, Dora había sido casi infalible, pues poseía todo lo que Walter podía desear en ese momento de su vida: inteligencia, belleza y estatus social. ¡Era tan bella! Una mujer estilizada que lucía vestidos ligeramente ceñidos, que hablaba dos lenguas extranjeras, tocaba el piano y —el aspecto de su personalidad que le resultaba más cautivador— tenía una gran fe en el romanticismo. Los encuentros con ella y su incesante trabajo académico lo llenaban por completo y eso aceleró los días hasta esa tarde en que Dora añadió, en una conversación intrascendente sobre lecturas compartidas —lecturas de Rimbaud, Lautréamont, los grandes alquimistas, los presocráticos—, como de pasada, que se iba a separar de su marido.

Como si aquellas palabras fueran un relámpago, la voluntad de Walter ardió. Todo, de pronto, se volvió frenético.

—Sé que no tienes aún recursos para casarte, pero mi familia sí y ya soy libre, Walter —decía con una caída de ojos de esas suyas, irresistible.

Ella ya se veía en el altar con un traje de encaje Chantilly y un magnífico manto de gasa plateada, y él, qué remedio, abandonó a la que había sido hasta entonces su novia en la distancia, Grete Radt, una espigada activista del Movimiento Juvenil, y le pidió formalmente a Dora que se casara con él.

Era una situación horrible, una especie de intercambio, pero qué mayor muestra de amor podían ofrecerse… Cuando Walter informó a sus padres, quedaron de lo más sorprendidos. Aquello supuso todo un acontecimiento. Resultaba cuanto menos curioso que aquella mujer quisiera casarse con él, pero averiguaron, con sofoco, que en el pueblo de donde venía, Seeshaup, cerca del lago Starnberg, donde Dora había vivido en la rica villa de su marido hasta hacía unas semanas, la consideraban una mujer «intensa», por decirlo de algún modo. También supieron que de lo que estaba deseosa aquella mujer no era de amar a Walter, sino de marcharse, para que los vecinos la dejaran en paz.

—¿Así que está casada, Walter?

—No, ya no.

No quería hablar más, contar que la amaba con la esperanza de que le contagiara su energía, de que lo salvara de su melancolía; que la había elegido porque ella sí sabía lo que había que hacer para ganarse la vida mediante la labor intelectual, pues Dora también escribía poesía y cuentos; porque los unía el exceso de imaginación y podrían dedicarse a la docencia o a hacer milagros con su melancolía; porque lo ayudaría a vivir de una manera adulta, fluida… Ella lo comprendería y amaría. Era la mujer de su vida: lo apoyaría en todo y Dora jamás pretendería que fuera banquero ni nada parecido.

El matrimonio fue el dieciséis de abril, y de luna de miel Dora lo acompañó a Dachau para cumplir su palabra: en un sanatorio especializado en ciática, Walter logró el anhelado certificado médico que le permitiría librarse de tener que participar en la guerra. Parecía imposible que la hipnosis surtiera efecto, pero funcionó y la parálisis y los dolores propiciados fueron todo un éxito. En fin, liberado de participar en la guerra, felizmente casado, podría continuar sus cursos en la Universidad de Berna. ¡Qué más podía desear!

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