Tuvo la tentación de sujetar el cierre pero aquel sujeto podría darse cuenta. Un vértigo le invadió de nuevo. Se le pasó por la cabeza: ‘Me voy a caer’ pero el desconocido empezó a hablar y se recuperó.
“¿Qué pasa? ¿Están dormidas o muertas? Maldita sea!”, berreó con voz gruesa. «¡Oye, Alyona Ivánovna, ¡vieja bruja! Lizaveta Ivánovna, ¡preciosa! ¡abre la puerta! ¡Malditas sean! ¿Están dormidas o qué?”, Y de nuevo, enfurecido, tiró con todas sus fuerzas una docena de veces el timbre. Sin duda debía ser un hombre de autoridad y un conocido íntimo.
En ese momento se oyeron pasos ligeros y apresurados no muy lejos, en la escalera. Alguien más se acercaba. Raskólnikov no los había oído al principio. “¿Tal vez no hay nadie en casa?”, gritó el recién llegado con voz alegre y sonora, dirigiéndose al primer visitante, que seguía tocando el timbre.
“Buenas noches, Koch”.
‘Por su voz debe ser muy joven’, pensó Raskólnikov.
“¿Cómo saberlo? Casi he roto la cerradura”, respondió Koch. “Pero, ¿de dónde me conoces?”.
“¿Cómo que de dónde? Anteayer te gané tres veces en billar en Gambrinus”.
“¡Ah!”.
“¿Así que no están? Qué raro. ¿A dónde habrá ido la anciana? Vengo a hacer negocios con ella”.
“Sí, yo también”.
“Bueno, ¿qué podemos hacer? ¡Volver luego, supongo! Y yo que esperaba conseguir algo de dinero”, gritó el joven.
“Pues parece que no está, pero ¿para qué ha arreglado esta hora? Esta vieja bruja fijó la hora para que yo viniera y no me quedaba nada fácil. El diablo sabrá dónde puede estar. Se sienta aquí todo el año… esa vieja bruja… sus piernas están mal y sin embargo le da por salir a pasear”.
“¿No sería mejor preguntar al portero?”.
“¿Qué?”.
“A dónde ha ido y cuándo volverá”.
“Hum... ¡Maldita sea!... Podríamos preguntar... Pero sabes que nunca va a ninguna parte”, y tiró una vez más del tirador de la puerta. “¡Maldita sea! No hay nada que hacer, tenemos que irnos”.
“¡Quédate!”, gritó el joven de repente. “¿Ves cómo tiembla la puerta si tiras de ella?”.
“¿Y eso qué?”.
“Eso demuestra que no está cerrada con llave sino que está sujeta con el gancho. ¿Oyes cómo suena el gancho?”.
“¿Y entonces?”.
“¿Cómo que ‘entonces’? Eso demuestra que una de ellas está en casa. Si estuvieran ambas fuera, habrían cerrado la puerta desde fuera con la llave y no con el gancho desde adentro. Ahí, ¿oyes cómo el gancho está tintineando? Para cerrar el gancho por dentro deben estar en casa, ¿no lo ves? Así que ahí están sentadas y no abren la puerta”.
“¡Bueno! Y así debe ser”, gritó Koch, asombrado.
“¿Qué hacen ahí dentro?”, comenzó a sacudir furiosamente la puerta.
“Quieto”, volvió a gritar el joven. “No tires de ella. Algo debe haber pasado... Has estado jalando la puerta y todavía no abren. Así que se han desmayado las dos o...’.
“¿O qué?”.
“Hagamos esto. Vamos a buscar al portero para que las despierte”.
“Ok”.
Los dos iban a bajar.
“Quédate. Quédate aquí mientras yo bajo a buscar al portero”.
“¿Para qué?”.
“Bueno, me parece mejor”.
“Está bien”.
“¡Estoy estudiando leyes! Es evidente que hay algo mal aquí”, gritó el joven y corrió escaleras abajo.
Koch se quedó. Una vez más tocó suavemente la campana que emitió un tintineo y luego, como si reflexionara y mirando a su alrededor, empezó a tocar el pomo de la puerta tirando de ella y soltándola para asegurarse una vez más de que solo estaba sujeta por el gancho. Luego, resoplando y jadeando, se agachó y empezó a mirar por el ojo de la cerradura: pero la llave estaba en la cerradura por dentro y no se veía nada.
Raskólnikov se puso de pie sujetando con fuerza el hacha. Estaba en una especie de delirio. Incluso se preparaba para luchar cuando ellos entraran. Mientras golpeaban y hablaban, se le ocurrió varias veces la idea de acabar con todo de una vez y gritarles a través de la puerta. De vez en cuando se sentía tentado de insultarlos y maldecir, de burlarse de ellos mientras no pudieran abrir la puerta. “¡Solo dense prisa!”, fue el pensamiento que lo visitó.
“Pero, ¿qué diablos está haciendo?”. El tiempo pasaba, minuto a minuto, pero no llegó nadie. Koch comenzó a inquietarse.
“¿Pero qué pasa?”, gritó de repente y con impaciencia, abandonando su tarea de centinela. Bajó también, apresurándose y golpeando con sus pesadas botas la escalera. Los pasos se apagaron.
‘¡Cielo santo! ¿Qué voy a hacer?’, Raskólnikov soltó el gancho y abrió la puerta... No se oyó nada. Sin pensar en nada, salió, cerrando la puerta tan bien como pudo y bajó las escaleras.
Había bajado tres pisos cuando de repente oyó una voz fuerte abajo. ¿¡A dónde podía ir!? No había dónde esconderse. Pensó en devolverse.
“¡Ahí! Atrápenlo”, alguien salió corriendo de un piso inferior, gritando y en lugar de bajar las escaleras parecía estar cayendo en ellas, gritando a todo pulmón.
“¡Mitka! ¡Mitka! ¡Mitka! ¡Mitka! ¡Mitka! Que se vaya al infierno”.
El grito terminó en un chillido. Los últimos sonidos vinieron del patio. Todo estaba quieto. En el mismo instante, varios hombres hablando alto y rápido comenzaron a subir con estruendo las escaleras. Eran tres o cuatro. Distinguió la voz del joven. “¡Son ellos!”.
Lleno de desesperación, fue directo a su encuentro, pensando ‘¡Que pase lo que tenga que pasar!’. Si lo detenían, todo estaba perdido; si le dejaban pasar, todo estaba perdido también, pues se acordarían de él. Se acercaban y de pronto… ¡La liberación! A pocos pasos de él, a la derecha, había un piso vacío con la puerta abierta de par en par, el piso de la segunda planta donde los pintores habían estado trabajando y que, como si fuera para su beneficio, acababan de dejar. Eran ellos, sin duda, los que acabaron de bajar corriendo y gritando. El suelo estaba recién pintado y en medio de la habitación había un cubo y una olla rota con pintura y pinceles.
En un instante entró a hurtadillas por la puerta abierta y se escondió detrás de la pared, justo en el momento en que ellos llegaron al piso. Se dieron la vuelta y subieron al cuarto piso, hablando en voz alta. Él esperó, salió de puntillas y bajó corriendo las escaleras. No había nadie en las escaleras ni en el portal. Pasó como un gato por el portal y giró a la izquierda en la calle.
Lo sabía. Sabía perfectamente que en ese momento estaban todos en el piso, que se asombraron mucho al encontrarlo abierto, ya que la puerta acababa de ser cerrada, que ahora estaban viendo los cuerpos y, antes de que pasara otro minuto más, adivinarían que el asesino acababa de estar allí y había logrado esconderse en algún lugar, escabullirse de ellos y escapar. Lo más probable es que supieran que había estado en el piso vacío mientras ellos subían. Aun así, no se atrevió a acelerar mucho el paso, a pesar de que la siguiente curva estaba a casi cien metros de distancia.
‘¿Debería deslizarse a través de algún portal y esperar en alguna calle desconocida? No, ¡es inútil! ¿Debería lanzar el hacha? ¿Tomar un taxi? ¡No! No hay esperanza’.
Por fin llegó a la curva. Bajó por ella más muerto que vivo. Aquí estaba a medio camino de estar seguro y lo entendió enseguida. Ahora corría menos riesgo porque había una gran multitud de personas y él se perdía en ella como un grano de arena. Pero el sufrimiento lo había debilitado tanto que apenas podía moverse. El sudor le corría a gotas, su cuello estaba todo mojado. ‘¡Vaya si lo ha hecho!’, le gritó alguien cuando salió a la orilla del canal.
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