Lo cierto es que las cosas empiezan a funcionar cuando nadie viene al rescate. Solo cuando dejamos de quejarnos, comienzan a mejorar. Los alcohólicos lo comprenden con claridad: saben que es preciso tocar fondo para encontrarse con las consecuencias de su enfermedad y pedir ayuda por sí mismos.
Los rescates no dan resultado ni para la persona que rescata ni para la que es rescatada. Ambas se frustran, se enojan y se victimizan. Las únicas acciones sostenidas para recuperarse de un problema emocional son las que cada una lleva a cabo por sí misma.
Yo quería cambiarlo para que me quisiera, para que se quedara conmigo. Pensé que si era buena con él, si le daba lo que necesitaba y no le traía problemas, con el tiempo llegaría a amarme. No fue así. Me engañó con mi mejor amiga. Yo sabía desde un principio que era un hombre sin escrúpulos, porque lo conocía de antes y no ignoraba su historia. Sin embargo, una fuerza poderosa me llevaba a negar esas señales y a creerle cuando me pedía que “lo ayudara a quererme”. Ahora me doy cuenta de que no se puede ayudar a amar y a sostener una pareja. Esa es una convicción íntima que cada uno debe tener. Ahora estoy tratando de “ayudarme a quererme”.
Quien rescata pasa rápidamente al rol de perseguidor o controlador. Es casi una consecuencia natural. Si invierte tanto tiempo y energía en el rescate ajeno, debe comprobar que el otro está haciendo lo que corresponde. Y cuando el otro no lo hace, lo siente como una traición.
Le dediqué mi vida. Dejé todo por ella. Cuando la conocí ella no tenía dinero y era una mujer de vida promiscua. Yo le di estructura, la llené de regalos, la mimé, vivía para ella. Me levantaba pensando en cómo complacerla. Y ella parecía estar siempre insatisfecha. Me engañaba con otros hombres y yo la perdonaba porque entendía que era como una niña caprichosa. Hasta que empecé a controlarla obsesivamente. Me ponía celoso, la ahogaba, la llamaba treinta veces por día. ¿Por qué se quedaba conmigo? ¿Para hacerme sufrir? Nunca más quiero volver a amar a una mujer.
El último vértice del triángulo es el de la víctima. Es difícil salir de los lugares victimizados porque realmente queda una sensación de “estafa”. Sin embargo, cuando pensamos en la dinámica de estas relaciones, vemos que tienen que ver con un aprendizaje vincular equivocado y con creencias en relación a uno mismo y a los otros que llevan al sufrimiento.
Se supone que si alguien tiene un problema necesita ayuda. Esto no es tan obvio. La persona que tiene un problema necesita ser consciente de esa dificultad, hacerse responsable y pedir ayuda. De lo contrario, cualquier intento externo fracasa.
Yo veía que Oscar había tenido relaciones ocasionales desde su separación. No es que no lo veía. Pero pensaba que él necesitaba contención, que se escapaba porque había sufrido mucho, que era muy fóbico, que le costaba comunicarse. Quizás todo eso fuera cierto, no lo sé, pero la verdad es que la única interesada en que él cambiara era yo. Él jamás pidió ayuda, decía que estaba bien como estaba, que disfrutaba de su libertad. No quería creerle porque era yo quien, en realidad, lo necesitaba y me causaba dolor darme cuenta de que él no era la persona adecuada.
EL SENTIMIENTO DE VACÍO DE SÍ MISMO:
LA IDENTIDAD DAÑADA
Cuando los niños crecen con padres que cuidan de ellos de una manera competente, van forjando poco a poco su identidad. Construyen dentro de sí un sostén de autonomía y seguridad que los protegerá el día de mañana.
Si fueron respetados, reconocerán rápidamente a quien intente avasallarlos. Aprendieron a cuidarse, a no dejarse maltratar. Los niños que pudieron vivir su infancia porque contaban con la barrera protectora de los padres no crecieron con hambre de afecto . Sus necesidades emocionales fueron satisfechas, y al llegar a la vida adulta se encuentran en mejor posición para elegir. No están desesperados de amor.
¿Qué significa el concepto de sí mismo ? Tiene que ver con la valoración personal y el sentido de la propia identidad. Es la manera en que nos vemos. Es lo más auténtico del “yo”. Si al cabo de su proceso infantil un niño tiene un buen concepto de sí mismo, se sentirá más confiado frente al futuro, será más optimista, más positivo y tendrá más recursos para afrontar la adversidad. Mientras que una persona adulta con una buena valoración de sí misma tendrá menos probabilidad de permanecer mucho tiempo en relaciones que la lastimen o de someterse a la humillación y a la indignidad.
Sentía mucha vergüenza. No quería decir que mis padres se habían separado. No quería que se dieran cuenta de que mi papá no venía por semanas enteras a buscarme. Así que mentía. Decía que él estaba de viaje. Nadie me había explicado que no era mi culpa, pero yo lo sentía. Pensaba que si era una niña buena y aplicada mi papá volvería. O, por lo menos, que iba a estar orgulloso de mí. La vergüenza me acompañó siempre. Fue como una segunda piel. Una sensación casi inexplicable de no ser suficiente. Nada más ajeno a la imagen que los otros tenían de mí. Cuando conocía a alguien temía que me “descubriera”.
John Bradshaw, consejero y educador estadounidense, describe con total acierto las características de la vergüenza tóxica. Se refiere “al niño herido”, al “asesinato del alma del niño” y a otras expresiones que muestran la vulnerabilidad y el desamparo en el que quedan sumidos estos niños que han sufrido descuido, negligencia, abandono, malos tratos o abuso. O, simplemente, como decíamos, el abuso emocional de haber tenido que ser adulto desde la cuna.
“La vergüenza es un arma que el avergonzado entrega a quien lo mira”, dice Boris Cyrulnik en su libro Morirse de vergüenza . La sensación de déficit que hay que esconder al mundo se convierte en una carga pesada que va atravesando todos los vínculos de la vida.
Los niños que fueron humillados, los que sintieron terror frente al desamparo parental, los que vivieron avergonzados por las carencias económicas de su familia, los que no podían llevar amiguitos a su casa porque mamá podía estar en la cama llorando o papá podía enojarse sin motivo y gritar enfurecido, los que tuvieron que esconder lo que pasaba en casa, los que se sintieron menos que sus hermanos, los que no fueron defendidos frente a los ataques, los que se hundían en el vacío frente a la mirada de los otros, crecieron con necesidad de impostura, de tener que mostrarse como si fueran otros.
Los “niños grandes” luchan por ser aceptados y reconocidos. Necesitan con desesperación que los quieran y su intento de complacer a los demás no reconoce límites. Niegan sus incomodidades, sus enojos y sus propias necesidades con tal de no molestar y de no ser rechazados. Saben lo que los adultos valoran: un buen niño no hace ruido, no juega bruscamente, se comporta correctamente, tiene buenas calificaciones en la escuela, no hace berrinches y cuida de sus hermanos.
No puedo poner límites. No puedo decir “no”. Y no es porque sea muy buena. Siento pánico. Cuando digo que no comienzo a temblar, como si siempre fuera un motivo para que dejen de quererme. No me alcanza con razonar, es algo totalmente incontrolable. Y así es como acepto cosas que no quiero de los hombres que pasaron por mi vida, o que hago los trabajos que nadie quiere hacer en mi oficina, o que presto dinero que no me devuelven y me da pudor reclamar.
Los psicólogos coinciden en que estos niños construyen en la infancia “un falso yo” para ser aprobados y queridos. Crecen con esta máscara de “el buen chico” o “la buena chica” y se esfuerzan por ser responsables, dedicados y perfectos. La creencia es que, de este modo, nadie los abandonará.
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