Estando en esto, dos de los padres misioneros, llevando consigo algunas cosas comestibles con que regalar a los indios, se fueron para ellos, y habiéndolos encontrado les dieron a entender, del modo que pudieron, por señas, que no habían venido a hacerles mal alguno, sino antes a procurar el bien de sus almas y de sus cuerpos, y que los querían tener por amigos, por lo cual, para muestra de su amistad, les traían aquellos agasajos. Enmudecieron los indios a esta vista y estando suspensos, les pusieron los padres en las manos lo que llevaban. Ellos entonces, con algún desprecio, lo tiraron en tierra, y como los padres dieron luego la vuelta para el real, llegaron los indios a probar lo que habían despreciado, más al gustar de aquel bastimento para ellos incógnito, se fueron siguiendo a los padres y pidiéndoles más. Recibieronlos en el real con mucha benevolencia, dándoles de comer y beber, y regalándolos con cuentas de vidrios y otros donecillos para ellos apreciables, y con esto se volvieron alegres a sus rancherías.
Prosiguieron los soldados sus fábricas y levantaron una enramada capaz para que sirviera de iglesia en que celebrar los divinos oficios. Con esto gastaron dos días sin haber visto más indios, pero al día tercero aparecieron más de ochenta indios armados que venían hacia el real de los españoles. Pusieronse estos en orden, y prevenidos con sus armas aguardaron a que llegasen. Más viendo que los indios no hacían hostilidad alguna, y que el traer armas era solo resguardo, más sin ánimo de ofender mientras no eran provocados, comenzaron con muestras de benevolencia a convidarlos para que llegasen al real, y habiéndose acercado los recibieron con señales de paz y amistad y los regalaron con cosas de comer. Con esto se dieron por amigos los indios y dieron en frecuentar el real ya sin temor alguno.
Más para quitarles toda ocasión de asaltos repentinos y contenerles con el temor de su infantería armada, quiso el Almirante darles a conocer la fuerza de las armas que usaban los españoles. Para esto hizo suspender en alto un broquel o escudo de cuero de toro de los que usaban los soldados para reparo de las flechas. Mandó luego a los indios que probasen traspasar con sus saetas aquel escudo. Pusieronse a ello ocho indios de los más robustos y a todos sus tiros resistió impertransible el cuero. Llego luego por orden del Almirante un español con su mosquete, y haciendo añadir al escudo pendiente otros dos, disparó el mosquete y traspasó con las balas todos los tres cueros. Esto causó grande admiración en los indios y justamente sirvió de ponerles temor para no atreverse a ofender a los españoles.
Hace el Almirante algunas entradas y los indios se alborotan
Fortificado ya el Almirante en el puerto de La Paz, determinó ante todas cosas enviar la Capitana al Puerto de Yaqui en busca de bastimentos, porque los que habían sacado del puerto de Chacala se iban ya corrompiendo. Y habiendo esta salido del puerto de La Paz a los veinte y cinco de abril, no pudo llegar a la boca del río Yaqui hasta los ocho de mayo, por haberla obligado a detenerse en las islas de San José y del Carmen la fuerza de los vientos contrarios. Luego determinó don Isidro de Atondo hacer algunas entradas a la tierra para descubrir sus aguajes, pastos y rancherías de los indios. La primera que hicieron fue hacia la parte del sudueste, porque allí bajaban de ordinario los gentiles cuando venían al real, que eran los de la nación guaicura. Donde es de advertir que esta palabra, guaicuro, no es propia de aquella nación, sino que los isleños de la isla de San José dicen esa palabra de otra manera, guajoro, que quiere decir amigo, y oyéndola los buzos la corrompieron llamando guaicuros a los naturales de aquella costa.
El fin principal de aquella entrada era acariciar a los indios y familiarizarse con ellos hasta conseguir que trajesen sus hijos al presidio de los soldados, para que pudiesen los padres misioneros con su frecuente comunicación aprender la lengua. Porque, aunque es verdad que venían los indios al real, pero siempre se habían portado con desconfianza y cautela, sin querer traer consigo a sus hijuelos y mujeres. Salió pues el Almirante a esta expedición llevando consigo al padre Eusebio Kino y a un religioso de San Juan de Dios llamado fray José de Guijosa, que había llevado el Almirante en la armada. Acompañolo don Francisco Pereda y Arce, capitán de la Almiranta, con otros cabos principales, y veinte y cinco soldados, a quienes se añadieron algunos peones y sirvientes domésticos que iban destinados para abrir los caminos. Porque, aunque los indios tenían sus veredas para andar, pero como siempre andaban desnudos y sin embarazo alguno de ropa y de carga, eran impertransibles para los españoles sus veredas, y así era necesaria que fuesen por delante desmontando los peones.
Caminaron todos el primer día como siete leguas, aunque no eran tantas por línea recta, sino por los rodeos que anduvieron haciendo en una tierra incógnita. Al fin descubrieron una moderada llanada, y al un lado de ella las rancherías de los indios, los cuales, al divisar de lejos a los españoles, trataron luego de esconder a sus mujeres. Para hacerlo con más seguridad se adelantaron algunos de ellos a encontrar a los españoles para entretenerlos, según se persuadieron entonces por el hecho, porque habiéndose acercado a ellos, les dijeron por señas que no estaba allí el agua que buscaban, pero a poco rato de haberlos detenido vino un mensajero de las rancherías a decirles que pasasen a beber, que allí estaba el aguaje. Acercaronse allá los españoles y no hallaron a las mujeres, y solo encontraron como doscientos indios que se habían juntado, todos armados con arco y flecha.
Procuraron aquí los españoles tratarlos con mucho amor y benevolencia, pero sin perder un punto del orden y vigilancia militar que debían tener en tierra de enemigos. Ni estaban ellos menos vigilantes y cautelosos, pues no largaban sus armas de las manos. Y aun parece que hubieran intentado acometer a los españoles y acabar con ellos, sino temieran que hubiera otros en el presidio que pudieran venir en su ayuda. Esto se presumió por la cautela que usaron al ver a los españoles en sus ranchos: y fue que enviaron secretamente una escuadra de doce indios con su capitán, hasta el presidio de los españoles para reconocer si quedaba más gente de munición en la fortaleza. Esto ejecutaron en pocas horas por su ligereza y desembarazo en andar, y habiendo hallado que había buena defensa en el presidio, se volvieron a dar aviso a los compañeros, sin que ni a la ida ni a la vuelta los echase de menos el Almirante, ni su comitiva.
Quedaronse allí los soldados aquella noche, y al día siguiente, después de haber repartido entre los indios algunas dádivas de las cosas que habían llevado para ganarles la voluntad, determinaron volverse al presidio, porque la falta de aguajes los retirase de pasar adelante. Y aunque los indios guaicuros venían al real de los españoles y recibían lo que les daban, pero siempre vivían recelosos de ellos, y algunas veces venían a decir a los españoles que se fuesen de sus tierras y los dejasen en su libertad. Y para más obligarlos a ello, procuraban intimidarlos, diciéndoles por señas que los de su nación estaban en ánimo de juntarse y venir a matarlos si no se iban de allí. Más viendo que no hacían caso de sus amenazas los españoles, se resolvieron por fin a venir de guerra contra ellos.
Juntáronse pues los más robustos de ellos, y divididos en dos escuadras, vinieron el día seis de junio y acometieron las trincheras de los soldados, diciéndoles que se fuesen luego o los matarían. Dio orden el Almirante que resistiesen el ímpetu de la escuadra más avanzada con un pedrero. Y lo hubieran ejecutado con muerte de muchos, si al ir a dispararlo no advirtieron que estaba el Almirante fuera de las trincheras, por haber salido a resistir la segunda escuadra, lo cual consiguió tan felizmente que solo con darle unos gritos al capitán de ella, lo intimidó a él y a los suyos de modo que desistieron de su intento y se volvieron a sus ranchos.
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