Sosegado ya el alboroto, determinó hacer otra entrada hacia el oriente, llevando en su compañía al padre Pedro Matías Goñi, y un buen número de soldados. Caminaron con mucho más trabajo por lo áspero del camino, y habiendo subido a la cumbre de un cerro (desde donde unos soldados le dijeron que habían divisado un hermoso valle) hallaron que no había por allí valle, sino una cañada muy áspera y peor que cuanta tierra habían visto hasta entonces. Con su vista, desengañados se volvieron, y solo consiguieron por fruto de esta entrada el haber encontrado en el camino dos indios de otra nación distinta. Eran estos los indios coras, que eran mansos, afables y pacíficos, a los cuales trataron los españoles con mucho amor, y los convidaron para que fuesen a la fortaleza y trajesen a los de su nación, porque los querían tener por amigos. Ellos lo hicieron así y se estrecharon tanto en la amistad de los españoles que venían con frecuencia a visitarlos, y sin recelo alguno solían quedarse a dormir en la fortificación entre los soldados.
Desampara el Almirante el puerto de La Paz y la causa que hubo para ello
No quedaron mal interesados los españoles con la amistad de los indios coras, porque estos como amigos les descubrieron la invasión repentina que preparaban los guaicuros, determinados ya ba venir armados sobre los españoles y acabar con ellos.
Dio ocasión a ella la fuga que hizo del real un mulato grumete, nombrado Zabala, el cual temeroso del castigo que su amo, el Almirante, le quería dar por cierto delito que había cometido, se huyó y desapareció de entre sus compañeros sin que lo pudiesen hallar. El juicio que se hizo por entonces fue que se había ido con una cuadrilla de los indios guaicuros, para vivir entre ellos. Y no faltó quien pusiese por testigos a los indios coras que venían al real, de que les habían oído decir como ya los guaicuros habían muerto al grumete fugitivo. Así corrió por entonces la noticia de este suceso. Pero no fue así en la realidad, porque muchos años después se descubrió la verdad del caso, y fue de esta manera: el mulato Zabala, temeroso del castigo que le amenazaba, quiso comprar su libertad con una buena perla que tenía. Ofreciola al capitán de un barco porque le diese una canoa, y él, codicioso, se la vendió sin darse cuenta al Almirante. En ella se huyó el delincuente, y atravesando el mar a todo riesgo, se puso a la otra banda.
Este suceso oyó de boca del mismo fugitivo el padre Juan de Ugarte muchos años después, cuando era rector de San Gregorio, en ocasión de que el padre se hallaba en la hacienda de Oculma, según refiere el padre Juan María en carta escrita al señor Miranda, oidor de Guadalajara, en diez de octubre del año de diez y seis [1716], donde pondera la maldad del capitán del barco, que vendió la canoa, por cuyo silencio pernicioso se rompió la guerra y se siguieron tantas muertes de inocentes, como ya veremos.
Cuando tuvo el Almirante la falsa noticia y mal fundada presunción de la muerte de su sirviente, mandó prender al capitán de aquella cuadrilla de guaicuros con la cual decían se había ido el mulato, para que quedase en rehenes hasta que pareciese el fugitivo. Esta prisión alteró mucho a los guaicuros, y así venían a menudo muchas cuadrillas de ellos a pedir libertad de su capitán, y juntamente a decir a los españoles que se fuesen de sus tierras. Pero como ni uno ni otro conseguían, mostrábanse insolentes y amenazaban a los españoles que los matarían a todos, porque aunque sus armas eran de mucha resistencia contra las flechas, pero ellos excedían mucho en número a los soldados y los oprimirían sin darles lugar a manejar sus armas contra ellos.
Éstas y otras amenazas y bravatas sufrían con paciencia y disimulo los soldados, porque el Almirante los contenía para que no diesen a los indios ocasión de irritarse más. Pero ellos por fin se resolvieron a poner por obra su intento, y para más aumentarse convidaron a los indios coras a que les ayudasen a dar la batalla y matar a los españoles. Era esto a principios del mes de julio, tres meses después de haber hecho asiento en aquella tierra. Y aunque los coras por temor disimularon con los guaicuros, dándoles a entender que les ayudarían, pero luego vinieron algunos al presidio, y llamando aparte al Almirante, a los padres, y a un soldado que entendía algo de la lengua, les dieron la noticia de la conjuración de los guaicuros, y como para el día siguiente querían venir de guerra. Con este aviso mandó el Almirante que todos estuviesen armados y prevenidos para resistir aquel asalto. Doblaronse las centinelas aquella noche y con la expectación de los enemigos fue tal el temor y la consternación de la gente del presidio, que a cada uno ya le parecía verse en manos de los indios y destrozado de ellos.
Aún mayor fue el temor que tuvo el Almirante, no de los indios, pues conocía la debilidad de sus armas y la pujanza de las armas españolas, sino del enemigo de un ejército que se aloja con ellos en sus reales y vence sus ánimas antes que llegue el contrario a rendir sus cuerpos. Por eso procuró alentarlos con sus razones y para más asegurarlos dispuso que sestasen el tiro de un pedrero, y otras bocas de fuego, hacia el camino por donde habían de venir los indios, y dio orden que disparasen antes que ellos se acercasen al real., para que así cayesen muertos o heridos los delanteros, por más atrevidos, y escarmentasen con su castigo los que venían detrás.
Al día siguiente se dejaron ver de lejos los indios guaicuros que venían saliendo del monte a la deshilada. Y habiendo salido ya hasta catorce o quince de los más principales, queriendo salir otros estos los detuvieron, y así se quedaron los demás escondidos en el monte. Por aquí presumieron los españoles que aquellos pocos venían solo a provocarlos para que habiéndolos sacado de sus trincheras, pudiesen luego salir de improviso los que estaban emboscados, y acometerlos por todas partes sin darles lugar a la defensa. Más no le sucedió como lo pensaban, porque antes que llegasen al real los que habían salido del monte, les dispararon el pedrero y quedaron muertos diez o doce en el tiro. Los restantes heridos huyeron al monte y con los que estaban emboscados se pusieron en fuga hasta llegar a sus rancherías.
Así se refiere este suceso en una relación manuscrita de aquel tiempo, en que parece tiraron a disminuir, y aún a cohonestar, el hecho atroz del Almirante. Pero de otras cartas y relaciones, y especialmente de un memorial del padre Juan María, que lo sabía mejor por relación del padre Eusebio Kino, consta que sucedió de otra manera. Conviene a saber que el Almirante, dejando acercar aquella tropa de indios, los convida a comer pozoli (con este nombre llaman en lengua mexicana al maíz cocido) y que ellos, aceptando como solían el convite se pusieron sentados a comerlo alrededor de dos peroles en que estaba el maíz. Más, cuando estaban ya comiéndolo, bien descuidados, dispararon el pedrero y mataron aquellos miserables indefensos. Esta traición que usó el Almirante fue un agravio tan sensible para los guaicuros, que por muchos años conservaron muy vivo el sentimiento, y en adelante no consentían buzos ni forasteros en sus orillas, antes al verlos venir se ponían en arma para no dejarlos llegar a tierra.
Fue también este un grande impedimento para que abrazasen la fe católica, aún después de introducida esta en otras naciones. Porque por espacio de vente y cuatro años se resistieron obstinados, hasta que por el año de mil setecientos y veinte se debió el triunfo de su reducción a la fe y al celo del venerable padre Juan de Ugarte, como diremos en su lugar. Ni fue menos nociva esta resolución al Almirante, don Isidro de Atondo, porque cuando él pensó que con la muerte y fuga de los indios, quedaría su gente más animada, sucedió muy al contrario, porque todos, persuadidos a que los indios habían de volver con mucha pujanza a vengar su agravio, levantaron el grito contra el Almirante, pidiéndole a voces y con alterados clamores, que los sacase de allí, aunques para echarlos en alguna de las islas circunvecinas.
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