La posibilidad de ser niño en la infancia no tiene que ver necesariamente con condiciones socioeconómicas. Puede haber madres o padres que cumplan su rol sin inconveniente más allá de la preocupación cotidiana por sus recursos y de las horas que deban pasar fuera de la casa a causa de sus obligaciones laborales. Tienen lugar en su psiquismo para acoger a un hijo. Hay niños que transcurren su infancia felices aun cuando sus padres atraviesan situaciones de privación. La escasez material no es una condición necesaria para ser incompetente como padre o madre.
Tendemos a pensar que los niños sin infancia son solo aquellos que crecieron en climas totalmente adversos, como la guerra o la indigencia, o que vivieron abuso sexual, maltrato o abandono. Esta es solo una pequeña parte de aquellos que crecieron sin respaldo. Quizás representan la porción más evidente. Nadie duda del descuido de los niños en situación de calle, de quienes son empujados a trabajar cuando apenas aprendieron a vestirse, de los que perdieron su derecho a la educación, de los que viven el horror de la guerra.
Pero están los otros. Esos niños silenciosos que abundan y que provienen de familias más constituidas, que tienen un techo, educación y comida. Son niños que, en apariencia, lo tienen todo. Y eso es más dramático aún porque los hace vivir en la impostura. Hacia fuera nadie cree que sufran carencias. Sin embargo, aprenden desde muy temprano que deben esconder lo que pasa en sus familias como si fuera una marca vergonzosa.
Muchos de ellos sufren la desdicha de no poder tener una vida infantil porque en sus casas no hay adultos que les permitan jugar ese rol.
Como iremos viendo a lo largo de este libro, la capacidad de cada individuo de poder cuidar de sí mismo, de poder amarse, de protegerse del daño y del peligro tiene mucho que ver con la manera en que fue cuidado durante su infancia.
Si una persona recibió buenos cuidados parentales en su infancia y adolescencia, es poco probable que se involucre en relaciones hostiles y tóxicas en la vida adulta. Por supuesto, pueden haber ocurrido acontecimientos vitales que modificaron su rumbo o trastornos psíquicos que la llevaron a quedarse en parejas de maltrato emocional por mucho tiempo.
No obstante, quien fue bien cuidado guarda dentro de sí una impronta, un recuerdo, una traza del amor materno que le permitirá en determinado momento volver a protegerse.
¿Quiénes son los niños grandes?
Para responder a esta pregunta, tal vez debamos empezar por otra: ¿quiénes son los padres de esos niños grandes? ¿Por qué no pueden cuidarlos?
Son padres que no pueden cumplir con la función de parentalidad. Esto que parece obvio, sin embargo, merece una aclaración.
No cualquiera puede ser padre o madre. Mejor dicho, buen padre o buena madre. No se trata de la capacidad biológica de la procreación. Existen buenos padres de hijos no biológicos y aun de otros niños que no son sus propios hijos.
Nos referimos a la función. A la capacidad de las personas para cuidar de otro, para protegerlo, educarlo y proveerle un ambiente de seguridad y afecto. Y también a la capacidad de hacerle sentir que es valioso, darle confianza, respetarlo y ayudarlo a desarrollar su propia autonomía. Es lo que los investigadores llaman “competencia parental”.
¿Y qué es cuidar de un hijo? Es mucho más que alimentarlo, bañarlo y abrigarlo. Se trata de responder a sus necesidades emocionales, de estar disponible para él, de traducir y decodificar sus deseos y necesidades aun cuando el lenguaje no le permita hacerlo. Y sobre todo, se trata de no abusar de él, de no ejercer violencia física, emocional ni verbal. Y, por supuesto, de no abandonarlo física ni emocionalmente.
No olvidemos que los niños están en una situación de extrema vulnerabilidad frente a sus cuidadores y esto genera una relación asimétrica en la cual los padres tienen el poder.
He escuchado a algunas madres declararse absolutamente incompetentes para la crianza. Esto no tiene que ver con la fatiga de la madre que ya no sabe qué hacer para calmar a su hijo, sino con aquellas otras que no encuentran en sí mismas los recursos para hacer frente a la situación.
Esto decía una paciente:
No puedo. Sencillamente, no puedo. Sé que solo tiene tres años, pero no logro conectarme para calmarlo, no tengo paciencia. Quiero salir corriendo y que otro se ocupe. A veces me hundo en la tristeza y pienso que no debí haber sido madre. No tengo la capacidad para ocuparme de él.
Las conductas parentales abarcan a casi todas las especies del mundo animal y los etólogos o especialistas en comportamiento animal sostienen que el buen cuidado materno es parte del bagaje instintivo para que la especie sobreviva. Como veremos más adelante, la teoría del apego en los seres humanos muestra que los cuidados necesarios, como la alimentación y el abrigo, no alcanzan para sobrevivir. Los niños pueden morir por falta de amor.
Los adultos también. La sensación de vacío de los no amados es similar al desamparo de esos niños. Un adulto puede funcionar perfectamente y proveerse de todo lo necesario, pero necesita del amor de los otros para poder desarrollarse sano.
Los padres incompetentes abarcan un amplio espectro, pero tienen una característica en común: no pueden hacerse cargo del cuidado de un hijo.
Mi madre era depresiva, muy depresiva. Yo era muy chica y veía remedios por toda la casa. Había días enteros en los que ella se quedaba recostada en la cama o durmiendo. Mi papá se había ido de casa y yo tenía que preparar la comida para mí y para mi hermanito. Recuerdo que me daba mucho miedo encender un fósforo, pero sabía que tenía que hacerlo para que mi hermano pudiera cenar. Cuando ella salía de esos estados lloraba y me abrazaba. Me pedía perdón, y a mí me daba tanta pena que le decía que no se preocupara. Lo cierto es que volver de la escuela y entrar a casa era una película de terror. No sabía con qué me iba a encontrar. Un día quise despertarla y no pude. Le grité, le pegaba para que se despierte, mientras mi hermano lloraba. Corrí a llamar a mi vecina. Vino la ambulancia y se la llevó porque había tomado pastillas. Mi vecina se quedó con nosotros. Desde entonces siento ese desamparo cada vez que un hombre no me llama o cuando desaparece por unas horas.
Los trastornos psiquiátricos impiden muchas veces que los padres puedan desarrollar su función. Una madre o un padre que sufre depresión provoca un derrumbe en la necesidad de amparo infantil. La sensación que tienen los hijos es de total incertidumbre y angustia.
Otro tanto ocurre con los padres adictos, ya sea a sustancias (el alcohol o las drogas) o a un comportamiento como el juego o las dependencias afectivas. Una persona adicta no está presente para nadie, ni siquiera para sí misma. Está enajenada, funciona sin control y su cabeza gira solo en torno a la obtención de su droga , ya sea el alcohol o una relación amorosa. No puede ocuparse de las necesidades emocionales de sus hijos, no sabe cómo hacerlo, está desbordada.
Mis padres están separados desde que soy muy chica. Mamá tuvo inmediatamente otra relación con un hombre casado. La pobre lo pasaba muy mal, lloraba, se angustiaba, lo llamaba mil veces por teléfono y cuando él tenía un ratito para verla se iluminaba. Se cambiaba, se ponía linda y me llevaba a la casa de algún primito. Al volver, todo dependía de cómo había pasado la noche con este hombre. A veces me maltrataba sin razón, estaba irritable, no tenía paciencia para jugar conmigo. Me hacía la comida y se encerraba en su habitación para hablar por teléfono. Yo lo odiaba. Quería matarlo. Imaginaba mil venganzas para él por el daño que le hacía a mi madre. Sentía que tenía que hacer algo por ella. Tal vez por esto, en mi vida adulta no quise casarme y salí con hombres casados. Tal vez por venganza, para poder abandonarlos; tal vez por reparación para ver si se separaban. De todos modos, siempre sufrí y no logré superar ese dolor.
Читать дальше