Zenia Yébenes Escardó - Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación

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Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación: краткое содержание, описание и аннотация

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Más allá de reivindicar que la visión religiosa es real para quien la vive, este libro no esquiva las preguntas ontológicas y epistemológicas que suscitan. En sus páginas se presta atención a personas que afirman que pueden ver espíritus, santos, ángeles o demonios. El archivo visionario elegido privilegia a los mismos místicos de los siglos XVI y XVII que en el siglo xix servirán a los primeros psiquiatras para clasificar las alucinaciones y favorecer la tesis de la secularización. Esta prehistoria de la alucinación opta por abandonar los relatos canónicos («la historia») para observar en la oscuridad de los intersticios, otros indicios. No nos encontramos con un relato de la sucesión «visión-alucinación» sino con un disciplinamiento que va a transformar la experiencia visionaria en alucinación y a producir simultáneamente nuevas formas de manifestación de la presencia visionaria. La presencia de los dioses persiste en el mundo contemporáneo.¿Es posible un mundo en el que quepan muchos mundos? En un recorrido que atiende minuciosamente a las fuentes del pasado y dialoga con la teoría poscolonial y feminista, la filosofía y la antropología contemporánea, exploramos por qué estos indicios visionarios son relevantes hoy para preguntarnos sobre la percepción, la autonomía, la agencia, la creencia, el cuerpo, el género, o la crítica.

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Esto también se vincula con el tercer motivo que nos lleva a replantear la relación de la mística moderna con la tradición cristiana. Me refiero a los fenómenos extraordinarios, entre los cuales se encuentra, por supuesto, el ver visiones. El éxtasis, la levitación, los estigmas, la ausencia de alimento, etc., inauguran la gama de un lenguaje propio. Todos estos fenómenos se vinculan, de una u otra manera, con el cuerpo. La tradición cristiana sostiene con el cuerpo una relación compleja.1 En primer lugar, porque defiende que Dios se hizo cuerpo. En segundo lugar, porque, tras la resurrección, el cuerpo de Dios desaparece y la encargada de materializar su presencia en el mundo será, de ahí en adelante, la Iglesia, considerada, junto con la Eucaristía, el cuerpo místico de Cristo.2 Antes de los siglos xvi y xvii, el vocabulario espiritual avalado por el cuerpo místico eclesial garantizaba el modo de vida que adjetivaba como contemplativo o místico. Si en la Edad Media lo que garantiza la vinculación con la institución es un vocabulario espiritual (un Logos) eclesial, la mística de los siglos xvi y xvii no encuentra en ese vocabulario, radicalmente problematizado y puesto en entredicho, la posibilidad de la articulación. Ésta la brindarán no ya el cuerpo eclesial sino el cuerpo singular del místico y sus signos. Sobre sus visiones, revelaciones y estigmas se inscribe “el eco inarticulable” de lo sagrado, “desconocido”. La alteridad se manifiesta trazando mensajes ilegibles para el propio místico sobre su cuerpo transformado. Ilegibles porque el logos eclesial que servía para darles legibilidad no cumple ya esa función. El lenguaje místico busca entender y hacer entender la manifestación de la Presencia en el propio cuerpo del sujeto mediante un lenguaje cuyas imágenes desplazan, seducen y alteran las palabras. No deja de ser significativo que la sospecha frente al fenómeno místico abarque los fenómenos extraordinarios que se vinculan con un cuerpo y con un modus loquendi, una forma de hablar sospechosamente corpórea, que no cabe en la ortodoxia proposicional de ningún dogma y que la institución no logra contener. La principal característica de estos textos es que no descansan en un sistema de auctoritas, sino que se definen, autorizan e identifican de otra manera. La cuestión que subyace a los textos no es el establecimiento de una verdad teológica o proposicional, sino si el místico está en el lugar donde la alteridad se manifiesta y qué es esa alteridad que se manifiesta. Es desde aquí que hay que entender su énfasis en la experiencia. Un léxico corporal emerge poco a poco. De todos esos fenómenos psicológicos o físicos el místico hace el medio de deletrear su experiencia: “La línea de los signos psicosomáticos es la frontera gracias a la cual la experiencia se articula con el reconocimiento social y ofrece legibilidad a las miradas descreídas” (Certeau, ٢٠٠٧: 352). Estos tres motivos: la “invención” de la tradición mística, su psicologización y la emergencia de los fenómenos psicosomáticos, son indicadores de cómo la mística moderna repite, a partir de la diferencia, la tradición cristiana.

Como señalé con anterioridad, lo relevante de estos tres motivos radica, además, en su relación con la forma en que se ha investigado “la mística”. Contemplarlo nos permite, una vez más, cuestionar nuestros supuestos de investigación. En primer lugar, el gesto de los místicos de “inventar” una tradición mística se extiende en tiempo y espacio y a menudo es replicado por los investigadores:

En tres siglos se ha formado un “tesoro” que constituye una tradición mística y que obedece cada vez menos a los criterios de pertenencia eclesial. Algunos testimonios católicos, protestantes, hindúes, antiguos y finalmente no religiosos se encuentran reunidos bajo el mismo sustantivo en singular: la mística. La identidad de ésta, una vez planteada, creó pertinencias, impuso una reclasificación de la historia y permitió el establecimiento de los hechos y los textos que en adelante sirven de base a todo un estudio sobre los místicos [Certeau, 2007: 351].

Al hablar de “la mística” habría que hacerlo entonces en formas que “se pregunten cómo aparentemente imperioso y generalizado código podría desplegarse o pensarse para que tengamos al menos un atisbo de su propia finitud, un atisbo de lo que podría constituir su exterioridad” (Chakrabarty, 2000: 93). Una forma de hacerlo sería considerar que tanto la reflexión del investigador como la misma experiencia mística están hoy determinadas por el trabajo que recopiló tantas informaciones y referencias en un lugar circunscrito en función de una coyuntura sociocultural.

En segundo lugar, los fenómenos psicosomáticos de la mística, con los que se busca en la modernidad ofrecer una legibilidad a las miradas descreídas, fueron sometidos a escrutinio por la mirada científica y los investigadores heredamos, en el mejor de los casos implícitamente, esa mirada. En el siglo xix el ejemplo de la mirada dirigida por el alienista sobre un conjunto de casos y hechos “místicos” es la del doctor Jean-Martin Charcot (1825-1893) que los diagnosticaba como casos de histeria. Así, en La foi qui guerit (1897), argumenta que Francisco de Asís y Teresa de Ávila son “histéricos innegables” con la capacidad de curar la histeria de otros. Charcot estaba absolutamente fascinado y perplejo por estas habilidades curativas. En otro texto, escrito junto con Paul Richer, Les demoniaques dans l’art (1887), Charcot y Richer diagnostican, retroactivamente, la posesión demoniaca como histeria. La asociación del misticismo con la histeria, particularmente el visionario y el de formas más somáticas (y más relacionadas con mujeres), se utilizó a principios del siglo xx (y más allá) para excluir la alteridad de una experiencia.3 La histérica, para Freud, es aquella que sufre síntomas corporales que no conoce y que el analista debe identificar. Lo que nos vuelve a llevar al problema del investigador capaz de develar la verdad naturalizada del investigado que sin embargo se empeña en sobrenaturalizarla y atribuir su agencia a dioses o demonios. El léxico corporal de la mística de los siglos xvi y xvii se produce cuando la frontera ya no se halla entre la naturaleza y la gracia, sino entre lo ordinario y lo extraordinario. Recordemos brevemente un itinerario. Naturaleza y gracia eran consideradas dos órdenes distintivos de la realidad, uno natural y otro sobrenatural. El régimen de lo ordinario sin embargo sólo conoce un orden de realidad que es el que se ve interrumpido por lo extraordinario. Lo ordinario se transforma en lo normal —en una genealogía que han rastreado cuidadosamente tanto Canguilhem como Foucault— en el periodo en que surgen la estadística y las políticas públicas de regularización de la población. Ahora bien, lo normal precisa de lo anormal frente a lo cual erigirse como tal. Lo anormal se disciplina y deviene así, lo patológico:4 “Ligada con su lenguaje corporal, la mística bordea o atraviesa la enfermedad, y tanto más cuanto en el siglo xix el carácter ‘extraordinario’ de la percepción se traduce, cada vez más por la ‘anormalidad’ de los fenómenos psicosomáticos” (Certeau, 2007: 353). La mística entra en el hospital psiquiátrico o en el museo etnográfico de lo maravilloso de esos otros (exóticos, ignorantes o supersticiosos) que no son como nosotros. El investigador opera en esta genealogía que no hace sino repetir, a través de la diferencia naturaleza/gracia, ordinario/extraordinario, normal/anormal, la cuestión espinosa de la alteridad. Lo que importa finalmente no es entonces “la evolución histórica” sino su vacilante e incesante reelaboración.

1Véase, sólo como ejemplo ilustrativo, Caroline Walker Bynum (1986: 399-439). Bynum confronta la lectura que Leo Steinberg hace de la sexualidad y la genitalidad de Cristo en el Renacimiento. Véase Leo Steinberg (1997), quien sostiene que la costumbre en las pinturas renacentistas de retratar los genitales del Niño Jesús tiene un serio propósito teológico que la modernidad ha consignado al olvido. Volveremos a la obra de Bynum posteriormente.

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