Título original: Prestupléniye i nakazániye
Traducción: Alejo Lopera
Primera edición en esta colección: septiembre de 2021
© 1866, Fiódor Dostoyevski
© Sin Fronteras Grupo Editorial
ISBN: 978-958-5191-46-4
Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano
Edición: Sara Palacio Gaviria
Diseño de colección y diagramación:
Paula Andrea Gutiérrez Roldán
Impreso en Colombia, septiembre de 2021
Multimpresos S.A.S.
Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado: impresión, fotocopia, etc, sin el permiso previo del editor.
Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.
Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Era una noche excepcionalmente calurosa de principios de julio, cuando un joven salió del ático en el que se alojaba en S. Placey y caminó despacio, como si estuviera dudando, hacia el puente K. Había evitado con éxito el encuentro con su casera en la escalera. El ático se encontraba bajo el tejado de una casa alta de cinco pisos y se parecía más a un armario que a una habitación.
La casera que le proporcionaba la estadía, las cenas y la asistencia vivía en el piso de abajo y cada vez que salía se veía obligado a pasar por su cocina, cuya puerta siempre estaba abierta. Casi siempre, al pasar, el joven tenía una sensación de malestar y miedo que le hacía fruncir el ceño y sentirse avergonzado. Estaba endeudado y tenía miedo de encontrarse con ella.
Esto no se debía a que fuera cobarde y tímido, sino todo lo contrario; pero desde hace algún tiempo lo habitaba un estado de irritación excesiva que rayaba en la hipocondría. Estaba tan absorto en sí mismo y aislado de sus compañeros que temía encontrarse, no solo con su casera, sino con cualquier persona. Aplastado por la pobreza, las angustias de su posición habían dejado de pesarle en los últimos días. Había dejado de ocuparse de los asuntos de importancia práctica; había perdido todo deseo de hacerlo.
Nada de lo que pudiera hacer la dueña de casa le causaba verdadero terror. Pero ser detenido en las escaleras, obligarse a escuchar sus triviales e irrelevantes cotilleos, sus insistentes demandas de pago, amenazas y quejas y devanarse los sesos en busca de excusas, a evadir, a mentir... No. Era preferible escabullirse por las escaleras como un gato y escapar sin ser visto.
Esta tarde, sin embargo, al salir a la calle, se dio cuenta de sus temores. ‘Quiero intentar una cosa así y estoy asustado por estas minucias’, pensó con una sonrisa extraña. ‘Um... sí. Todo está en manos de un hombre y lo deja escapar por cobardía: es un axioma. Sería interesante saber a qué le tienen más miedo los hombres. Dar un nuevo paso, pronunciar una nueva palabra es lo que más temen... Pero estoy hablando demasiado. Es porque parloteo que no hago nada. Aunque también podría decir: no hago nada porque parloteo. He aprendido a parlotear este último mes, tumbado durante días en mi guarida pensando... en Jack, el cazagigantes. ¿Por qué voy allí ahora? ¿Soy capaz de eso ? ¿Es eso algo serio? No es serio en absoluto. Es simplemente una fantasía para divertirme, ¡un juguete! Sí, tal vez sea un juguete’.
El calor en la calle era terrible y a ello se le agregaba la falta de aire, la bulla y el yeso, los andamios, los ladrillos y el polvo sobre él. Ese hedor especial de Petersburgo, tan familiar para los que no pueden salir de la ciudad en verano. Todo ello trabajaba sobre los nervios del joven, ya sobrecargado de nerviosismo. El insoportable hedor de las tabernas, que son especialmente numerosas en esa parte de la ciudad, y los hombres borrachos que se cruzaba a cada paso, a pesar de ser un día laborable, completaban la repugnante miseria del cuadro. Una expresión del más profundo asco brilló por un momento en el refinado rostro del joven.
Era, por cierto, bastante guapo, de estatura superior a la media, delgado, bien constituido, con una hermosa oscuridad en sus ojos y su pelo castaño. Pronto se sumió en un profundo o, más bien, en un completo vacío mental; caminaba sin observar o preocuparse por lo que le rodeaba y no le importaba observarlo. De vez en cuando murmuraba algo, por la costumbre de hablar consigo mismo, que hace poco había confesado. En momentos como estos se daba cuenta de que sus ideas estaban enredadas y que además estaba muy débil; durante dos días apenas había comido. Iba tan mal vestido que incluso un hombre acostumbrado a la mala vida se habría avergonzado de ser visto en la calle con semejantes harapos. Sin embargo, en aquel barrio de la ciudad, cualquier defecto en la vestimenta a duras penas habría creado sorpresa.
Debido a la proximidad del Mercado del Heno, el número de establecimientos de mal carácter, la preponderancia de la población comercial y obrera que se amontonaba en estas calles y callejones del corazón de Petersburgo, se veían tipos tan variados que ninguna figura, por extraña que fuera, habría causado sorpresa. Pero había tal amargura y desprecio acumulados en el corazón del joven que, a pesar de toda la juventud, lo que menos le importaba era vestir sus harapos en la calle.
Otra cosa era cuando se encontraba con conocidos o antiguos compañeros de estudio, con los que, de hecho, le disgustaba coincidir en cualquier momento. Y, sin embargo, el joven se detuvo en el acto cuando un borracho, que por alguna razón desconocida llevaban en una carreta tirada por un caballo, le gritó de repente: “¡Eh, tú, sombrerero alemán!” y se agarró temblorosamente el sombrero. Era un sombrero alto y redondo, de marca Zimmerman pero muy gastado, oxidado por la edad, roto y con manchas, sin ala y doblado por un lado de la manera más indecorosa. Aun así, no la vergüenza, sino otra sensación parecida al terror se apoderó de él.
‘Lo sabía’, murmuró confundido, ‘¡lo creía! ¡Eso es lo peor de todo! Una estupidez como esta, el detalle más trivial podría echar a perder todo el plan. Sí, mi sombrero es demasiado notable... Parece absurdo y eso lo hace notable... Con mis harapos debería llevar una gorra, cualquier tipo de prenda vieja pero no esta cosa grotesca. Nadie llevaría un sombrero así, se nota a leguas, se recordaría... Lo que importa es que la gente lo recuerda y eso les daría una pista. ¡Para hacer eso uno debe ser lo menos llamativo posible...! Pequeñeces, pequeñeces, ¡eso es lo que importa! Porque son esas pequeñeces las que siempre arruinan todo...’.
No tenía que ir muy lejos. De hecho, sabía cuántos pasos había desde la puerta de su casa: exactamente setecientos treinta. Los había contado una vez, cuando estaba perdido en sueños. En aquel momento no le tenía ninguna fe a esos sueños y solo se dejó tentar por su temeridad espantosa pero atrevida. Ahora, un mes después, había empezado a verlos de otra manera y, a pesar de los monólogos en los que se burlaba de su propia impotencia e indecisión, había llegado a considerar involuntariamente este sueño ‘horrible’ como una hazaña que debía intentar, aunque él mismo no se diera cuenta de ello. Ahora iba a ensayar eso y con cada paso su agitación se volvía más y más violenta.
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