La importancia de las premisas en las conclusiones de todo análisis puede llevar a concebir el discurso científico como ámbito de constantes tautologías. En el fondo, pese a sus aparentes intenciones de objetividad y su presentación como resultado de una exploración empírica, las conclusiones vendrían a suponer a menudo una expresión o simple repetición de las premisas adoptadas. De esta forma, oponerse a determinadas conclusiones implica, ante todo, la necesidad de utilizar unas ideas previas distintas.
El papel de las preconcepciones en el desarrollo científico constituye, también, un aspecto que aproxima a éste a la mecánica del sentido común. Si el conocimiento corriente se forma a partir de procedimientos rutinarios que pasan de generación a generación, también el conocimiento científico se ampara en corpus de ideas que se transfieren de unos especialistas a otros. En general, el mecanismo mental del científico al buscar conexiones entre elementos observables, a partir de premisas aprendidas, no es distinto al que desarrolla cualquier individuo al tratar de explicar cualquier fenómeno. De hecho, muchos argumentos y clasificaciones del dominio de la ciencia sólo difieren en su formulación más sofisticada de las que brotan de otros sectores de la sociedad. Y, con frecuencia, el científico viene a repetir, bajo el peculiar estilo en que se inscribe, ideas que ya circulaban ampliamente entre la población. A fin de cuentas, el investigador no deja de ser un hombre común, con similar capacidad de raciocinio que otros hombres, que se distingue por su particular orientación profesional al servicio de objetivos explicativos de parcelas determinadas de la realidad.
Ernest Nagel (1981: 15-26) apuntaba varias diferencias entre el conocimiento científico y el común, pero, en gran parte, los rasgos que atribuye al primero –clasificación y organización en función de principios explicativos, procedimientos lógicos y experimentales complejos, mayor determinación del lenguaje, interés por cuestiones no meramente prácticas– no revelan tanto una mecánica sustancialmente distinta a la experiencia corriente como el mayor refinamiento e indagación que permite una actitud profesional especializada. En verdad, la ventaja del conocimiento científico, a la luz de sus propias consideraciones, no parece residir tanto en lo específico de sus procedimientos y sus métodos como en el nivel de profundidad que posibilita una dedicación intensiva a esos problemas a través de vías previamente configuradas. Como Nagel descubre mediante afirmaciones que de nuevo aproximan ambos tipos de experiencias, la práctica científica basada en métodos refinados no elimina toda forma de sesgo personal de los investigadores. Este autor explica así las alteraciones que pueden impedir el curso correcto de los trabajos (Nagel, 1981: 25): «Ningún conjunto de reglas establecidas de antemano puede servir como salvaguardia automática contra prejuicios insospechados y otras causas de error que puedan afectar adversamente al curso de una investigación». Pero, por encima de esa explicación del error, la presencia de sesgos personales y la posibilidad de especular en direcciones distintas, dentro de líneas específicas, constituyen rasgos consustanciales que, con las propias resistencias de los fenómenos observados, explican la inevitabilidad de los desacuerdos y la dificultad de alcanzar proposiciones universales.
También Mariano Artigas (1999: 22, 120), además de diferenciar unas dimensiones espirituales en el conocimiento humano que estarían en la base de la metafísica y de la fe en Dios, insiste una y otra vez en la contraposición que se produce entre la ciencia y la experiencia ordinaria. Sin embargo, también este autor reconoce la proximidad y continuidad en que se encuentran una y otra forma de conocimiento: por igual, se trata de entender por qué suceden las cosas, se plantean problemas y se persigue su solución mediante el esfuerzo intelectual. La diferencia esencial, según él mismo plantea, reside en un rasgo que ante todo cabe entender en función de una dedicación profesional intensiva: «en la vida ordinaria, esa búsqueda puede ser más o menos consciente; mientras que en la ciencia se trata de una búsqueda sistemática» (y rigurosa –añade en seguida– mediante pruebas que permitan comprobar la validez de las teorías). En realidad, ni siquiera la sistematización, el rigor y la búsqueda de pruebas resultan ajenos al modo como se forja el conocimiento común.
Peter B. Medawar (1988), que dista de ser relativista tanto como los dos analistas anteriores y, a diferencia de ellos, sólo considera las ciencias naturales y no las sociales, se refiere varias veces, como un continuum, al mundo de la ciencia y del sentido común. Para él, en cualquier caso, la ciencia es el único ámbito capaz de ofrecer explicaciones racionales sólidas, aunque nunca concluyentes y cerradas ante la crítica. Como Artigas, aunque sin desembocar en similar creencia en Dios, distingue una serie de cuestiones inabordables para la ciencia –lo que él llama las preguntas sobre lo primero y lo último, sobre el origen, el destino y el propósito del hombre– que competen a otras esferas como la metafísica, la religión y la literatura imaginativa. En realidad, de este modo, este autor se está refiriendo a campos no regidos por la razón, sino por la fe, la intuición, la evasión u otros elementos que tampoco conllevan respuestas últimas para quien exige criterios racionales.
Para Medawar, la labor científica no requiere capacidades raras, superiores o insólitas y la principal cualidad exigida al científico es el «profesionalismo», reflejado en una serie restringida de estratagemas exploratorias. A lo sumo, ve también conveniente en ellos, como rasgo que, en último extremo, caracteriza también con más o menos fuerza al «hombre común», una disposición previa a «imaginar lo que la verdad podría ser». Todo esto no quiere decir que la profesión científica no exija esfuerzo, dada la alta complejidad conceptual alcanzada por especialidades que, lejos de aislarse totalmente entre sí, aunque disten de comunicarse a fondo, no dejan de coger préstamos de otras, como la biología de la física y de la química.
Nuestra equiparación entre el conocimiento científico y el común concuerda especialmente con la visión del filósofo A. Naess (1979: 46), para quien «en general, la investigación no es más que el descubrimiento cotidiano efectuado con alguna mayor profundidad, transmitido a los demás con alguna mayor exactitud y con un poco más de acento en la verificabilidad». También T. Ibáñez (1988: 38), por su parte, niega a la ciencia el monopolio del uso de la razón para destacar cómo, al margen e incluso con anterioridad a ella, el conocimiento general y el progreso técnico no han prescindido de alimentarse de fundamentos racionales. Aunque no deja después de preconizar como necesarias determinadas cualidades entre los científicos, E. Primo (1994: 57), siguiendo a R. Weisberg, se aproxima a estas ideas al desmentir que los investigadores que pasan por «geniales» aparezcan dotados de cualidades intelectuales y psicológicas especiales para la creación: son seres normales, nos dice, que siguen caminos ordinarios y cometen usualmente errores, aunque, eso sí, acumulan varios conocimientos previos y se dedican con tesón a su trabajo.
3. Los científicos se enclavan en líneas de pensamiento intraducibles entre sí
Los investigadores desarrollan su trabajo en el marco de tradiciones distintas, de modo que la comunicación interna, dentro de cada una de ellas, resulta fácil, pero la que se desarrolla al margen, con componentes de otros colectivos, se complica o hasta es imposible. Formar parte de una de esas tendencias es necesario para poder desarrollar una labor científica, pero significa también una ruptura con los miembros de otras. Son estas tradiciones, líneas de pensamiento o paradigmas los que dirigen toda la actuación del científico, los que le proporcionan un lenguaje, unos métodos, unos conceptos, unos criterios de identificación de problemas, unos esquemas de interpretación, unos modelos de referencia y unos caminos de solución. Incluso prefiguran las preguntas que se deben formular y las respuestas que se deben dar, que a veces ya aparecen implícitas en las primeras. Los descubrimientos y las innovaciones encierran, de este modo, una paradoja en sí mismos: son descubrimientos e innovaciones a partir del momento en que son validados en el seno de un determinado colectivo y, por tanto, exigen una cierta comunión previa con esquemas, conceptos y lenguajes ya cultivados, aunque distintos a los desarrollados por otros colectivos anteriores o coetáneos.
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