Natalia Quiceno Toro - Etnografía y espacio
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En el capítulo X, Mateo Valderrama presenta un panorama de transformaciones en los vínculos que los campesinos de San Francisco, Oriente antioqueño, han tenido con su espacio a causa del desplazamiento forzado. En dichas transformaciones ha jugado un rol protagónico la creación de periferias e imaginarios geográficos por parte del Estado y sus modelos económicos, extractivos y de ejercicio de la violencia. El autor narra el proceso de reconstrucción de vínculos posterior al desplazamiento que tuvo lugar en la región en la década de los noventa. Narrar, recorrer y trabajar hacen parte de las formas cotidianas pero contundentes a través de las cuales los campesinos combaten los modelos impuestos por el Estado, cuya comprensión, nos recuerda el autor, pasa por la dilucidación de los anclajes al capitalismo global que constituyen los lugares.
Desde una lectura vivida de la tragedia de Mocoa en 2017, el libro cierra con el capítulo XI, escrito por Simón Uribe. En este se interpelan las interpretaciones hegemónicas de las causas de la avenida torrencial que dejó cientos de víctimas mortales y arrasó distintos barrios de la ciudad. Su mirada etnográfica, atenta a las materialidades, infraestructuras y procesos que han configurado la ciudad, le permite evidenciar la tensión entre la ciudad formal e informal, como una estrategia para cuestionar las respuestas facilistas a las causas de la avalancha y llamar la atención sobre la necesidad de miradas complementarias, interdisciplinares, donde tanto fuerzas físicas como sociales estén incluidas.
Apuntes para una geografía del conocimiento etnográfico
En todos estos trabajos vemos que, a pesar de las transformaciones e incorporaciones de nuevas preguntas y objetos de conocimiento, la escala etnográfica del “cara a cara”, de la situación y el encuentro cotidianos, continúan siendo reivindicados como una de las características fundamentales de un enfoque etnográfico. ¿Qué retos y debates implica este encuentro en la producción de conocimiento? Quisiéramos cerrar esta reflexión con la pregunta por las geografías del conocimiento etnográfico inspiradas en la noción de geografías del conocimiento como “perspectiva de investigación que busca establecer el papel que juegan las espacialidades y materialidades en los procesos de producción de conocimiento”.17
De modo transversal a las diferentes maneras de articular el espacio y la etnografía está la comprensión de esta última como una práctica de producción de conocimiento. En sintonía con Serje18 y su abordaje de la antropología como práctica espacial de producción de conocimiento, y con Piazzini19 y sus trabajos alrededor de las geografías del conocimiento científico, consideramos la práctica etnográfica como práctica espacial. Reconocer esta característica de la etnografía implica entonces reconocer que los retos y preguntas en relación con las comprensiones del espacio y su producción en el trabajo de investigación no se saldan simplemente al transformar los temas, lugares o problemas de investigación. El reto implica la práctica misma de producción de conocimiento como modo de generar espacialidades y ser afectada por configuraciones espaciales particulares.
Hart recuerda que las críticas realizadas por Arjun Appadurai a las etnografías tradicionales, mediante las cuales se produce un conocimiento que “encarcela a los “nativos” en localidades delimitadas”, también fue una crítica a los tradicionales “estudios de área” de la geografía. Es decir, la crítica permeó a varias disciplinas y, en general, a las prácticas de producción de conocimiento que “mapean culturas esencializadas en territorios delimitados y que despliegan estrategias de ‘congelación metonímica’, a través de las cuales ciertos aspectos de la vida de las personas caracterizan o representan toda la cultura”.20
Luis Guillermo Vasco ya nos había llamado la atención hace algunos años sobre la existencia de una territorialidad propia de la práctica etnográfica, aquella que diferencia los espacios de la práctica y la teoría. Este antropólogo colombiano, que dedicó su vida al trabajo con indígenas emberá y guambianos, acompañando varias de sus luchas, plantea que esta territorialidad no implica simplemente una diferencia, sino también “una separación espacial y temporal”. Esta separación crea entonces una lógica de exterioridad entre los mundos, donde se produce el conocimiento y los mundos donde se encuentra la información. Esta perspectiva de la investigación percibe “el campo” como un espacio dado, lleno de datos, a la espera de que un investigador inquieto se digne a sacarlos del olvido, del silencio o a develar aquello que nadie más ve. Esa exterioridad del mundo “por conocer” a través de la etnografía estuvo precedida también por la separación de roles entre quienes “recolectaban” la información y quienes analizaban, interpretaban y producían el conocimiento. Separación que no necesariamente desaparece cuando se inaugura la estrategia de “observación participante”.
Tanto Luis Guillermo Vasco como Marilyn Strathern alertan sobre la crítica de la antropología de los años ochenta, que, preocupada con la forma, no logró cuestionar ni debatir la jerarquía de conocimiento que se instalaba en la oposición distancia-familiaridad. No basta, por tanto, con plantear que las conexiones de un mundo globalizado y poscolonial hacen complejas las diferencias nosotros-otros, sino que es necesario comprender las dinámicas en las que se crea esa diferencia y se mantiene para la reproducción de un modo de conocer.
Al respecto, Marilyn Strathern, en su ensayo sobre los límites de la autoantropología, pone en discusión cuestiones como la familiaridad y la distancia, la producción de conocimiento antropológico “cuando se está en casa”.21 Esta autora entiende la autoantropología como aquella realizada sobre el contexto social que la produce y debate suposiciones comunes a la hora de pensar las implicaciones de este tipo de trabajo etnográfico. Dichas cuestiones retan justamente la geopolítica clásica de producción de conocimientos antropológicos a través de la etnografía. Strathern nos recuerda que “las bases sobre las cuales la familiaridad y la distancia se asientan son cambiantes”.22 En este sentido, entiende la reflexividad no como una práctica asociada a una aparente “virtud personal” de los antropólogos, necesaria para lograr estudiar la propia sociedad. En su lugar, habla de “reflexividad conceptual”, es decir, una reflexividad interesada en calibrar en qué medida el relato antropológico “devuelve o no”23 a las personas con quienes trabajamos las concepciones que ellas tienen sobre sí mismas. Esta comprensión de la reflexividad trasciende la preocupación por las lógicas de la producción de la división nosotros-otros. Más que distancia o familiaridad, se trata de comprender dónde se configuran esas continuidades y esas rupturas en las formas de conocer el mundo.
Existe así una producción de conocimiento antropológico encuadrado en una geopolítica donde la “reflexión nativa es incorporada como parte de los datos a ser explicados, no pudiendo ella misma ser tomada como su encuadramiento, de modo que hay siempre una discontinuidad entre la comprensión nativa y los conceptos analíticos que organizan la propia etnografía”.24 Desde este tipo de producción de conocimiento, Strathern plantea que no hay mucha diferencia si esa etnografía se produce desde Essex, en Inglaterra, o desde Melanesia. Es decir, si la práctica etnográfica no se transforma en su modo de relacionarse con los conocimientos y reflexiones de los “nativos” o “interlocutores”, en realidad no existe una deslocalización, por más global, occidental o postmoderna que se pretenda la perspectiva.
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