José María Gómez Herráez - El pasado cambiante

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El pasado cambiante. Historiografía y capitalismo. Siglos xix-xx supone tanto un análisis de los diversos enfoques propuestos sobre el origen y desarrollo del capitalismo como una reflexión sobre la dinámica interna, en su contexto social, del trabajo de los historiadores. En los dos primeros capítulos, se establece un diálogo con sociólogos de la ciencia, historiadores y especialistas de otros dominios que tratan de introducirse en la lógica de las ciencias y de la historia en sus formas de enfrentarse con la realidad externa, sobre todo bajo las coordenadas que marcan la sociedad y la comunidad científica.En la observación de la historiografía económica, se contemplan paradigmas distintos -liberal, marxista, escuela histórica alemana, Annales, institucionalistas, cuantitativistas, cliometría, etc.– y se detiene la atención en algunos autores más conocidos y los debates de mayor resonancia. José María Gómez ha desarrollado su labor investigadora vinculado a las Universidades de Valencia y Castellón. Su trayectoria se ha centrado en el siglo XX, sobre todo en la primera etapa del periodo franquista, tratando de combinar esquemas de historia general y local. Su interés principal ha girado sobre la actuación de las Hermandades Sindicales de Labradores y Ganaderos, en el marco del sindicalismo vertical, y sus conexiones con los distintos capítulos de la política agraria. Pero también ha abarcado otras cuestiones diversas (ideología, instituciones, aspectos económicos y sociales, reflexiones económico-sociales de los exiliados, etc.). Ha participado, asimismo, en algunos trabajos colectivos sobre determinadas instituciones en la época contemporánea.

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Por último, Merton, al analizar la comunidad científica como institución social con una dinámica propia y marcada competencia interna, revela la inexistencia de unos cauces únicos y lógicos en sí mismos, perfectamente previstos, que conduzcan a la verdad. Pero, en última instancia, también este autor comparte la idea de que es factible un conocimiento objetivo. De hecho, mediante el sistema de valores que describe en el mundo científico –criterios impersonales de valoración, satisfacción por el mero trabajo realizado, recompensas honoríficas, escepticismo organizado, etc.– las tendencias a encontrar la verdad y a contribuir al beneficio social prosperarían en medio de obstáculos como el fraude o la alta desigualdad –en forma de polarización, por el «efecto Mateo»– en el acceso a los recursos.

Las posibilidades del objetivismo pleno en la ciencia han sido cuestionadas de diversas formas desde hace varias décadas, bastante antes de estos autores. Ya Popper (1994: 76-78), de hecho, lo reflejaba bien al presentar su visión falsacionista como opuesta a la ofrecida por los «convencionalistas», entre quienes identificaba diversos nombres del primer tercio del siglo XX en los espacios francés, alemán y de habla inglesa. Para estos pensadores, las teorías serían construcciones artificiales para proyectarse sobre el mundo y no, a la inversa, imágenes de éste. El filósofo austriaco salía al paso, por ello, a las objeciones relativistas que podían surgir desde este prisma a su criterio de falsabilidad. Mediante este reconocimiento, Popper estaba dando algunas de las claves que los relativistas posteriores y el propio Lakatos, que por su parte también se refería varias veces a los «convencionalistas» (1983: especialmente, 138-141), utilizarían efectivamente para criticar su visión. Para el convencionalista, mantenía Popper, no era posible rechazar una teoría mediante observaciones por concebir que éstas se determinan a partir de la propia teoría y siempre existe la posibilidad de ofrecer explicaciones que eliminen las incompatibilidades surgidas, adoptar hipótesis auxiliares ad hoc o mostrarse escéptico ante el experimentador o el aparato de medida. Como veíamos, el filósofo austriaco no se cerraba totalmente ante este tipo de objeciones.

Aunque, dada su difusión, fueron los planteamientos de Thomas S. Kuhn los que estimularon la crítica de la ciencia como conjunto neutral de procedimientos para captar una verdad externa, su visión no tenía el alcance iconoclasta de otros análisis, incluso anteriores. A fin de cuentas, aunque reconoce el modo en que las comunidades científicas marcan las distintas direcciones del conocimiento, este pensador no niega la lógica del progreso mediante el cambio «revolucionario» de paradigmas para solución de anomalías. De formas distintas, algunos autores, como Feyerabend o Lakatos, opondrán a su idea del predominio de un paradigma en periodos de «ciencia madura» la de que, en todo momento, coinciden y rivalizan entre sí diversas tradiciones de investigación (Laudan, 1986: 108 y 111). Además, pese a su insistencia inicial en la inconmensurabilidad de los paradigmas entre sí, rasgo que volvería imposible la comparación y el diálogo, Kuhn no negó finalmente unas posibilidades de traducción entre contenidos esenciales, lo que presupone la idea de que se comparten referentes fundamentales. 1Los planteamientos iniciales de Kuhn pudieron presentarlo como «abogado del diablo» y servir de revulsivo en la trayectoria de la filosofía de la ciencia (Barnes, 1986 y 1988). Pero, como manifiesta A. Diéguez (1998: 136-137), a él se superpuso un segundo Kuhn nada trasgresor que trataba de aproximarse a Popper y alejarse del relativismo corrosivo de Feyerabend. En su biografía sobre el conocido teórico de la ciencia, C. G. Pardo (2001: 11) evocaba cómo, tras fracasar en su lucha aclaratoria, que incluía una sustitución de la palabra «paradigma» por «matriz disciplinar», él mismo dejó de emplear estos términos.

Por otro lado, la obra del médico Ludwik Fleck, aunque sin la difusión de la de Kuhn, anticipa muchos de sus fundamentos. De hecho, fue su consideración por el teórico de las «revoluciones científicas» lo que hizo despertar interés en él. Antes de que Kuhn acuñara los populares conceptos de «paradigma» e «inconmensurabilidad», el médico polaco de origen judío se había referido a los «estilos de pensamiento» y a la imposibilidad de compararlos entre sí. Como señalaban L. Schäfer y T. Schnelle, los introductores de la edición alemana de 1980 de su libro La génesis y el desarrollo de un hecho científico, si tal visión no mereció inicialmente atención fue por las condiciones históricas en que apareció, en 1935, ya con los nazis en el poder, y por el escaso interés despertado en Estados Unidos. 2

Entre los autores posteriores más conocidos por desarrollar visiones relativistas que consideran inevitable la divergencia, cuestionan la visión del progreso y niegan las posibilidades de perfecta comunicación, se encuentra Paul K. Feyerabend, cuyos planteamientos entrarían en discordia no sólo con los de Popper, sino también con los de Kuhn. Ante todo, este filósofo de origen también austriaco se mostraría opuesto al cientifismo entendido en el sentido que T. Sorell (1993: 39) planteaba: como creencia –tan arraigada socialmente en el siglo XX, pero con claras raíces filosóficas desde el siglo XVII– en la posición suprema, en los beneficios prácticos, en el rigor intelectual y en el objetivismo de la ciencia. Aunque conocido como teórico del «todo vale», nuestro polémico personaje trató de clarificar que su anarquismo no trascendía de esa esfera propiamente científica a otros ámbitos de la vida social. Con motivo de sus conferencias en la Universidad de Trento en 1992, Feyerabend (1999: 157) declararía que con su «todo vale» trataba de cuestionar la posibilidad de encontrar cosas nuevas sólo mediante trayectorias definidas y de rechazar que la lógica impusiera límites a la imaginación. Pero si se observan a fondo sus propuestas concretas, la trasgresión se presenta más rotunda. Básicamente, Feyerabend se opone al exclusivismo que en la sociedad ostenta el racionalismo en detrimento de otras formas de cultura heredadas, además de asimilar sus procedimientos reales a los seguidos por éstas. Es aquí, al desconfiar del abierto poder alcanzado por los científicos, donde su pensamiento conecta más claramente con Bakunin, que, sin rechazar el papel de la ciencia, había clamado en el siglo XIX contra esa omnipotencia por su aplastamiento de la vida espontánea, situando el arte como antídoto (Arvon, 1981: 120-123). Pero, si el conocido anarquista ruso trataba de neutralizar esa hegemonía de los eruditos mediante la difusión popular del conocimiento científico, el filósofo austriaco deposita su confianza principal en alternativas no científicas arraigadas desde la más remota Antigüedad y por todo el orbe. De esta manera, Feyerabend se sitúa verdaderamente en las antípodas de aquella larga tradición utópica que, impulsada en el siglo XVII por Bacon y en el siglo XIX por Saint-Simon y Comte, confiaba en sociedades regidas por científicos (Manuel y Manuel, 1984: 338; Valencia, 1995: 435-442). La ciencia, para él, carece del poder liberador implícito con que tantos –en primer lugar, los propios científicos interesados– la presentan. Lejos de conseguir la libertad de pensamiento y de acción y las bases de un conocimiento objetivo, la tradición racionalista habría venido a sustituir unas formas de autoridad por otras y a aportar nuevas formas de convicción subjetiva (Feyerabend, 1976: 114-115). Para él, debían figurar en el mismo plano que las ciencias occidentales otros dominios como las religiones primitivas, la medicina tradicional, la magia o la creación artística, aunque, en realidad, en su discurso general tendía a destacar las ventajas de las segundas, de las tradiciones no científicas, sobre las primeras. Procedimientos como la curandería, el herbolarismo o la astronomía de los místicos no sólo resultarían útiles en sí mismos, sino que habrían inspirado y mejorado los sistemas de la ciencia. Tanto los pueblos antiguos como las tribus primitivas habrían logrado avances más notables que los conseguidos al amparo de la razón científica. En su línea de relativizar el papel de la ciencia, Feyerabend culpa a los intelectuales de enriquecerse con fondos públicos e impedir que los propios afectados discutan sus problemas y soluciones. 3

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