La anciana ya había hecho su testamento y Lizaveta sabía que por este testamento no recibiría ni un centavo; nada más que los muebles, las sillas y demás. Todo el dinero se lo dejaba a un monasterio en la provincia de N, para que se rezara por ella a perpetuidad. Lizaveta era de un rango inferior que su hermana, soltera y de aspecto tosco, notablemente alta y con unos pies largos que parecían estar doblados hacia fuera. Llevaba siempre zapatos de piel de cabra y se mantenía limpia. Lo que al estudiante más le causaba sorpresa y diversión era el hecho que Lizaveta estuviera siempre embarazada.
“Pero usted dice que es horrible”, detalló el oficial. “Sí, tiene la piel muy oscura y parece un soldado pero uno se da cuenta de que no lo es en absoluto. Tiene una cara y unos ojos muy bonitos y la prueba de ello es que mucha gente se siente atraída por ella. Es una criatura tan suave y gentil, dispuesta a soportar cualquier cosa, siempre dispuesta, dispuesta a todo. Y su sonrisa es realmente muy dulce”.
“Parece que tú también la encuentras atractiva”, se rió el oficial.
“Por su rareza. No, te diré algo. Podría matar a esa maldita anciana y quedarme con su dinero”, le aseguró, “sin el más mínimo remordimiento de conciencia”, añadió el estudiante con calidez. El oficial volvió a reírse mientras Raskólnikov se estremecía.
¡Qué extraño era aquello!
“Escucha, quiero hacerte una pregunta muy seria”, dijo acaloradamente el estudiante. “Estaba bromeando, por supuesto, pero mire: por un lado tenemos a una vieja estúpida, insensata, inútil, rencorosa, enferma y horrible, que no solo es inútil, sino que no tiene ni idea de lo que quiere en la vida y que morirá en uno o dos días. ¿Entiendes? ¿Entiendes?”.
“Sí, sí, lo entiendo”, respondió el oficial, observando atentamente a su compañero exaltado.
“Bien, escuche entonces. Por otra parte, hay miles de vidas de jóvenes, frescas, tiradas a la basura por falta de ayuda en todas partes. Cientas de miles de buenas acciones podrían hacerse para ayudar con el dinero de esa anciana que será enterrado en un monasterio. Cientos, miles tal vez, podrían encaminarse por el buen camino. Docenas de familias se salvarían de la indigencia, de la ruina, del vicio, de los hospitales y todo con su dinero. Matarla, tomar su dinero y con la ayuda de este realizar un servicio a la humanidad por el bien de todos… ¿Qué te parece? ¿Crees que un pequeño crimen no sería borrado por miles de buenas acciones? Por una vida se salvarían miles de la corrupción y la decadencia. Una muerte y cien vidas a cambio: ¡Es simple aritmética! Además, ¿qué valor tiene la vida de esa vieja enfermiza, estúpida y malhumorada en la balanza de la existencia? No más que la vida de un piojo, de un escarabajo negro, menos de hecho, porque la vieja está haciendo daño. Ella está desgastando la vida de otros. El otro día mordió el dedo de Lizaveta por despecho y casi deben amputárselo”.
“Por supuesto que no merece vivir”, comentó el oficial “pero ahí está, es la naturaleza”.
“Oh, bien, hermano, pero tenemos que corregir y dirigir la naturaleza y si no fuera por eso nos ahogaríamos en un océano de prejuicios. Si no fuera por eso, nunca habría existido un gran hombre. Hablan del deber, de la conciencia; no quiero decir nada contra el deber y la conciencia pero la cuestión es qué entendemos por ellos. Escucha-”.
“Espera, yo tengo otra pregunta que hacerte”.
“¿Cuál?”.
“Usted está hablando y hablando mucho pero dígame, ¿mataría usted a la anciana?”.
“¡Por supuesto que no! Solo estaba discutiendo si había justicia en ello... No tiene nada que ver conmigo...”.
“Creo que si usted mismo no lo haría entonces no hay justicia al respecto... Juguemos otra partida”.
Raskólnikov estaba violentamente agitado. Por supuesto, se trataba de todo un discurso y un pensamiento juvenil ordinario, como el que había oído antes en diferentes formas y sobre diferentes temas. Pero ¿por qué había oído por casualidad una discusión de ideas en el mismo momento en que su propio cerebro estaba concibiendo... las mismas ideas? Y ¿por qué justo en el momento en que había sembrado la semilla de esa idea sobre la anciana había escuchado de inmediato una conversación sobre ella? Esta coincidencia siempre le pareció extraña.
Esta charla trivial en una taberna tuvo una inmensa influencia sobre él y su acción posterior, como si realmente algo estuviera preordenado, algún indicio que lo guiaba...
Al volver del Mercado del Heno se tiró en el sofá y se sentó durante una hora entera sin moverse. Mientras tanto, oscurecía. No tenía vela y, de hecho, no se le ocurirría encenderla. Nunca pudo recordar si en ese momento se le pasó alguna idea por la cabeza. Por fin fue consciente de su fiebre y sus escalofríos y se dio cuenta, con alivio, de que podía acostarse en el sofá. Pronto se apoderó de él un sueño pesado, como si lo aplastara.
Durmió un tiempo largo y sin soñar. Nastasya, al entrar en su habitación a las diez de la mañana siguiente, tuvo dificultades para despertarlo. Le trajo pan y té. El té era de nuevo la segunda infusión y de nuevo en su propia tetera. “¡Dios mío, cómo duerme!”, exclamó indignada. “Y siempre está dormido”.
Se levantó con un esfuerzo. Le dolía la cabeza. Se levantó, dio una vuelta por su ático y se hundió de nuevo en el sofá.
“¡Se va a dormir otra vez!”, gritó Nastasya. “¿Estás enfermo?”.
Él no respondió.
“¿Quieres un poco de té?”.
“Después”, dijo con un esfuerzo, cerrando los ojos y volviéndose hacia la pared. Nastasya estaba de pie junto a él. “Tal vez sí está enfermo”, dijo ella, se dio la vuelta y salió. Volvió a entrar a las dos, con sopa. Él estaba tumbado como antes. El té seguía sin tocar. Nastasya se sintió ofendida y comenzó a despertarlo con furia.
“¿Por qué estás tumbado como un tronco?”, le dijo mirándolo con repulsión.
Él se levantó y se sentó de nuevo pero no dijo nada y fijó la mirada al suelo.
“¿Estás enfermo o no?», le preguntó Nastasya pero tampoco obtuvo respuesta. “Será mejor que salgas a respirar un poco de aire”, dijo tras una pausa.”¿Te lo vas a comer o no?”.
“Después”, dijo débilmente. “Puedes irte” y le indicó que saliera. Ella se quedó un poco más, lo miró con compasión y salió. Unos minutos después, él levantó los ojos y observó durante un largo rato el té y la sopa. Luego tomó el pan, cogió una cuchara y empezó a comer. Comió un poco, tres o cuatro cucharadas, sin apetito, como si fuera un hábito. La cabeza le dolía menos después de comer. Se tumbó de nuevo en el sofá pero ahora no podía dormir; se quedó tumbado sin moverse, con la cara en la almohada. Le atormentaban los sueños diurnos tan extraños. En uno de ellos, que se repetía una y otra vez, creyó que estaba en África, en Egipto, en una especie de oasis. La caravana descansaba, con los camellos tranquilos y pacíficos y las palmeras formando un círculo perfecto; todo el grupo estaba cenando pero él bebía agua de un manantial que fluía a borbotones cerca de allí. Estaba tan fresca, era maravillosa, azul y fría, corría entre las piedras de colores y sobre la arena limpia que brillaba aquí y allá como el oro... De repente, oyó el sonido de un reloj. Se puso en marcha, se despertó, levantó la cabeza, miró por la ventana y, al ver lo tarde que era, se paró de golpe, como si alguien lo hubiera sacado del sofá. Se arrastró de puntillas hasta la puerta, la abrió sigilosamente y comenzó a escuchar en la escalera. Su corazón latía con estruendos. Pero todo estaba tranquilo en las escaleras, como si el mundo estuviera dormido... Le pareció extraño y monstruoso que pudiera haber dormido en tal olvido del día anterior sin hacer nada. No había preparado nada todavía... y mientras tanto, tal vez, ya eran las seis.
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