Dedier Norberto Marquiegui - Domingo Cabred, una biografía

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Domingo Felipe Cabred fue un hombre eminente de su época. Alienista y psiquiatra organicista, la magnitud de su obra contrasta con la inexistencia de una obra, una biografía, que recoja de manera ordenada los principales datos de su vida. Partiendo de esa carencia, este libro se propone reconstruir su vida, repasando su infancia, sus años formativos, sus maestros, sus padrinos políticos, su experiencia europea, su regreso, sus primeros fracasos, la creación de la Colonia Nacional de Alienados, sus imágenes y bases económicas, la presidencia de la Comisión Nacional de Asilos y Hospitales Regionales, los homenajes a su obra y su inadaptación final a la reforma universitaria. Aspectos todos que, reunidos, nos presentan un cuadro atrayente de una personalidad y una época cuya complejidad no alcanzan a ser comprendidas plenamente.

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Fue en ese contexto de violencia en el que algunos liberales apoyaron e integraron el nuevo gobierno mientras que la mayoría huyó a Paraguay; no parece extraño que no pocas de las familias burguesas correntinas más influyentes emigraran, que fueran y vinieran al compás de los acontecimientos o decidieran completar la educación de sus hijos en otros lugares, como Santa Fe o la flamante Capital Federal. Esta última, después de un cierto ida y vuelta, fue la opción finamente escogida por Jacinto Cadred para radicarse junto con su familia (el último de sus tres hijos, Estanislao, nacía en la ciudad de Buenos Aires en 1871, aunque la instalación definitiva de Domingo recién se produciría en 1874). De modo que, cuando a mediados de esa década su hijo mayor ingresaba a la Universidad de Buenos Aires, lejos de ser un extraño recién llegado, era un joven conocedor y comprometido con los problemas de su tiempo, parte de una generación de jóvenes talentos llamada a reinterpretar la realidad argentina. Hombres, con excepciones, más o menos nacidos en la misma época, pero que sobre todo compartían una misma experiencia y similares metas. La integraban, entre otros, Julio Argentino Roca, Carlos Pellegrini, Nicolás Avellaneda, Miguel Juárez Celman, Joaquín V. González, Roque Sáenz Peña, José Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza, Indalecio Gómez, Rodolfo Rivarola, Norberto Piñero, Nicolás Matienzo, Delfín Gallo, Luis María Campos, Martín García Mérou, Miguel Cané, Juan Agustín García, Estanislao Zeballos, Luis María Drago, Pedro Goyena, Lucio V. Mansilla, Eugenio Cambaceres, José S. Álvarez (Fray Mocho), José María Miró (Julián Martel), Lucio V. López, Manuel Podestá, Vicente Quesada, Paul Groussac, Ramón J. Cárcano, Manuel Pizarro, Pablo Riccheri, Florentino Ameghino, Francisco Pascasio Moreno, Eduardo Ladislao Holmberg, Juan Bautista Ambrosetti, Emilio Civit, Manuel Podestá, Emilio Coni, Eduardo Rawson, Francisco Ramos Mejía, José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, Eduardo Wilde, José Ingenieros y Telémaco Susini, integrantes todos de esa con demasiada amplitud llamada generación del 80. 9

La noción de la existencia de una “generación del 80” se forjó en el largo plazo para referirse en fórmula sintética a la época histórica signada por la consolidación del Estado-nación y la modernización del país. 10Una primera y simplista aproximación, en la década de 1920, la equiparaba demasiado fácilmente con la oligarquía porteña. Autores como Ricardo Rojas caracterizaron a los miembros de esta agrupación como un grupo de dandis, jóvenes miembros de acaudaladas familias porteñas, adeptos a las modas literarias y estéticas europeas. Hasta 1950 el elenco generacional se mantuvo relativamente estable: Eugenio Cambaceres, Lucio V. López, Martín García Mérou, Julián Martel, Manuel Podestá, Lucio V. Mansilla, Santiago Estrada, Miguel Cané, Eduardo Wilde y José S. Álvarez (Fray Mocho). 11Durante la década de 1960, caídas en desuso esas visiones simplificadoras, una primera característica que unifica las contribuciones revisadas es la manifestación de una intención antes ausente: la de definir a la generación del 80 en términos de clase y grupo social que asumió responsabilidades concretas y de gestores intelectuales de la obra que iban a encarar, ya desligados de toda referencia geográfica en que se los quisiera encapsular. Las diferencias aparecen a la hora de especificar con qué grupo se los debe identificar. 12Para José Luis Romero se trataba de una versión renovada de las clases dirigentes de las décadas anteriores, sobre todo de la generación del 37, calificable como “nueva oligarquía”. 13Una segunda característica diferenciadora que se delineó en esos años encuentra su justificación en la intención de dar cuenta del “proyecto” de la generación del 80. La generación del 80 dejaba así de ser una camada hija para ser una generación de padres fundadores. Su proyecto se identificó en algunos aportes con la intención de una clase de perpetuarse y subordinar a su poder al resto de la sociedad y, en otros términos, con las pretensiones de un grupo de conducir al país a su modernización difundiendo las bondades del progreso. 14Modernizadores o conservadores, los hombres que componían el elenco de la generación del 80 habrían cumplido un rol fundamental consistente en marcar a fuego todas las esferas de la vida del país.

Las décadas de 1970 y 1980, es seguro que signadas por el oscurantismo intelectual impreso por la dictadura militar, supusieron un retroceso aunque aparecieron algunas obras de desparejo valor, a saber, Católicos y liberales en la generación del 80 de Néstor Tomás Auza, 15 Cómo fue la generación del 80 de Hugo Biagini 16y La generación del 80: su influencia en la vida cultural argentina de Hebe Campanella. 17En ellas, los temas vinculados con las corrientes de ideas encarnadas por la generación del 80 tienen un lugar privilegiado. Se abandonaba así la intención de rastrear proyectos y planes porque se apostaba a focalizar la atención en el plano de las ideas y no en el de la acción de la misma. En ese marco, aunque algunos años antes, Marcelo Monserrat había destacado la existencia de una “sensibilidad positivista” o “sensibilidad evolucionista” en el desarrollo de la vida cultural finisecular y la predominancia de una “filosofía del progreso” que acompasó la pretensión de las elites de dar cuenta del mundo y ordenarlo de manera racional. 18

Finalmente, las últimas décadas muestran la existencia de una floreciente cultura científica y se detienen en sus diversas expresiones, las ciencias sociales, el ensayo positivista, los estudios históricos atravesados por las nuevas tendencias. Mientras que otros estudios señalaban la existencia de un clima ideológico colectivo homogéneo, caracterizado como excluyentemente positivista, liberal, cívico, laico, materialista y secularizador –pese a las excepciones señaladas por Auza–, y otros apuntalaban la idea de un notable eclecticismo que hace de la cultura científica una cantera de referencias generales no traducible en una adscripción ideológica única pero sí parte de un proyecto común, una idea que se retoma. A pesar de este eclecticismo, la unidad de esta “cultura científica” en la que actuaban era el recurso a la hegemonía indiscutida de la ciencia como organizadora de la realidad y la postulación de lecturas de la sociedad caracterizadas por un determinismo reduccionista y por la adaptación a las necesidades de las elites de la época. 19Convergían en ella el evolucionismo biológico de Charles Darwin, el evolucionismo social de Herbert Spencer, las teorías de corte determinista de Hippolyte Taine, la criminología positivista italiana de Cesare Lombroso, Enrico Ferri y Raffaele Garofalo, el monismo materialista de Ernst Haeckel y las teorías sociopsicológicas de Gustave Le Bon y Jean-Gabriel Tarde, entre otras líneas interpretativas. En él aparecen conceptos como progreso, evolución, raza, lucha por la vida, selección natural, organismo y enfermedad social, leyes, determinación biológica , de seres “superiores” e “inferiores”, y otros términos y metáforas afines que convivieron en las obras de diferentes intelectuales para dar cuenta de fenómenos sociales, políticos, culturales y económicos en términos de explicaciones causales y deterministas. La ciencia, entendida en un sentido amplio, se convirtió en la proveedora de legitimidad de discursos y representaciones, y sus categorías fueron trasladadas a análisis de diversos aspectos de la realidad, como la psicología, la sociología, la historia y la política. 20Pero no solo eso, sino que el papel que Oscar Terán le otorgó a estas voces intelectuales tendía a colocarlas en un sitio privilegiado en la construcción de representaciones sobre la sociedad, pero también en un lugar central en cuanto productores de discursos en clave sobre una “terapéutica de las reformas sociales” que demanda el preciso conocimiento del campo sobre el cual pretendía operar y, para ese fin, los sujetos habilitados para escrutar a la sociedad y sus males, que deberían ser esos tan escasos científicos; es a partir de estas minorías del saber como se podría imaginar una intervención eficaz de los intelectuales sobre la esfera estatal. Subrayaba, sin embargo, que pese a que el positivismo constituyó la “matriz mental dominante”, otras tendencias ideológicas convivían con este. Una de sus interpretaciones más destacadas identifica al ensayo positivista como la forma discursiva que articuló las lecturas sobre los efectos indeseados de la modernización y los discursos útiles y necesarios para “inventar la nación”. 21Además, los hombres encargados de formular ese diagnóstico social inspirado en las ciencias positivas pasaban a ser así considerados una minoría portadora del saber científico y comenzaron a intervenir en las esferas estatales. Esta mirada acerca de las relaciones entre saber científico, Estado e intelectuales sirvió posteriormente como marco de interpretaciones, como las de Hugo Vezzetti 22que, atravesadas por las lecturas del Michel Foucault de Vigilar y castigar , 23aventuraron afirmaciones categóricas sobre el “control social” y su efectividad, perdiendo de vista algunos de los matices que el propio Terán había formulado en sus trabajos. Parte de esos matices fueron recuperados por los aportes de las dos últimas décadas, que muestran la existencia de una floreciente cultura científica y se detienen en sus diversas expresiones: las ciencias sociales, el ensayo positivista, los estudios históricos atravesados por las nuevas tendencias. Mientras que algunos estudios señalan la existencia de un clima ideológico colectivo y homogéneo, otros apuntalan la idea de un notable eclecticismo que hace de la cultura científica una cantera de referencias generales no traducible en una adscripción ideológica única. 24

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