Por designio de Dios, sólo Satanás será entonces encadenado (constreñido) y arrojado al Abismo por 1.000 años, tiempo durante el cual Cristo reinará en la Tierra en lo que se llamará “el Milenio”. Los Santos de la Tribulación serán entonces resurrectos y reinarán con Cristo durante ese período como sacerdotes y la muerte no tendrá ya potestad sobre ellos. Los demás muertos no volverán a la vida hasta cumplidos los 1.000 años y los grandes y pequeños serán entonces juzgados delante del Trono Blanco de Jesucristo, según las obras registradas en los libros. Y a los que su nombre no se encontró escrito en el Libro de la Vida fueron precipitados en el lago de fuego, junto con Satanás, el Hades y la Muerte. Esta es la Segunda Muerte.
Al final del Milenio, Satanás será liberado del Abismo por un breve tiempo y saldrá una vez más “a seducir a los pueblos que están en los cuatro ángulos de la Tierra para congregarlos a pelear, tan numerosos como la arena del mar. Avanzaron por la superficie de la Tierra y cercaron el campamento de los Santos y la ciudad amada. Pero bajó fuego del cielo y los devoró. El diablo que los había seducido fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde también están la Bestia y el Falso Profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap.20:7-10). Resulta casi incomprensible que tantos hombres que habrán de vivir durante el Milenio bajo la gloria y bendiciones del reinado de Cristo pudiesen ser, una vez más, seducidos por Satanás para rebelarse contra Él. Pero la Palabra dice que “engañoso es el corazón de los hombres más que todas Las cosas” (Jr.17:9). Podría tal vez compararse esta situación con la tentación de Adán, quién rodeado de bendiciones en el paraíso se dejó seducir por el diablo por la idea de ser como Dios, y pecó comiendo del Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal, que era lo único que se le había prohibido.
Las Escrituras cierran con la más gloriosa promesa de Dios: “Vi luego cielo nuevo y Tierra Nueva, porque el primer cielo y la primera Tierra pasaron, y el mar no existe ya. Y vi la ciudad santa, la Nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, preparada como esposa ataviada para su esposo. Oí una gran voz que procedía del trono, la cual decía: ¨Aquí está la morada de Dios con los hombres. Morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Enjugará toda lágrima de sus ojos y la muerte ya no existirá, ni existirán ya ni llanto ni lamentos ni trabajos, porque las cosas de antes ya han pasado¨. El que estaba sentado en el trono dijo: ¨Mirad, todo lo hago nuevo¨. Y añadió: ¨Escribe, porque estas son las palabras fidedignas y verdaderas¨. Luego prosiguió: Hecho está! Yo soy el Alfa y el Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, Yo le daré gratis de la fuente de la vida. El que venza heredará estas cosas. Y Yo seré su Dios y él será mi hijo”. (Ap.21:1-7). Pero Su advertencia es igualmente clara: Nada impuro entrará en ella, ni tampoco los que cometen abominación o falsedad, sino sólo los que están inscritos en el Libro de la Vida del Cordero.
capítulo 1
Supremacía de Jesucristo
“Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Nadie llega al Padre, sino por Mí”
(Jn.14:6)
¿Por qué escribir sobre Él?
Es tanto lo que se ha escrito sobre Jesucristo que uno pudiera preguntarse: otra que la Palabra de Dios misma, ¿porque considerar que sea válido y deseable escribir sobre el Hijo de Dios? ¿Para qué ofrecer, aún con la mejor intención, comentarios y pensamientos sobre su persona, su amor, su humildad, su misión en la Tierra y su sacrificio por nosotros, que nada merecíamos? ¿Qué nos hace pensar que estamos calificados para ello?
El autor considera que la humanidad está compuesta por individuos, cada uno un ser diferente con capacidades y cualidades distintas, quienes viven inmersos en entornos y tradiciones variadas, a quienes el acceso a la Verdad se filtra a través múltiples prejuicios e inhibiciones, y a quienes por la gracia de Dios, el título de este humilde libro los pueda atraer a leerlo. Sin arrogancia alguna, debe aclararse que ese título le fue sugerido al autor por el Señor: “Preparación para la Vida”. Meditando sobre ello, fue el propio Jesucristo quien preparó a sus discípulos durante tres años en el conocimiento de su misión y de su persona, antes de enviarlos a predicar su Palabra – la Gran Comisión que Él nos encomendó. Fue Él quien les impartió el Espíritu Santo antes de su partida, para colmarlos de sabiduría y valor para enfrentar las huestes de maldad, la ignorancia y la idolatría del mundo al que se enfrentarían. Y fue Cristo quien estuvo con ellos un tiempo más después de su resurrección, y los acompañó hasta su martirio por no negar su nombre. En verdad, un grupo de hombres sencillos que amaron entrañablemente al Señor y que cambiaron al mundo señalando el Camino, predicando la Verdad y mostrando la Vida eterna que estaban en Él.
En cuanto a las calificaciones del autor para escribir sobre el Señor, éstas nos alientan de la propia Palabra:
Cristo dijo: “Si fuera Yo el que da testimonio de Mi mismo, mi testimonio no sería válido. Es otro el que da testimonio de Mí” (Jn.5:31). El Autor anhela que este libro glorifique a Cristo y ofrezca un digno testimonio más de Él;
Confía en la guía del Espíritu Santo que dice: “todo espíritu que confiesa que Jesús es Cristo venido en carne, es de Dios” (1Jn.4:2);
Se respalda en la aseveración profética de Dios: “Así es la palabra que sale de Mi boca, no volverá a Mí vacía, sino que hace lo que Yo deseo y consigue aquello para lo que la envío” (Is.55:11).
El autor depende de la sabiduría del Espíritu Santo, basado en la promesa de Jesucristo: “Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero os sobrepasan ahora. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la Verdad plena…” (Jn.16:12-13).
Y también se fundamenta en la exhortación: “Pues es Dios quien, según su beneplácito, activa en vosotros tanto el querer como el obrar” (Flp.2:13).
El autor está muy claro en guiar sus comentarios y admoniciones exclusivamente basado en la Palabra de Dios, porque “el conocimiento infla, mientras que el amor construye. Si alguno piensa que conoce algo, todavía no conoce como es debido” (1Cor.8:2).
Por último, todos los cristianos hemos sido llamados a anunciar la Buena Nueva de la Salvación en Cristo, a “que instes en tiempo y a destiempo” (2Tim.4:2). Unos mediante la predicación; otros por su testimonio de vida, que nos convierten en epístolas vivientes vistos y leídos de todos. Y aún otros por sus escritos, que si son guiados por el Espíritu representan solo una versión más formal de la predicación. Y que todo sea para la gloria de Dios.
“Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que ninguno de los que creen en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn.3:16).
Y esta ofrenda del Padre fue hecha cuando todos éramos pecadores, porque todos nos habíamos desviado, nos habíamos pervertido, sin que hubiese uno que hiciese el bien, ni siquiera uno (Rom.3:12).
El sacrificio de Jesucristo, cuyo nombre significa: “Jesús”: la salvación de Dios; y “Cristo”: el Mesías, el Ungido, Emmanuel (Dios entre nosotros), el Hijo de Dios, fue inevitable, porque nuestra rebeldía (el rechazo de su Nombre), acorde a la magnificencia del ofendido, fue también de naturaleza infinita y no existía nadie más que pudiese condonarla. Asimismo, la justicia de Dios, siendo perfecta, exigía una reparación perfecta, otra que Cristo, inexistente en el mundo. Por ello, Cristo aceptó el sacrificio solicitado por el Padre, maravillosamente resumido en la Palabra: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cuál, siendo de condición divina, no se encastilló en ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose en el porte exterior como hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la Tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para la gloria de Dios Padre” (Flp.2:5-11).
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