Vicente Romero - Cafés con el diablo

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"Cafés con el diablo describe algunos abismos del mal entre los que ha transcurrido y aún transcurre nuestra existencia, a los que sólo nos asomamos de forma ocasional y somera en reportajes de televisión y artículos de prensa, cuya brevedad –y, últimamente– escasez no nos permite mantenernos conscientes de su gravedad ni, por tanto, combatirlos. En sus páginas se refleja el horror de los delitos de lesa humanidad de los que Vicente Romero ha sido testigo a lo largo de los años en escenarios tan distintos como las tiranías del Cono Sur americano, la barbarie yanqui en Vietnam, la locura de los Jemeres Rojos en Camboya o las atrocidades de la actual «guerra contra el terrorismo».
Se trata de un libro insólito, fascinante –como afirma Jean Ziegler–, en el que el autor teje sus propias experiencias con entrevistas personales a algunos de los peores administradores del mal de la historia más reciente: criminales de lesa humanidad, genocidas, torturadores y asesinos en masa, diablos que se expresan con escalofriante frialdad ante un periodista que saben enemigo. Y junto a estos arrogantes centuriones, despiadados dirigentes políticos y altos funcionarios, convencidos todos de cumplir una misión histórica…, figuran sicarios obedientes, subalternos amedrentados ysoldados opolicías disciplinados.
Cafés con el diablo ofrece una información movilizadora sobre una realidad que estamos obligados a conocer. Porque traicionar la memoria de las víctimas del horror es traicionarnos a nosotros mismos."

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El general Nguyen Ngoc Loan, jefe de la policía de Saigón, es un caso paradigmático de esa segunda categoría de profesionales espontáneos. Lo demostró rotundamente en una calle del barrio chino de Saigón, cuando acercó su revólver Smith & Wesson a la sien de un detenido y le descerrajó un tiro. Lo hizo fríamente el 1 de febrero de 1968, ante las cámaras de dos medios tan poderosos como Associated Press y NBC. Era el segundo día de la gran ofensiva comunista del Têt, lanzada por sorpresa en plena tregua por la celebración del Año Nuevo vietnamita. Se combatía duramente en todo el país y la atención internacional estaba puesta en Vietnam. Las imágenes del instante del disparo ocuparon las portadas de la prensa y abrieron los informativos de televisión en todo el mundo, convirtiéndose inmediatamente en uno de los iconos de la guerra.

Aquel asesinato destrozó la ya mala imagen del régimen sudvietnamita y supuso un duro golpe para sus mentores norteamericanos. De nada valieron los esfuerzos de contrapropaganda, airean­do la identidad del prisionero y atribuyéndole numerosos crímenes. Se aseguró que bajo el nombre de Nguyen Van Lém se ocultaba un miembro destacado del FLN[9], conocido como el capitán Bay Lop, y se le acusó de comandar un escuadrón de la muerte encargado de atentar contra civiles vinculados al Gobierno de Saigón. Se dijo que había sido detenido junto a una zanja en que se hallaban treinta y cuatro cadáveres, maniatados y con un tiro en la cabeza; y que entre ellos se encontraban seis ahijados de Nguyen Ngoc Loan, además de varios de sus mejores amigos. Además, se recurrió como atenuante de la ejecución al nerviosismo provocado por los ataques que el Vietcong acaba de realizar contra media docena de objetivos en el corazón de la ciudad, incluida la sede central de la policía. El propio general afirmó que mató a Van Lém «porque había cometido la intolerable cobardía de luchar vestido de civil siendo militar». Ningún argumento podía justificar lo sucedido. Pero en la Casa Blanca no molestó tanto el hecho como la publicidad. Porque contrariaba su doctrina de que «esas cosas no se hacen, pero, si se hacen, que no se sepa». Y se destituyó al general sin castigarlo.

Sin embargo, Nguyen Ngoc Loan resultaba el hombre perfecto para el puesto que ocupaba. Tenía todo lo necesario para hacer carrera en una dictadura o una guerra: era frío, astuto, inflexible, ambicioso, obediente… Y también disponía de amigos poderosos. Por eso alcanzó el generalato con sólo 35 años, cuando Nguyen Cao Ky, su antiguo comandante de Aviación, fue nombrado primer ministro en 1965. Nada más verse al frente de la policía, emprendió una reforma estructural para acabar con su pésima fama de corrupta, ineficaz y nada escrupulosa con los derechos de los ciudadanos. Y concitaba el respeto de los suyos con el temor de sus enemigos.

Su biografía podría servir como fuente de inspiración para guionistas de Hollywood. Hijo de un ingeniero y una médica, creció junto a sus diez hermanos en un ambiente de privilegios. Nada más acabar sus estudios de Economía se enroló en la Fuerza Aérea, decidido a combatir contra los enemigos de clase de su familia. Enseguida destacó como piloto de caza, ganándose el apodo de el Gavilán tras derribar una docena de aviones enemigos. Valiente y juerguista, se hizo muy popular entre sus compañeros de armas, con los que solía escaparse del cuartel y pasar largas noches de borracheras en los prostíbulos cercanos. Al mismo tiempo aparentaba ser el oficial perfecto: puntual, cumplidor y de aspecto impecable. Sólo ante los íntimos mostraba un carácter introvertido y romántico, como amante de las flores –que nunca faltaron en sus despachos– y lector incansable de poesía clásica. Se casó muy joven y fue padre cinco veces. Todo iba bien en su vida hasta que lo retrataron disparando contra un detenido. Privado del poder que gozaba al frente de la policía y carente de honores oficiales, cayó en depresión, pero siguió luchando. Herido en el frente, sufrió la amputación de una pierna. Finalmente, cuando la guerra terminó en derrota, escapó de Vietnam a bordo de un avión junto a su mujer y sus hijos. Encontró refugio en los Estados Unidos. Y abrió un restaurante en Burke, un pueblo cercano a Washington. Pero la prensa acabó localizándolo, los activistas de organizaciones pacifistas cercaron su local hasta provocar el cierre, recibió incontables amenazas y le propinaron una paliza que lo mantuvo hospitalizado una temporada. El general Nguyen Ngoc Loan pasó la última parte de su vida escondido, huyendo del fantasma del capitán Bay Lop, hasta que en 1998 falleció de cáncer con 67 años. Pero su personaje llevaba mucho tiempo muerto, como explicó Eddie Adams[10], el reportero de Associated Press que lo hizo siniestramente famoso: «Él mató a su prisionero de un tiro y yo lo maté a él con una foto».

Asesinos (de uniforme) en serie

Los militares norteamericanos que combatieron en Vietnam cometieron numerosas matanzas contra la población civil. Miles de jóvenes ingenuos quedaron transformados en asesinos por una guerra que destrozó sus vidas, aunque el uniforme militar les garantizase la impunidad de sus crímenes, e incluso un impenetrable silencio cómplice.

Ante la frecuencia de los desmanes perpetrados por sus efectivos, el Pentágono decidió ignorar y ocultar la mayoría –casi la totalidad– cuando no había testigos que pudieran denunciarlos. Pero no se logró impedir que algunos salieran a la luz, porque el trabajo de los periodistas sobre el terreno aportó evidencias incontestables, con el consiguiente escándalo mundial y la condena de una «retaguardia civil» que rechazaba la implicación estadounidense en el Sudeste asiático. Corresponsales de guerra, fotógrafos de prensa y camarógrafos de televisión demostraron algunas masacres, desmintiendo a los portavoces castrenses que se esforzaban en presentarlas como «acciones bélicas», generalmente «enfrentamientos», o en desmentirlas como «falsedades de la propaganda comunista», cuando no las achacaban a supuestas venganzas del Vietcong contra grupos de campesinos que les habrían negado apoyo. Sus crónicas tuvieron una enorme repercusión, sobre todo en ambientes universitarios e intelectuales, e influyeron decisivamente en la gestión política del conflicto. Después, grandes producciones de Hollywood –que siempre había servido como instrumento propagandístico de los centuriones norteamericanos– recrearon el horror de Vietnam. Ninguna otra guerra se había contado con igual crudeza, ni jamás el cine había reflejado una barbarie tan extrema.

El nombre de My Lai, un pueblo de la región central de Son My, ocupa un lugar destacado en la historia de la infamia y permanece anclado en la memoria colectiva, como escenario de una de las peores matanzas narradas en infinidad de artículos, libros, documentales y películas: el 16 de marzo de 1968, un centenar de soldados –pertenecientes a la Compañía Charlie, de la 11.ª Brigada de Infantería de la División Americal– se ensañó con los habitantes de la aldea de My Lai, dando muerte a medio millar, entre los que se encontraban 60 ancianos, 56 bebés, 117 niños y 182 mujeres, de las cuales 17 estaban embarazadas[11]. Pero aquella masacre no fue muy distinta de otras muchas que no alcanzaron tanta repercusión mediática o incluso quedaron ocultas. También ese día, efectivos de la misma brigada asesinaron a otro centenar de mujeres y niños en la cercana localidad de My Khe, a un par de kilómetros de distancia, sin que apenas tuviera trascendencia.

Las tropas americanas iban en busca del 48.º Batallón del Vietcong, pero sus informaciones eran incorrectas y la fuerza enemiga se encontraba a un centenar de kilómetros. Nada más bajar de los helicópteros, el pelotón al mando del segundo teniente[12] William Rusty Calley se lanzó sobre My Lai, espoleado por el deseo de vengar a sus compañeros caídos en combate durante las últimas semanas. El capitán Ernest Medina[13] había ordenado «matar a todo ser vivo, arrojar los cadáveres a los pozos y quemar las casas»[14]. Nervioso, inseguro, acomplejado por su escasa presencia física, Calley obedeció ciegamente, acaso queriendo demostrar autoridad y valor ante unos subordinados que no lo respetaban, y unos mandos inmediatos que lo despreciaban apodándole lieutenant Shithead[15].

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