Vicente Romero - Cafés con el diablo

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"Cafés con el diablo describe algunos abismos del mal entre los que ha transcurrido y aún transcurre nuestra existencia, a los que sólo nos asomamos de forma ocasional y somera en reportajes de televisión y artículos de prensa, cuya brevedad –y, últimamente– escasez no nos permite mantenernos conscientes de su gravedad ni, por tanto, combatirlos. En sus páginas se refleja el horror de los delitos de lesa humanidad de los que Vicente Romero ha sido testigo a lo largo de los años en escenarios tan distintos como las tiranías del Cono Sur americano, la barbarie yanqui en Vietnam, la locura de los Jemeres Rojos en Camboya o las atrocidades de la actual «guerra contra el terrorismo».
Se trata de un libro insólito, fascinante –como afirma Jean Ziegler–, en el que el autor teje sus propias experiencias con entrevistas personales a algunos de los peores administradores del mal de la historia más reciente: criminales de lesa humanidad, genocidas, torturadores y asesinos en masa, diablos que se expresan con escalofriante frialdad ante un periodista que saben enemigo. Y junto a estos arrogantes centuriones, despiadados dirigentes políticos y altos funcionarios, convencidos todos de cumplir una misión histórica…, figuran sicarios obedientes, subalternos amedrentados ysoldados opolicías disciplinados.
Cafés con el diablo ofrece una información movilizadora sobre una realidad que estamos obligados a conocer. Porque traicionar la memoria de las víctimas del horror es traicionarnos a nosotros mismos."

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Un somero examen de la legislación promulgada en Vietnam del Sur bajo el dominio norteamericano sirve para describir el horror desatado sobre la población civil, en un régimen que consideraba delito la «simpatía pasiva» por ideologías y organizaciones proscritas. Los tapujos acabaron en 1966, cuando se aprobó el encarcelamiento de cualquier ciudadano por decisión administrativa, sin necesidad de pruebas ni formulación de cargos en su contra, por periodos de dos años renovables sin limitación[6]. Más tarde, durante la etapa en que Nguyen Van Thieu se aferró al poder tras completarse la retirada de las fuerzas norteamericanas en marzo de 1973, la represión se endureció ante el continuo retroceso sudvietnamita en todos los frentes. Dos meses antes fueron promulgados los famosos «diez puntos de Thieu» previos a los acuerdos de París –que valieron el Premio Nobel de la Paz a Henry Kissinger y Le Duc Tho–, pero se quedarían en históricos papeles mojados[7]. Su texto no estimulaba precisamente ­el clima de entendimiento necesario para una tregua, ya que, frente al compromiso firmado sobre liberación de prisioneros, autorizaba el fusilamiento inmediato de cuantos uniformados intentasen desertar o resultaran sospechosos de complicidad con el enemigo, así como de civiles que participaran en disturbios, se resistieran al ser detenidos o simplemente huyeran de las regiones donde estaban asentados. Además, se establecía la corte marcial con pena de muerte para quienes utilizaran billetes del banco nacional norvietnamita, simpatizaran con el comunismo o se mostrasen partidarios de la neutralidad. Todo ello acompañado del arresto inmediato de cualquier participante en actos de propaganda o alteración del orden.

En ese absurdo marco jurídico actuaban de modo implacable numerosos organismos policiales, desarrollados e incrementados a lo largo de la guerra. El Gobierno de Saigón utilizaba cuatro instrumentos principales en el ámbito civil y uno en el castrense:

• La Policía Nacional, dependiente del Ministerio del Interior, que se encargaba de mantener el orden público, impedir reivindicaciones sociales y perseguir a los desertores. Pasó de contar con 16.000 hombres en 1963 a 90.000 en 1971, llegando a superar los 145.000 efectivos antes de la retirada nor­teamericana.

• La Policía Especial (Nacional Police Field Force), dotada con 20.000 agentes, era una derivación de la anterior. Entrenada y asesorada por oficiales estadounidenses, estaba concebida como un «FBI vietnamita». Disponía de tres centros de detención y una prisión propia, además de diez locales para interrogatorios, con cinco torturadores especializados en cada uno. No solía operar fuera de la capital.

• La Policía Activa (Hoat Vu), unidad autónoma de la Policía Especial, encargada de las detenciones masivas. Sus 800 agentes fijos y 200 eventuales, distribuidos entre ocho oficinas en Saigón, recibían órdenes directas del Departamento de Inteligencia del Ejército sudvietnamita y de las denominadas «Fuerzas Especiales» del US Army.

• La Policía Secreta (Mat Vu) actuaba de modo clandestino, al margen de los servicios oficiales, bajo la autoridad exclusiva del presidente Thieu. Gozaba de impunidad absoluta para eliminar prisioneros.

• La Seguridad Militar (An Ninh Ouan Doi), también conocida con el nombre francés de Deuxième Bureau, dependía del Estado Mayor del Ejército. Su función primordial consistía en vigilar y detener a civiles radicados cerca de instalaciones militares y frentes de combate. También recurría a mutilaciones.

A estas cinco entidades se sumaban dos poderosos grupos parapoliciales, entrenados y financiados por el Ministerio del Interior: la Milicia Popular (Tioi Bao Ga) y la Guardia Civil (Oan Ve). La primera, compuesta por muchachos entre doce y dieciséis años fuertemente armados, era el mayor azote de los movimientos estudian­tiles. La Guardia Civil se dedicaba a extender el terror en zonas rurales, mediante voluntarios que empleaban armamento ligero y granadas de mano. Para compensar su bajo sueldo, se les permitía el pillaje. Podía hacer detenidos y torturarlos, con la única limitación de acabar entregándolos a la Policía Nacional.

Las organizaciones humanitarias fracasaron en sus propósitos de denunciar los crímenes de Estado con datos exactos y probados. Las leyes sudvietnamitas impedían establecer con precisión el número de víctimas, ya que facilitaban el enmascaramiento de actividades políticas pacíficas y de reivindicaciones sociales o sindicales como delitos comunes. Incluso los campesinos desarmados, que eran acusados de proporcionar información o alimentos a las fuerzas enemigas, se consideraban prisioneros de guerra en vez de presos políticos. Además, la maltratada población penal sudvietnamita acusaba una elevada mortandad, incrementada mediante la liquidación de indeseables, práctica secreta que el católico presidente Thieu desveló el 24 de octubre de 1972, en el contexto de constantes rumores sobre matanzas efectuadas en distintas cárceles como Poulo Condor, Phu Quoc y Chi Hoa[8].

Aun así, del propio seno del régimen surgieron testimonios esclarecedores: el senador Ngo Cong Duc cifró en más de un millón los detenidos durante los años más duros de la guerra, cantidad que parece desmesurada pero fue confirmada por un deslenguado hijo de Thieu, que se jactaba del récord mundial de 40.000 arrestos efectuados en un plazo de sesenta días. Las cuentas estatales también resultaban reveladoras, como el presupuesto del Senado para 1973, que preveía la alimentación de 400.000 presos, tras haber contado el año anterior con una ayuda estadounidense de 627.000 dólares para tal finalidad.

Políticamente invisibles, los centuriones norteamericanos se mantuvieron siempre en la trastienda de la represión política en Vietnam del Sur. Cuando se consumó la retirada total de sus tropas, Washington mantuvo un nutrido cuerpo de consejeros destinados a garantizar el funcionamiento de los centros de poder político y militar claves para la supervivencia del régimen aliado que se había visto obligado a abandonar. El Pentágono siguió manejando secretamente los hilos de las «Fuerzas Especiales» (Lu Luang Dac Biet), conocidas como «los boinas verdes vietnamitas». Y también la CIA, aunque cubriera las apariencias con un hombre de paja, el coronel Nguyen Khac Binh, que cumplía fielmente sus órdenes y cargaba con la responsabilidad oficial de todos los crímenes.

Muchos oficiales del ejército estadounidense fueron reenviados a Saigón sin haber llegado siquiera a pisar el suelo patrio, para actuar como técnicos especializados en el mantenimiento del orden público. Al mismo tiempo, otros se convertían en asesores militares en la sombra, que trabajaban vestidos de civiles y con las persianas bajadas. Además, se dio la orden de cerrar los ojos ante la presencia de numerosos excombatientes yanquis que, incapaces de readaptarse a la vida civil, regresaban al Sudeste asiático como mercenarios, recibiendo generosas remuneraciones con cargo a los fondos de la ayuda económica estadounidense. Se calcula que entre unos y otros superaron el número de quince mil.

Matar ante las cámaras

Hay dos tipos básicos de verdugo: uno, que es capaz de cualquier cosa en una sala de torturas pero jamás haría daño a nadie en público, y otro, que se deja llevar por sus impulsos y no vacila en mutilar o matar a alguien frente a una cámara. El primero teme a la fama y se oculta entre las tinieblas, seguro en la intimidad de las mazmorras. El segundo alardea de su poder y se siente estimulado por la presencia de testigos que contribuyan a su prestigio. Los periodistas tenemos que tener especial cuidado con estos últimos. Porque las imágenes sirven como denuncia, pero nuestra presencia también puede incitar a abusos o asesinatos en momentos de tensión. La cobardía del anonimato y la soberbia del exhibicionismo se contraponen, como características que diferencian a dos clases de sicarios estatales.

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