Miguel Jiménez Monteserín - La inquisición española

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Hace cuarenta años, en una época de enormes incertidumbres y esperanzas, la Inquisición española dejaba de ser un tema ideológico controvertido para animar la fecunda tarea investigadora de un gran número de historiadores jóvenes. En los archivos les aguardaban, casi del todo inéditos, innumerables papeles generados por el Santo Oficio y no eran muchas las guías que ayudaban a moverse entre ellos. En aquel momento, resultaba por ello útil dar a conocer, reunidos, los documentos básicos del quehacer inquisitorial a lo largo del tiempo con el fin de que se convirtieran en un instrumento de trabajo al que acudir en la investigación, así como en un material documental desde el que acercarse de primera mano y sin interpretaciones anacrónicas a una institución tan polémica. Aunque es muchísimo lo que han avanzado los estudios acerca del Santo Oficio, el objetivo de esta nueva edición sigue siendo ayudar a comprender la institución. Además de mejorar las transcripciones documentales incluidas en aquella, y añadir y traducir, cuando ha sido necesario, algunos textos nuevos, se aclaran palabras o conceptos, identificando las referencias implícitas o explícitas, de carácter teológico o jurídico.

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No ha tenido mucha fortuna crítica este libro. Publicado en una editorial ligada aún al aparato institucional del Estado franquista, ya en sus estertores, tan sólo la prensa y radio todavía oficiales hicieron alguna reseña de él. Cierto es también que el profesor José María Díez Borque le dedicó una inesperada recensión encomiástica en el diario El País (13.XII.1981) mientras las revistas especializadas lo ignoraron. Con todo, evocando la ignaciana santa indiferencia a que hice alusión entonces, me cabe la satisfacción de pensar que, aun sin elogios ni críticas, mi trabajo de principiante haya podido sido útil, como me consta a partir de las citas de que ha sido objeto en muy numerosos trabajos de investigación, y confío en que, con las mejoras introducidas, lo siga siendo, después de superarse el remanso en que el tema inquisitorial se halla al presente.

La fuente principal de donde proceden la mayoría de los documentos transcritos ha seguido siendo el citado Archivo Diocesano de Cuenca y a sus responsables de ayer y a los actuales doy aquí las gracias por la ayuda prestada. Si bien el esquema inicial del libro se ha mantenido, me ha parecido útil incorporarle como aportación nueva sendas series de regestos documentales, realizados, a partir sobre todo de cartas acordadas dirigidas desde la Suprema al tribunal inquisitorial de Cuenca, por los propios oficiales de este. La intención es que puedan servir de guía, en la medida que la legislación inquisitorial permanece aún casi del todo inédita. Las introducciones a cada sección se han mantenido en lo sustancial.

La redacción, la relectura y la revisión de este libro llevan cada una la impronta de un momento de mi vida: el de la ilusión esperanzada ante un futuro inédito, la tribulación de un momento doloroso y la serenidad de quien, soslayada ya la ambición, mira atrás y no halla de qué envanecerse, bastante sí de qué arrepentirse y mucho que agradecer a la amistad y al amor. Quede este en la gozosa intimidad cotidiana, mientras rindo tributo a la antigua y fraterna amistad del profesor Rafael Carrasco que ha querido introducir ahora estas páginas remozadas.

Valdemoro de la Sierra, mayo de 2020

PREÁMBULO A LA PRIMERA EDICIÓN

El primero de noviembre de este año de 1978 se conmemora el quinto centenario del establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición sobre los reinos que componían entonces el entramado político de la Monarquía Española recién unificada. Se trataba de una nueva versión del viejo Tribunal de la Fe, hasta entonces en manos sólo del papa, por medio de sus delegados los inquisidores extraordinarios, en colaboración formal con los obispos, el cual había venido disuadiendo a partir del siglo XII a los habitantes de la Europa occidental de cualquier intento de adoptar posiciones teóricas o actitudes éticas que divergieran de la ortodoxia lenta y trabajosamente fijada hasta entonces a golpe de herejía y condena.

La Cristiandad fue forjándose en sus primeros siglos al amparo del poder imperial, y hasta quizá podría decirse, sobre todo, merced al apoyo que este prestó a la ortodoxia al definir al hereje con una categoría penal. Es el tiempo en que la doctrina, elaborada con elecciones precisas a partir del testimonio de Pablo y los evangelistas, hubo de afrontar el expresarse en los términos filosóficos vigentes mostrando una presencia nueva de lo divino en el mundo a través de una encarnación difícilmente comprensible a partir de aquellos, dando paso al debate cristológico. Quebrada la unidad política, siguieron luego los obispos, depositarios reales en cada ciudad de un poder en ruptura abrupta, ofreciendo la defensa de la ortodoxia a los nuevos reinos bárbaros, en trámite de conversión al cristianismo católico sus élites, como un imprescindible elemento de cohesión social. Los siglos altomedievales conocieron asimismo manifestaciones heréticas, aunque de escasa trascendencia popular casi siempre. Se trataba más bien de desviaciones dogmáticas que atañían casi en exclusiva a los técnicos del tema en disputas académicas, por más que, más allá de los principios teológicos fundamentales afirmados en los primeros concilios ecuménicos, el elenco de verdades componentes del dogma católico distase aún enormemente de la precisa fijación en sus más mínimos detalles de que fue objeto siglos después.

A partir del siglo XIII las herejías bajomedievales fueron distintas. Apuntaban en ellas inquietudes no exclusivamente religiosas, aunque fueran expresadas en términos de creencia o de moral. El mundo se desacralizaba y hasta lo religioso se mundanizaba en unos términos que obligaron a los poderes tradicionales a arbitrar drásticas soluciones, que procurasen hacer volver las aguas a los cauces de que se habían salido. Sin embargo, un mundo desaparecía para dejar sitio a otro, no del todo distinto, aunque sí virtualmente próspero en esperanzas de futuro cambio.

Tan pronto se había atisbado el renacer de un sentimiento individual, profundamente afincado sobre un mínimo de libertad de pensamiento, negada de antiguo, surgía una institución encargada de velar por que la integridad de la le o la moral tradicionales no sufriesen menoscabo. Lógico ha de resultar por tanto que allí donde la expresión religiosa era la piedra angular del orden político e institucional se afianzasen durante la Edad Moderna los mecanismos de control del pensamiento, con idéntico marchamo religioso al que adornaba la mayor parte de las manifestaciones del poder.

La Cristiandad, vieja expresión de Europa, quedó escindida en dos bloques aparentemente irreconciliables a partir de los comienzos del siglo XVI y todo ello precisamente en nombre de la libertad de pensamiento soñada por un grupo de intelectuales optimistas en quienes habían fraguado aquellas viejas intuiciones sentidas por los perseguidos de siglos anteriores. La prometedora tolerancia, que había de servir de garantía al mantenimiento de un remozado Imperio Cristiano, quedó rápidamente frustrada. El signo ideológico de los distintos estados que se consolidaron a raíz de su emancipación de fórmulas políticas, no por bellas o prometedoras menos anacrónicas, continuó siendo cristiano, dentro de las divergencias internas surgidas.

En nombre del cristianismo se fortaleció y afirmó la intolerancia, incluso entre aquellos que, sometidos a la gracia sola, mediante la sola fe, buscaban sólo en la Escritura, diciéndose defensores del libre examen o, en otros términos, de la libertad de conciencia ante Dios. Todavía deberían pasar muchos años antes de que el fundamento último del poder pudiera ser puesto en el aquende de este mundo, renunciando con ello a sostener la especulación sobre un allende trascendente, por no justificable empíricamente, sometido a todo tipo de controversias y discrepancias. Ganó terreno entonces la tolerancia en materia religiosa, aun cuando subsistieran algunos resabios atávicos de oposición a ella, en aquellos países que consiguieron formular la justificación del poder político en términos de exclusiva referencia a la naturaleza o a la condición humana, pero se mantuvieron, convenientemente remozados, aquellos mecanismos de defensa del poder constituido en el terreno de las ideas o las opiniones que siguieron precisándose para luchar contra la discrepancia.

Incomprensible puede parecer la expresión religiosa aplicada al funcionamiento de unos mecanismos de poder que hoy se mueven a impulsos de ideas o supuestos desacralizados del todo. Sin embargo, sus móviles últimos o su realidad profunda resultan prácticamente los mismos habiendo variado tan solo su cobertura justificativa.

Se ha dicho que el Estado goza en sí del monopolio de la violencia, como si el sistema de poder que garantiza el funcionamiento de las instituciones políticas la administrase parcamente en servicio o deservicio de la mayoría de los ciudadanos que lo integran. Nada tiene de extraño por eso, que los mismos instrumentos de control ideológico, de canalización o modificación de actitudes o afectos, o de represión de mentalidades o expectativas, hayan venido siendo utilizados por los gobernantes en cada momento de la historia política, aun cuando formalmente pensemos que son distintos. Únicamente han variado el lenguaje expresivo, el ropaje de ideas, el contexto axiológico; sin embargo, la voluntad de defensa y permanencia del orden político, social y económico establecidos es lo que ha venido subsistiendo, con distintas alternativas en cuanto a la difusión u ocultamiento de las instituciones u organismos encargados de cumplir tales funciones.

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