Fiódor Dostoyevski - Crimen y castigo

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En Crimen y castigo el joven estudiante Raskolnikov decide escenificar su nihilismo y hacer de paso un favor a la sociedad asesinado a una vieja usurera, un parasito segun sus propias palabras. Asi se enmarca una novela que expresa la esencia mas profunda de la tragedia, a la que el autor altera la catastrofe final mostrando sobre las tablas la historia el crimen y el castigo esto es el fruto de la catarsis de la piedad y el terror en el alma del protagonista

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“¿Qué te pasa? ¿De verdad eres cristiano, demonio?”, gritó un anciano entre la multitud.

“¿Alguien ha visto alguna vez algo parecido? Una bestia desgraciada como esa tirando de un carro tan cargado”, dijo otro.

“La matarás”, gritó el tercero.

“¡No te metas! Es mi propiedad y haré lo que yo decida. ¡Suban, más de ustedes! ¡Suban todos! ¡Haré que se vaya al galope!”.

La risa se convirtió en un rugido y lo cubrió todo. La yegua, despertada por la lluvia de golpes, comenzó a patalear débilmente. Incluso el viejo no pudo evitar sonreír. Pensar en una pequeña y miserable bestia como esa intentando patear. Dos muchachos de la multitud tomaron látigos y corrieron hacia la yegua para golpearla en las costillas. Uno corrió a cada lado.

“Golpéala en la cara, en los ojos, en los ojos”, gritó Mikolka. “¡Canta una canción, compañero!”, gritó alguien en el carro y todos se unieron en una canción desenfrenada, tintineando una pandereta y silbando. La mujer gorda siguió rompiendo nueces y riendo...

El niño corrió junto a la yegua, pasó por delante de ella y vio cómo era azotada en los ojos… ¡Justo en los ojos! Estaba llorando, se sentía ahogado mientras sus lágrimas corrían. Uno de los hombres le hizo un corte en la cara con el látigo pero él no lo sintió. Con las manos enredadas y gritando se abalanzó sobre el anciano de la barba gris que sacudía la cabeza en señal de desaprobación. Una mujer le agarró de la mano y se lo habría llevado pero él se separó de ella y corrió hacia la yegua. Ella estaba casi en el último suspiro pero comenzó a patalear una vez más.

“Te enseñaré a patear”, gritó Mikolka con ferocidad. Tiró el látigo, se inclinó hacia delante y cogió del fondo del carro un palo largo y grueso. Tomó un extremo con ambas manos y, con un esfuerzo, lo blandió sobre la yegua.

“¡La aplastará!”, gritaron a su alrededor. “¡La matará!”.

“Es de mi propiedad”, gritó Mikolka y blandió el palo con un golpe seco. Se oyó un fuerte estruendo.

“¡Golpéala, golpéala! ¿Por qué te has detenido?”, gritaron las voces de la multitud y Mikolka balanceó la vara por segunda vez y de nuevo impactó la columna vertebral de la desafortunada yegua. Ella se hundió en sus ancas pero se tambaleó hacia adelante y tiró con toda su fuerza, jalando primero de un lado y luego del otro, tratando de mover el carro. Pero los seis látigos la atacaban en todas las direcciones. El asta se levantó de nuevo y cayó sobre ella una tercera vez y luego una cuarta vez, con fuertes y medidos golpes.

Mikolka estaba furioso por no haberla matado de un solo golpe.

“¡Es una dura!”, se gritó en la multitud.

“Ella caerá en un minuto, compañeros, pronto habrá un final, pronto acabarán con ella”, dijo un espectador admirando desde la multitud.

“¡Trae un hacha! ¡Acaba con ella!”, gritó un tercero.

“¡Ya te enseñaré! ¡Apártate!”, gritó Mikolka frenéticamente. Soltó la vara, se agachó y cogió una palanca de hierro.

“¡Cuidado!”, gritó y con todas sus fuerzas le dio un golpe definitivo a la pobre yegua. Ella se tambaleó, se hundió, intentó tirar pero la palanca cayó de nuevo con un golpe oscilante en su espalda y se derrumbó en el suelo como un tronco.

“Acaba con ella”, gritó Mikolka y saltó fuera del carro. Varios jóvenes, también enrojecidos por la bebida, se apoderaron de todo lo que pudieron encontrar... Látigos, palos, pértigas, y corrieron hacia la yegua moribunda. Mikolka se puso a un lado y comenzó a dar golpes al azar con la palanca. La yegua estiró la cabeza, dio un suspiro y murió.

“La has masacrado”, gritó alguien entre la multitud.

“¿Por qué no galopa entonces? ¡Mi propiedad!”, gritó Mikolka con los ojos inyectados en sangre, blandiendo la barra en sus manos. Se puso de pie como lamentando no tener nada más que golpear.

“No te equivoques, no eres cristiano”, gritaban muchas voces en la multitud.

Pero el pobre muchacho, fuera de sí, se abrió paso, gritando, a través de la multitud hacia el jamelgo, puso sus brazos alrededor de su cabeza muerta y sangrante y la besó. Besó los ojos y besó los labios... Luego saltó y voló enloquecido con sus pequeños puños hacia Mikolka. En ese instante su padre, que había corrido tras él, lo agarró y lo sacó de la multitud.

“Vamos, vamos. Vamos a casa”, le dijo.

“Padre, ¿por qué han matado al pobre caballo?”, sollozó pero su voz se quebró y las palabras salieron en gritos de su pecho jadeante.

“Son borrachos... Son brutos... ¡No saben lo que hacen!”.

Rodeó a su padre con los brazos pero se sintió asfixiado, ahogado. Intentó respirar, gritar, y se despertó. Se despertó, jadeando, con el pelo empapado de sudor y se levantó aterrorizado.

‘Gracias a Dios, solo ha sido un sueño’, dijo sentándose bajo un árbol y respirando profundamente.

‘Pero, ¿qué es? ¿Se trata de una fiebre? Un sueño tan horrible’.

Se sintió completamente destrozado. La oscuridad y la confusión habitaban su alma. Apoyó los codos en las rodillas y la cabeza en las manos.

‘¡Dios mío!’, exclamó, ‘¿puede ser que yo tome un hacha, la golpee en la cabeza, le abra el cráneo y pisando la sangre caliente y pegajosa, rompa la cerradura, la robe y tiemble… para luego esconderme, todo salpicado en la sangre... con el hacha... Dios mío, ¿puede ser?’. Mientras decía esto, temblaba como una hoja.

‘Pero, ¿por qué sigo así?’, continuó sentándose de nuevo como si se tratara de un profundo asombro. ‘Sé que nunca me atrevería a hacerlo, así que, ¿por qué me he torturado hasta ahora? ¿Por qué me he estado torturando hasta ahora? Ayer, cuando fui a hacer ese... experimento, ayer me di cuenta completamente que nunca podría soportar hacerlo... ¿Por qué, entonces, estoy repasando eso de nuevo? ¿Por qué estoy dudando? Ayer, mientras bajaba las escaleras me dije que era algo vil. El solo hecho de pensarlo me hizo sentir mal y me llenó de horror. ¡No, no podría hacerlo, no podría hacerlo! Válido que no hay ningún fallo en todo ese razonamiento, que todo lo que he concluido este último mes es claro como el día, indiscutible como la aritmética... ¡Dios mío! ¡De todos modos no me atreví a hacerlo! ¡No podía hacerlo, no podía hacerlo! ¿Por qué, por qué entonces estoy todavía...’.

Se puso en pie, miró a su alrededor con asombro, como si estuviera sorprendido de encontrarse en este lugar y se dirigió hacia el puente. Estaba pálido, sus ojos brillaban y sentía agotamiento en todos sus miembros pero de repente parecía respirar con más facilidad. Sintió que se había desprendido de aquella temible carga que durante tanto tiempo le había pesado y experimentó una sensación de alivio y paz en su alma.

‘Señor’, rezó, ‘muéstrame mi camino. Renuncio a ese maldito... sueño mío’.

Al cruzar el puente contempló tranquila y sosegadamente el río Neva, acompañado del sol rojo que se ponía resplandeciente en el cielo. A pesar de su debilidad, no era consciente del cansancio. Era como si un absceso que se había estado formando durante un mes en su corazón se hubiera roto de repente. ¡Libertad, ¡Libertad! Estaba libre de ese hechizo, de esa brujería, de esa obsesión.

Más tarde, cuando recordó aquella época y todo lo que le ocurrió durante esos días, minuto a minuto, punto por punto, quedó supersticiosamente impresionado por una circunstancia, que, aunque en sí misma no es muy excepcional, siempre le pareció el punto de inflexión predestinado de su destino. Nunca pudo entender y explicarse a sí mismo por qué, cuando estaba cansado y agotado, cuando hubiera sido más conveniente para él ir a casa por el camino más corto y directo, había regresado por el Mercado del Heno, donde no tenía necesidad de ir. A todas luces estaba lejos de su ruta, aunque no mucho. Es cierto que le ocurrió docenas de veces que volvió a casa sin darse cuenta de las calles por las que pasaba.

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