José María Gómez Herráez - El pasado cambiante

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El pasado cambiante. Historiografía y capitalismo. Siglos xix-xx supone tanto un análisis de los diversos enfoques propuestos sobre el origen y desarrollo del capitalismo como una reflexión sobre la dinámica interna, en su contexto social, del trabajo de los historiadores. En los dos primeros capítulos, se establece un diálogo con sociólogos de la ciencia, historiadores y especialistas de otros dominios que tratan de introducirse en la lógica de las ciencias y de la historia en sus formas de enfrentarse con la realidad externa, sobre todo bajo las coordenadas que marcan la sociedad y la comunidad científica.En la observación de la historiografía económica, se contemplan paradigmas distintos -liberal, marxista, escuela histórica alemana, Annales, institucionalistas, cuantitativistas, cliometría, etc.– y se detiene la atención en algunos autores más conocidos y los debates de mayor resonancia. José María Gómez ha desarrollado su labor investigadora vinculado a las Universidades de Valencia y Castellón. Su trayectoria se ha centrado en el siglo XX, sobre todo en la primera etapa del periodo franquista, tratando de combinar esquemas de historia general y local. Su interés principal ha girado sobre la actuación de las Hermandades Sindicales de Labradores y Ganaderos, en el marco del sindicalismo vertical, y sus conexiones con los distintos capítulos de la política agraria. Pero también ha abarcado otras cuestiones diversas (ideología, instituciones, aspectos económicos y sociales, reflexiones económico-sociales de los exiliados, etc.). Ha participado, asimismo, en algunos trabajos colectivos sobre determinadas instituciones en la época contemporánea.

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La comunidad científica no es un cuerpo monolítico, dada la concurrencia de paradigmas, subparadigmas e intereses diversos. C. Torres Albero (1994: 92-97), al definir una comunidad en función de relaciones personales y emocionales, considera que tal concepto no es apropiado para el conjunto de investigadores que concurren en una disciplina. Entre éstos puede hablarse mejor, a su juicio, de una asociación o sociedad, puesto que sus relaciones responden a fines utilitarios y aparecen impregnadas de un neto carácter racional. Más próximos al concepto de comunidad estarían, en todo caso, los grupos y subgrupos de colaboradores, escuelas o colegios invisibles ligados a áreas determinadas de problemas dentro de cada especialidad.

Si al hablar de la comunidad científica como ámbito de proliferación de unas determinadas reglas tratamos de descubrir qué individuos concretos influ-yen en ese proceso, en su creación y consolidación, hallamos que no es, básicamente, el total de investigadores que integran un área. Aunque algunos problemas son objeto de un debate amplio que incluye al conjunto de especialistas e incluso a no especialistas, lo común es que sean los expertos más acreditados quienes negocien los criterios fundamentales. Esta afirmación lleva a subrayar la importancia de un elemento que varios estudiosos de la ciencia han destacado como verdadera pieza motora en la conformación y difusión de los paradigmas y del conocimiento: se trata del llamado «colegio invisible» que D. J. Price identificara a partir de la observación del caso inglés en el siglo XVII. En el estudio preliminar que realiza a la publicación en castellano de la obra de 1963 de Price, J. M. López Piñero (1973: 16) define estos colegios como «grupos dirigentes que fijan la temática, los métodos y la terminología en cada momento, que publican en revistas, series y editoriales más prestigiosas y organizan las reuniones y congresos nucleares». Price (1973) destacaba en este libro la gran distancia interna entre los autores de prestigio, directores de trabajos en equipo e impulsores de las pautas de investigación, y el mayor número de especialistas que actúan como colaboradores y encuentran más problemas para publicar de forma autónoma. El poder de los miembros de los colegios invisibles, explicable para este autor dentro de un contexto social donde se valoran especialmente las aportaciones en capítulos como el sanitario y el militar, resulta decisivo para las posibilidades de desarrollo de los trabajos.

De manera inmediata, el colegio invisible nos puede parecer un cuerpo homogéneo e inexpugnable, formado por profesionales que, por su forma de afrontar la verdad, adquieren un ascendente natural dentro de toda la comunidad científica. Pero, bajo los grados de consenso y de consideración logrados, pueden yacer también las fracturas que brinda la comunión con diferentes paradigmas e ideologías, si bien algunas líneas –sobre todo en la medida que se perfila un «pensamiento único», que es en realidad un «pensamiento dominante»– pueden perder representación y quedar marginadas en el seno del grupo general. Por otra parte, la pertenencia de un individuo a esta entidad protagónica no viene dada por unas cualidades especiales en la aproximación a la verdad ni por la mera intensidad del trabajo realizado, sino que, al requerir el reconocimiento oportuno, encierra tras sí los procesos necesarios de ascenso profesional, captación de recursos, negociación y desarrollo de capacidad retórica. Además, el colegio invisible no constituye un coto perfectamente delimitado, puesto que determinados especialistas, aun reuniendo algunos de esos requisitos, no forman parte plena de él y pululan por una especie de periferia de límites fluctuantes.

Un autor que observa y critica con detenimiento las implicaciones del profesionalismo en la ciencia, con esa dicotomía entre el colegio invisible y el resto de los investigadores, es Homa Katouzian (1982: 145-167). En la explicación de este economista es éste, el colegio invisible, quien verdaderamente posee la batuta del control y la coacción en un mundo de licenciados universitarios que, normalmente de forma accidental, han terminado dedicándose a la actividad científica como vía de avance material y reconocimiento social. Es este agente quien determina qué información debe incorporarse a una disciplina, oponiendo fuertes resistencias ante los planteamientos que cuestionan los férreamente aceptados o tolerándolos sin introducir verdaderamente cambios en las visiones centrales. Sobre todo, son las ideas de los autores ya establecidos las que pueden prosperar en estos limitados términos, las que encuentran mayores facilidades de publicación. 14Pese su autonomía, también los miembros de estos cuerpos aparecen condicionados, según Katouzian, por las reglas que fija la moderna sociedad industrial, no para criticarla, dirigirla o reconstruirla, sino para actuar a su servicio, como «técnicos de mantenimiento». Sólo en caso de desastres totales se solicitarán sus diagnósticos y prescripciones. En realidad, lo que se exige al científico es centrarse en parcelas muy especializadas y en la resolución de enigmas puntuales en detrimento de los problemas principales que afectan a la sociedad. A fin de cuentas, los trabajos apenas son leídos y su función capital, cada vez más probablemente única, es contribuir a hacer avanzar la carrera académica de su autor y no la de ofrecer soluciones. La agenda de investigación viene señalada en cada etapa por los cambios de modas que el colegio invisible marca en función de su propio capricho, poniendo en alerta al conjunto de profesionales para encontrar algo sensacional entre lo sugerido. Pero ello no significa que se prime la innovación. La mayor o menor aceptación de las ideas expresadas en un trabajo no está en función de una supuesta relevancia intrínseca o de su nivel de originalidad, sino de criterios que obligan al investigador a no traspasar determinados diques, moderar su sentido crítico y mostrar a la vez cierto ingenio (Katouzian, 1982: 153):

Se invierte el significado que adquiere la originalidad en la investigación intelectual. Una tontería inofensiva puede pasar en el caso de que no se haya dicho antes. Un esfuerzo humilde por revivir y enriquecer viejas pero importantes ideas puede ser despachada como algo anticuado. Un trabajo que no muestre ingenio puede ser rechazado como palabrería. Cualquier idea que sea críticamente innovadora y atrevida puede (en el mejor de los casos) ser desdeñada por ser «demasiado original».

Para este economista, no seguir la serie de pautas fijadas en el seno de la comunidad científica enfrenta a los atrevidos a otras dos únicas opciones: abandonar la profesión o arrostrar las dificultades materiales y morales que implica la disidencia. Tras comparar la situación actual con otras del pasado, Katouzian (1982: 159) afirma: «El académico contemporáneo es menos libre y está menos seguro que nunca en toda la historia de la profesión académica moderna». Para él, el científico sigue la tendencia general a una especialización laboral que, al mermar las posibilidades de creatividad y de compromiso, aboca a situaciones de escisión entre el individuo y la sociedad, de separación entre la vida y el trabajo y, en definitiva, de frustración personal, desórdenes mentales y búsqueda de alternativas de evasión.

En el apartado específico de la historia, sin utilizar la expresión «colegio invisible», Jean Chesneaux (1984: 88-93) se refería directamente a este grupo al advertir a través del caso de Francia, pero mediante aspectos que extendía también a Estados Unidos y a la Unión Soviética, del criterio jerárquico que imperaba en la Universidad. El autor francés ve a los historiadores universitarios más poderosos como mandarines, similares a los de otras especialidades científicas, que controlan los nombramientos y promociones, las subvenciones, las revistas, las sociedades especializadas, la organización de congresos y también, de forma creciente, la participación en los medios de comunicación. Los maestros, señala Chesneaux, se reafirman mediante sus discípulos y dirigen las tácticas corporativas que marcan la elección y distribución de temas de estudio en función de los beneficios tangibles que se puedan esperar de ellos. Dentro de su línea interpretativa marxista, que más adelante valoraremos, este esquema ten dría en el mundo capitalista una virtualidad básica (Chesneaux, 1984: 93-94):

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