En otra vertiente de reflexión, algunos teóricos han apuntado también factores de neto carácter psicológico para negar prioridad en la actividad científica a la búsqueda de la verdad. El científico sigue la tendencia de todo ser humano a identificarse con normas y verdades aceptadas, como forma de huir del aislamiento y de la extrañeza. Ir contra corriente supone una marginación no deseada, por lo que es preferible comulgar con pautas establecidas antes que realizar aportaciones originales, aunque sean más realistas, que puedan despertar reticencias. La impresión de ser los únicos en percibir un fenómeno promueve la sensación de irrealidad e, incluso, tal vez, el autorreproche y el rechazo de lo percibido. La necesidad de identificación y la huida del confinamiento intelectual pueden conducir al especialista a una mera aceptación de las teorías en boga y, así, sin advertirlo, a un autoengaño y a un alejamiento de la personal realidad. J. Ziman, un autor alejado del relativismo del «programa fuerte», veía en esta neta actitud psicológica una fuente de falacias y creencias erróneas de las que sólo se puede salir mediante acontecimientos persuasivos muy fuertes. El entrenamiento formal y unos impulsos humanos naturales conducirían, incluso, a renunciar a las convicciones propias. 8
Al subrayar la tendencia a descubrir defectos sólo en el trabajo ajeno y no en el propio, Steve Woolgar (1991) venía a resaltar una estrategia de dirección aparentemente contraria, pero compatible con esas renuncias apuntadas por Ziman en casos de manifiesta «soledad». Woolgar critica ampliamente la idea, que identifica como esencialista, de que los objetos existen al margen de la percepción que se tenga de ellos. De este modo, descubre la aparición en los diversos capítulos de las ciencias naturales y sociales de los «desastres metodológicos», es decir, de problemas de adecuación entre los objetos vislumbrados como independientes y las representaciones que se hacen de los mismos. En estas tesituras, los investigadores adoptan estrategias distintas: consideran que no todas las conexiones entre objeto-representación resultan igual de nítidas y fiables, conciben tales desajustes como dificultades técnicas susceptibles de superación, minimizan su verdadera trascendencia social o atribuyen tales dificultades al trabajo ajeno y no al propio. Este último aspecto, que incluiría el tratamiento dado por los sociólogos relativistas a los científicos que analizan, se manifestaba de forma sutil en el discurso argumentativo al restar falibilidad al trabajo personal y maximizar la de los demás (Woolgar, 1991: 53): «Generalmente, todo autor (investigador) procede como si actuara a un nivel de representación más seguro que el de los sujetos (objetos) que estudia».
2. En la construcción del conocimiento científico actúan necesariamente teorías y percepciones previas
En su observación de la realidad, natural o social, los científicos se ven influidos por concepciones teóricas preexistentes, sean más simples o más complejas. Planteada de forma tan escueta, esta idea ha sido suscrita no sólo por autores relativistas, sino también por muchos otros, incluyendo a algunos bastante contrarios a los postulados de tal signo. La dotación de unos presupuestos teóricos pesa entre los analistas como una condición indiscutible del desarrollo científico. No puede ser de otro modo, dado que es necesario concretar objetivos, identificar problemas y seleccionar determinados datos, construirlos e interpretarlos, y para ello se requiere la adquisición anterior de un bagaje instrumental y cognitivo. Pero, de forma general, además, se conciben tales elementos como instrumentos que permiten aproximarse más a fondo a la verdad y alejarse de las convenciones y trampas del sentido común. En cambio, para los autores relativistas, pese a la posible sofisticación alcanzada, también el científico se guía fundamentalmente por el sentido común y por el establecimiento de convenciones.
Con carácter general, en el análisis de las «representaciones sociales», a partir de la sociología del conocimiento germinada con M. Scheler y K. Mannheim, varios especialistas han valorado el poder que en el acto de percibir tienen las preconcepciones, es decir, las estructuras previas de pensamiento que se desarrollan en un determinado contexto cultural. 9En el fondo, las ciencias vendrían a vertebrar verdaderas formas de «representación social», que implican transformaciones de la información exterior según determinadas pautas. Mediante estrategias socializadoras que comienzan en la escuela y culminan en el ámbito universitario, se difunden de forma uniforme esquemas de observación y de reflexión que se definen como objetivos frente a las alternativas descartadas, estimadas subjetivas. Observar significa estructurar la realidad de acuerdo con modelos previos que condicionan todo el proceso, indicando los aspectos que se deben seleccionar y los que se deben rechazar, los caminos que se deben seguir y hasta los rasgos que se deben finalmente percibir.
De este modo, podría decirse que un aspecto es la realidad objetiva, externa, pero que resulta inaprensible en sí, y otro es la realidad final percibida, que sólo cobra sentido a la luz del desarrollo anterior de cada especialidad científica, de cada línea y del soporte que constituye el contexto social. Si la primera, la realidad externa, es un elemento inequívoco en la conformación del conocimiento, es la segunda, que resulta de la aplicación inevitable de filtros, la que constituye su verdadera esencia. De esta forma, resulta rechazada en su versión más literal la concepción del desarrollo científico como producto de procesos inductivos, que hace derivar las teorías y leyes de la observación de experiencias particulares. Pero también lo son los enfoques deductivistas que, al estilo de la visión de Popper, prevén la posibilidad de contrastar un modelo previo con la realidad externa de forma independiente. Desde criterios relativistas, una teoría no puede ser falsada a partir de la evidencia en sí, en abstracto, sino que en tal cuestionamiento se necesitan decisiones voluntarias donde también pesan las convenciones y las negociaciones.
Los testimonios y los matices en esta visión son numerosos entre especialistas de distintos campos. Un autor poco relativista, W. L. Wallace (1976: 18), consideraba el método científico como «convenciones culturales relativamente estrictas» que permiten realizar una producción, una transformación y una crítica colectivas, lo que exige la anulación de toda perspectiva individual. Para Feyerabend (1989: 46-47), toda impresión sensorial contiene, por simple que resulte, componentes subjetivos del sujeto perceptor, sin correlato objetivo, y los científicos, arrastrados por sus criterios personales subyacentes, mantienen inevitables diferencias que sólo se superan mediante artificiales concordias. Aunque se movía en el terreno genérico del pensamiento, otro filósofo, R. Hausheer (1992: 19), veía cómo los miembros de cualquier escuela, para indagar en una verdad juzgada «universal», partían de un modelo teórico previo invulnerable y rechazaban como «no real», confuso o mera «tontería» cuanto se apartaba de él. Para Chalmers (1992), no es posible captar de forma absoluta el mundo, porque en toda percepción, científica o no, pesa, con las imágenes de nuestras retinas, el estado interno de nuestras mentes, condicionado por nuestra educación cultural, por nuestro conocimiento y por nuestras expectativas. 10Para G. Fourez (1994), el hecho de que los criterios interpretativos derivan de ideas previas y no de la experiencia literal se manifiesta en que, dado un número finito de proposiciones empíricas, cabe un número infinito de teorías que las puedan explicar. Entre los historiadores que, como veremos, se expresan en este sentido, P. Burke (1993b: 18) lo hacía de forma muy similar a estos autores al afirmar que resulta imposible eludir los prejuicios y que la percepción del mundo se desarrolla a través de una red –distinta, según culturas– de convenciones, esquemas y estereotipos.
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