1. En su reciente autobiografía, E. Hobsbawn (2003: 273) se refiere al presente como «gran era de la mitología histórica», aunque en realidad venía a revelar una práctica siempre constante: «La historia está siendo revisada o inventada hoy más que nunca por personas que no desean conocer el verdadero pasado, sino sólo aquél que se acomoda a sus objetivos». En esas condiciones, el sentido crítico puede resentirse de forma notable (Hobsbawn, 2003: 378): «E incluso en las democracias en que el poder autoritario ha dejado de controlar lo que puede decirse o no acerca del pasado y del presente, la fuerza conjunta de los grupos de presión, la amenaza de los titulares, la publicidad desfavorable o hasta la histeria pública imponen una evasión, un silencio y una autocensura en público determinada por lo que es políticamente correcto».
I. CIENCIAS NATURALES Y SOCIALES, EN CRISIS PERMANENTE
Entre los filósofos, sociólogos y otros teóricos que se han aproximado al modo como se produce y se difunde el conocimiento científico se ha desarrollado una gran variedad de criterios. En particular, al tratar de separar la realidad y las apariencias, las tendencias que cultivan formas más o menos marcadas de relativismo han revelado unos mundos, unas motivaciones y unos procedimientos no sustentados, como en la imagen más común, en unas bases racionales uniformes. Tales valoraciones resultan tanto más significativas en la medida que no se yerguen sólo sobre las ciencias sociales, donde las ideologías, la complejidad e irregularidad de los procesos analizados y la variedad de puntos de interés pueden hacer más visibles la diversidad y las dificultades de conciliación entre las distintas tradiciones. También las ciencias naturales, donde en principio la comunión resulta más fácil por la menor impregnación por ideologías de clase (Cardoso, 1989: 73-74), han quedado perfiladas como materias donde no es una verdad única la perspectiva de orientación ni son unos caminos exclusivos, unívocos y definidos los que necesariamente van conduciendo a ella. También estas ciencias, núcleo central de tales análisis, han aflorado como espacios afectados en direcciones distintas por las pulsiones e intereses que pugnan sobre el pensamiento.
Estas visiones relativistas coinciden, dentro de su diversidad, en cuestionar lo que se ha llamado «la concepción heredada de la ciencia», que es también la dominante en la cultura popular y la difundida por los medios de comunicación (Lamo de Espinosa, González y Torres, 1994: 486-487). Desde este prisma «mitificado» afincado en la sociedad, se considera la investigación científica como un conjunto uniforme de procedimientos técnicos para aproximarse a una verdad objetiva, a un mundo exterior plenamente independiente del sujeto. Estos procesos de observación y experimentación son desarrollados por especialistas en los que se supone un empleo común de conceptos, un fondo invariable de ideas previas como conocimiento acumulado y, por tanto, una comunicación interna fácil y fluida. La aceptación de las aportaciones depende, en este esquema, del grado de excelencia conseguido por cada investigador o cada equipo, susceptible de ser visualizado fácilmente por cualquier miembro del colectivo. Algunos teóricos de la ciencia han planteado alternativas a esta visión sin alterar de forma esencial su sentido «objetivista», es decir, rechazando la idea de una búsqueda universal y unívoca de la verdad, pero distinguiendo una variedad de grados en la aproximación efectiva a la misma. Es el caso de las muy difundidas tesis de Karl R. Popper e Imre Lakatos, en el dominio de la filosofía, y de Robert K. Merton, en el de la sociología. El análisis detenido del primero, La lógica de la investigación científica, data de 1934, aunque tuvo su más intensa repercusión tras su edición en inglés en 1959 en una versión notablemente corregida (Echevarría, 1999: 85-86). Su influencia, singularmente en el mundo anglosajón, se extendería no sólo sobre filósofos e historiadores de la ciencia, sino también sobre filósofos de la política, economistas e historiadores de la literatura y del arte (Giorello, 1984a). A partir de la mitad de los sesenta, I. Lakatos vendría a matizar las tesis de Popper, pero secundándolo en esencia y manifestándose más decididamente contrario a las también difundidas de Kuhn. Las reflexiones de R. K. Merton a fines de los años treinta y durante los cuarenta sirvieron de base, por su parte, para un amplio desarrollo de la sociología de la ciencia. Pese a sus singularidades y su alejamiento de las pautas positivistas, los tres autores mantienen la premisa de que existe una verdad externa fundamental, que se ofrece en sí misma y a la que se aproximan de forma desigual los distintos especialistas.
En la conocida como visión falsacionista de Popper, aunque nunca existe constancia plena de la corroboración de una teoría, la posibilidad de negar su validez a través de la experiencia, mediante métodos de prueba y error, abre un camino para el acercamiento progresivo a la comprensión de la realidad. Para él, el progreso científico no resulta de una mera contrastación entre hipótesis y pruebas empíricas, sino que exige la disponibilidad de teorías alternativas, entre las que se elige la más válida y se rechazan las cuestionadas. Sin embargo, el propio Popper (1994: 49) reconocía la imposibilidad de refutar de forma definitiva una teoría al poderse alegar que los resultados experimentales no son dignos de confianza o que su discrepancia con los hechos es aparente y desaparecerá cuando éstos se comprendan mejor. Mediante tal visión, este autor sustituye la idea de que es posible alcanzar un conocimiento absoluto y definitivo por la de que su carácter es necesariamente provisional y se compone de conjeturas, pero supone, mediante el control crítico y la sucesión de teorías cada vez más explicativas, un constante avance hacia la comprensión de la verdad.
Lakatos (1983) celebra especialmente el criterio valorativo que Popper establece sobre las teorías en función de su capacidad de predicción, pero insiste en negar que los científicos las abandonen por ser refutadas, puesto que pueden ignorar las anomalías, buscar hipótesis auxiliares contra éstas e incluso convertirlas en evidencia positiva. Este filósofo elabora el concepto de «programas de investigación», formados por núcleos centrales e hipótesis auxiliares, que serán más o menos progresivos en función de su vigor explicativo y predictivo. Un programa presentará dificultades y anomalías, es decir, puntos de separación entre la evidencia y las afirmaciones centrales, pero sólo será rechazado cuando aparezca otro programa rival capaz de explicar más hechos. Si Popper (1981) negaba carácter científico al marxismo y al psicoanálisis, y de forma más general a las interpretaciones históricas, por no descubrir en ellos posibilidades de refutación ni de predicción, Lakatos venía a secundar tal visión a partir de criterios propios parecidos. En concreto, el marxismo se mostraba, para él (Lakatos, 1983: 1415), como verdadero «programa regresivo» por no ser capaz de anticipar hechos nuevos y tener que crear hipótesis ad hoc para explicar sus fracasos predictivos. En el fondo, mediante este procedimiento, tanto uno como otro filósofo no sólo estaban revelando «anomalías» inteligibles sólo a partir de sus propias líneas y criterios de cientificidad, sino que transferían «responsabilidades» desde la sustancia y tipología de los hechos, que pueden ser regulares y mecánicos o no serlo, a la propia condición de los «paradigmas» empleados. De hecho, en realidad, no sólo las ciencias sociales, sino también las naturales se enfrentan a múltiples problemas y cuestiones no regulares y de causalidad compleja –piénsese en el origen del sistema solar o la evolución climática– que tampoco pueden atenerse a esos criterios de refutación y predicción tal como ellos los definen.
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