Tres son los agentes de socialización que siempre han formado a los hombres: los grupos de iguales o de pares, los medios de comunicación (para los Siglos de Oro podríamos hablar de los púlpitos y sus homilías o sermones; de los libros y bibliotecas) y finalmente la familia.
Con el análisis de los maestros y en su caso de las escuelas del príncipe más las escuelas de aristócratas en Palacio estaba respondida la pregunta, ¿cuál era la incidencia del grupo de pares en la formación del príncipe? Con el análisis de las bibliotecas de esos maestros, de los príncipes y de los reyes, amén de lo que se les iba enseñando a rezar quedaba respondida la segunda pregunta.
Para responder a la tercera pregunta, ¿qué papel desempeñaron los padres y las madres en la formación de sus descendientes? Desde luego que la Casa de Austria tuvo por norma el que los padres reyes dejaran unos fabulosos escritos sobre la educación de los niños príncipes. Lo hizo Carlos V, lo hizo Felipe IV de varias maneras. Además, no sólo eran los escritos de su puño y letra dedicados a sus hijos, sino que oficialmente, se redactaban instrucciones sobre el qué, el cómo, el cuándo educar.
En ocasiones, los propios validos se ocuparon de ello: educar a un príncipe de Asturias no era un juego, sino que la estabilidad del reino se debía, en buena manera, a la exquisita formación humanística y política del rey, heredero de una tradición y transmisor de lo mejor de ella. A los que ellos llamaban «políticos», les interesaba sobre todo asentar sus linajes, el de los Cobos, el de los Sandoval, o el de los Guzmán, por poner algunos ejemplos.
Pero lo más fascinante de ese proceso de educación está en el papel que desempeñaron las madres, siendo tan interesante el de los padres. Ellas, asumieron unas funciones de primera magnitud.
Para empezar, la reina propietaria de Castilla, Isabel I cuidó personalmente de la educación de su hijo Juan y de todas sus hijas, que infantas de Castilla, fueron —en su caso— princesas de Asturias y reinas consortes en Portugal o Inglaterra; archiduquesas de Austria y reina propietaria también en Castilla. Con toda seguridad, algunas princesas, infantas, o aristócratas recibieron educación similar en la Cristiandad, pero lo que hace especialmente significativo este dato es que las hijas de Isabel y Fernando fueron alabadas por Erasmo, por Juan Luis Vives…
Pero, además, la Reina Católica tuvo la feliz idea de montar una escuela de Palacio regida por leales humanistas, que habían abandonado la inestable Italia y se habían venido con libros y bagajes a la potente Castilla, a la estable España. Así, grandes apellidos como el del milanés Angleria, o el siciliano Sículo, regentaron aquella escuela. Escuela cuyos logros fueron admirados por un viajero alemán, Münzer. La Europa cristiana admiraba lo que se enseñaba a los hijos de los aristócratas en Palacio. Y aquella escuela se mantuvo, con las dificultades que se quiera, a lo largo de todos los reinados de la Casa de Austria. Y como junto a esos aristócratas se formaban los príncipes de Asturias, las reinas elegían no sólo a los maestros, sino a los niños que iban a esa escuela.
Las reinas no eran unas pías rezadoras. El caso de la emperatriz Isabel, afanosa defensora de sus reinos de España (en su cabeza incluía, a su manera, Portugal) mantuvo una excelente correspondencia con Carlos V, que la oía y admiraba. De tal forma y manera que cuando ella murió de sobreparto, él cayó en una profunda depresión, de la que le costó salir, si es que lo logró hacer. Y tal fue su desesperación al encontrarse viudo, y con la religión resquebrajándose a sus pies, que decidió abdicar. Pero no lo pudo hacer, por sentido de la responsabilidad, pues su madre, la reina Juana —que estaba enajenada— era la reina propietaria y abuela del que, en todo caso, sería el rey: Felipe II. Así que hubo que esperar a que su madre muriera para dejar los tronos, imperial y de los de España, e irse de retiro a Yuste. ¿No encontró un sitio más escondido y lejano? No obstante, Carlos V le dio a su hijo por escrito, unas Instrucciones sobre cómo regirse en la vida.
Y aquel príncipe Felipe que se quedó sin madre a los doce años de edad, en pleno proceso de formación, también se sumió en una noche de tinieblas, de la que le costó salir lo suyo, pues niño huérfano era y su padre tenía que asistir a las cuestiones del Imperio. Los informes de su maestro Silíceo al César, de cómo el pupilo no estudia —o que va aprendiendo a su ritmo, en lenguaje cortesano— y prefiere evadirse en el campo, y con la caza, son un termómetro perfecto para tomar la temperatura de su hundimiento psicológico.
Andando el tiempo, a Felipe II le tocó una y otra vez, hacerse cargo personalmente de la educación de sus hijos, del príncipe don Carlos, a quien intentó hacerle un joven abierto, llevándolo a la Universidad de Alcalá, con los tristes resultados que tuvo. Por ello, a Felipe [III] se le educó aisladamente, en privado, en el Alcázar o en El Escorial, y a veces estando presente el padre en las clases que se le daban, en su despacho, mientras respondía por escrito a los asuntos de Estado. Felipe III fue un hombre muy retraído. Se conservan sus cuadernos de trabajo de cuando tenía diez años. También se conservan las increíbles cartas de Felipe II a sus hijas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela: otra muestra más de las relaciones, de todo tipo, entre un padre rey y sus hijas.
Margarita de Austria, la esposa de Felipe III, poco pudo hacer por la educación de Felipe IV, pues murió cuando él era un niño de apenas seis años de edad. Bastante había tenido que luchar durante su reinado para recomponer la facción proaustriaca de la Corte, contra la profrancesa de Lerma, y no parar de dar a luz.
Felipe IV sintió y sufrió esa carencia durante toda su vida. Esa carencia y la muerte de su padre cuando tenía dieciséis años. Así que decidió hacerse cargo personalmente de la educación del príncipe Baltasar Carlos y tras su catastrófica muerte, del siguiente príncipe de Asturias, ya el futuro Carlos II.
Una mujer aparece de nuevo en primera línea compartiendo espacio con la reina madre Isabel de Borbón. Sor María de Ágreda, desde el respeto y el saber bien qué lugar ocupa en el cosmos del poder real, le habla al rey, cuando se siente autorizada para ello, sobre cómo guiar a la esperanza de España, a Baltasar Carlos.
Y es de tal porte la presencia del joven Baltasar Carlos en la vida de sor María, que pausadamente le cuenta al rey cómo se le ha aparecido el alma del adolescente tras la muerte rogándole que vele por su padre. El espíritu del hijo indica a la monja qué le debe decir al rey más poderoso del orbe, a Felipe el Grande, cómo se ha de conducir en materias de gobierno: por la boca de la mujer, el aparecido es el que da instrucciones de buen gobierno. ¡El mundo al revés; todo es ficción; es el Barroco!
Sobre la educación de Carlos II, ¿qué decir? Acaso tan solo, ¡tan solo!, que de nuevo la madre reina y regente, Mariana de Austria, se ocupó personalmente de cumplir con los mandatos testamentarios de su esposo el rey, y los aplicó a su manera, eligiendo —oyendo, por supuesto, a los consejeros de su confianza—, pero ella eligió para el plan de estudios del niño, a los mejores humanistas-letrados y a un gran matemático. Otra cosa es que el pobre heredero tuviera la fortuna que tuvo.
Muchos fueron los autores que escribieron lo que he llamado «libros de oportunidad»: aprovechando unas bodas reales, o un parto, que los escribían para posicionarse entre los candidatos a maestros. Otras veces, los maestros, se veían en la obligación de escribir sus libros —a modo de informes— para que se viera que cumplían con su cometido.
La clausura del Concilio de Trento (1563 y ley regia en España desde 1564) y la aparición de los jesuitas, supusieron una novedad en la tradición didáctica del mundo cristiano-católico.
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