2La obra de referencia en este sentido es Henri de Lubac (2010).
3Sobre la asociación entre la histeria y el misticismo femenino, véase Christina Mazzoni (1996). También Georges Didi-Huberman (2007).
4Puede consultarse Georges Canguilhem (1978), Michel Foucault (2006, 2001 y 2003). Para una lectura cuidadosa y ponderada de la relación Canguilhem-Foucault en relación con la norma y la normalización que problematiza y matiza la lectura de una hipótesis sólo constrictiva del segundo, véase Luca Paltrinieri (2012).
EL EQUÍVOCO
Nuestro enemigo está siempre con nosotros.
Orígenes, In Lucam Homilia
Las reflexiones sistemáticas modernas sobre los modos de definir la verdad y la legitimación de medios particulares para alcanzarla comienzan a mediados del siglo xvi con las polémicas que rodean los juicios por brujería.1 Los juicios de brujas, durante mucho tiempo competencia de los historiadores sociales, pueden parecer al principio alejados de la investigación filosófica de los siglos xvi y xvii que asociamos con el nombre de la “nueva epistemología”. Sin embargo, la distancia se pone en entredicho si contemplamos en la obsesión por la demonología una cuestión de intenso interés para la teoría política, médica y para la teología (tanto católica como protestante), en la que se dirimen asuntos de relevancia filosófica. Stuart Clark (2007 y 2011) advierte así que calibrar el poder de la ilusión ejercida por los demonios significa para muchos autores cuestionar la validez de la percepción humana. A lo largo del siglo xvi la vista es considerada el más noble de los sentidos, pero también el más vulnerable al error inducido por demonios. Cuando Descartes, en sus Meditationes de prima philosophia (1641), sienta las bases de la nueva epistemología, a pesar de las posibles distorsiones provocadas por una imaginación melancólica, o un demonio maligno, está evocando un problema que surge en la literatura demonológica: ¿cómo se puede estar seguro de que lo que vemos está, realmente, fuera de nosotros? La atención que Descartes presta a la óptica en su física mecanicista, particularmente su rechazo de la doctrina aristotélica de las formas sensibles o species, revela, aún más, cuán importante se vuelve este problema, a principios del siglo xvii, para determinar la confiabilidad de la percepción visual. La crisis escéptica del Renacimiento tardío, anunciada por la traducción de Charles Étienne de 1562 de Sextus Empiricus del griego al latín, se alimenta de una duda generalizada en la veracidad de la percepción visual; una duda que atisbamos expuesta en los mismos tratados de demonología. Éste es el aspecto que me interesa destacar. La relación entre la fe religiosa y el escepticismo, lejos de ser antitética, implica una complejidad que hay que dilucidar.
Efectivamente, en la teología tomista vigente entre los siglos xvi y xvii existe lo que Stuart Clark llama “una extraordinaria concesión epistemológica (y, de hecho, fisiológica)” (Clark, 2011: 3).La palabra griega διάβολος (diablo) está formada de διά (dia = a través de) y βάλλειν (ballein = tirar, arrojar) y expresa la idea de “arrojar mentiras”; el diablo es el “padre de la mentira” (Juan 8: 44). Satanás puede no ser capaz de hacer muchas cosas, pero al ser simulador, puede hacer parecer que las hace todas, incluso las visiones aparentemente divinas y los milagros.2 Tal es su control sobre el mundo natural, incluidos los procesos naturales de percepción y cognición humana, que puede crear “una apariencia” de la realidad o presentarse como imagen de Dios o “ángel de luz” (2 Corintios: 11-14). El diablo puede, por ejemplo, rodear a un hombre con un cuerpo hecho de aire para darle la apariencia de un lobo; sin embargo, falsa e ilusoria, esta apariencia fantasmal de una bestia tiene suficiente existencia material, suficiente realidad, por así decirlo, para ser percibida. O puede, como un malabarista que juega un truco de cartas, sustituir a un lobo por un hombre en un abrir y cerrar de ojos. En este caso, el efecto logrado por el juego de manos del diablo es el mismo: la ilusión de la metamorfosis. Cuando los seres angelicales se hacen visibles (y el demonio es un ser angelical, aunque caído) condensan grandes masas de aire para crear la forma de un cuerpo. Los cuerpos de los espíritus no son muy diferentes de las nubes en el cielo. Cuando miramos al cielo a menudo pensamos que algunas nubes parecen objetos, animales o caras. En otras palabras, las formas de las nubes nos recuerdan algo que ya conocemos (una cara o un perro, por ejemplo). La única diferencia esencial entre las nubes en el cielo y los cuerpos de los espíritus es que mientras las formas de las nubes son totalmente casuales y dependen de nuestra imaginación, los cuerpos de los espíritus son creaciones de los espíritus mismos (Maggi, 2006: ix-x).3 Ahora bien, y éste es un punto particularmente relevante, los espíritus no tienen cuerpos físicos visibles, crean cuerpos de aire sólo para transmitir algo: “Los espíritus son esos seres aéreos que conversan con nosotros. El acto de dirigirse a nosotros es un aspecto fundamental de estas criaturas. Los espíritus existen sólo en la medida en que nos hablan” (Maggi, 2006: viii).
Los ángeles (incluidos los ángeles caídos) carecen de imaginación y de memoria porque no son creados para obtener conocimiento de los datos sensoriales. Son mensajeros que transmiten directamente la palabra de Dios, sin mediación mnemónica ni de phantasmatas (imágenes) (Certeau, 2013: 257-287). Los ángeles caídos no pueden transmitir la palabra de Dios puesto que, al haber interrumpido su conexión con la palabra divina, son medios sin un proveedor de sentido. Al estar desvinculados del Logos, el orden y el sentido divino transmiten lo terreno a través del sinsentido, la destrucción y el caos que pervierte el orden de la creación divina. Hay que entender la siguiente aseveración en todo su rigor: sin referencia sensorial, sin memoria e imaginación, el lenguaje diabólico funciona a partir de la mímesis —y de ahí que los diablos adopten distintas formas que imitan la realidad— para confundir —o que apuesten a la desarticulación del sentido— y de ahí los gestos, la conducta y la ininteligibilidad atribuida a los poseídos que los aproxima a ciertas formas de locura. Sin memoria y sin imaginación, excluidos de la fuente de sentido, los demonios no tienen tampoco la capacidad humana de “entender” lo que están “diciendo” por eso sólo transmiten caos (Maggi, 2001: 1-20).
En un pasaje central del Thesaurus Exorcismorum (1608) se afirma que existen tres formas de expresión lingüística. Así, mientras Dios habla “el lenguaje de las cosas” (lo que significa que se expresa a sí mismo a través del mundo creado), los humanos tan sólo podemos pronunciar “el lenguaje de las palabras” (que nunca se corresponden con la realidad, por más que lo pretendamos). El tercer idioma sería la no expresión, “el lenguaje de la mente”, territorio reservado por excelencia al diablo, que no habla activamente, sino mediante el desorden y la aniquilación en cualquiera de sus formas (Maggi, 2001: 2). Según el discurso teológico oficial, el diablo, al ser un ángel, carece de sentidos y, por lo tanto, de visiones y discurso propios, lo que lo obliga a utilizar los de los humanos, pero de forma totalmente perversa. Sometido al creador, el demonio no puede crear ni transformar realmente la realidad, no puede anular las leyes de la naturaleza; el dominio demoniaco no es el de lo sobrenatural, sino el de lo preternatural:4 el reino de los fenómenos desviados y prodigiosos que todavía están dentro de la naturaleza. Pero las ilusiones y los simulacros permiten al diablo desdibujar este límite fundamental, aparentar que sí se trata de una intervención divina, y hacerlo con bastante éxito.
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