Fiódor Dostoyevski - Crimen y castigo
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La llave dentada encajó de inmediato y la abrió. En la parte superior, bajo una sábana blanca, había un abrigo de brocado rojo forrado de piel de liebre; debajo había un vestido de seda, luego un chal y parecía que lo demás era ropa. Lo primero que hizo fue limpiarse las manos manchadas de sangre en el brocado rojo. ‘Es rojo y sobre la sangre roja se notará menos’, pensó. ‘Dios mío, ¿me estoy volviendo loco?’, pensó aterrorizado. Apenas tocó la ropa, un reloj de oro se deslizó por debajo del abrigo de piel y se apresuró a darles la vuelta. Resultó que había varios artículos de oro entre la ropa, tal vez en todas las prendas, sin redimir o esperando ser redimidos: brazaletes, cadenas, pendientes, alfileres y cosas así.
Algunos estaban en cajas, otros solo envueltos en papel periódico, doblados con cuidado y exactitud y atados con cinta adhesiva. Sin demora, comenzó a llenar los bolsillos del pantalón y del abrigo sin examinar ni deshacer los paquetes y las cajas pero no tuvo tiempo de tomar muchos. En ese momento oyó pasos en la habitación donde yacía la anciana. Se detuvo en seco y se quedó quieto como la muerte. Todo estaba tranquilo. Debía ser su imaginación. Luego oyó un alarido, como si alguien hubiera emitido un gemido bajo y roto. Luego, de nuevo, un silencio absoluto durante uno o dos minutos. Se sentó en cuclillas junto a la caja y esperó conteniendo la respiración. Después se levantó de un salto, cogió el hacha y salió corriendo de la habitación.
En el medio de la habitación estaba Lizaveta con un gran paquete en los brazos. Contemplaba estupefacta a su hermana asesinada, blanca como una sábana y parecía no tener fuerza para gritar. Al verlo a salir corriendo del dormitorio, empezó a temblar sin fuerzas por todo su cuerpo, como una hoja, con un escalofrío en la cara y levantó la mano. Comenzó a retroceder con suavidad hasta alejarse de él en dirección hacia el rincón, con la mirada fija, sin detenerse pero sin emitir ningún sonido, como si no tuviera aliento para gritar. Él se abalanzó sobre ella con el hacha. La boca de ella se movía lastimosamente, como se ven las bocas de los bebés cuando empiezan a estar asustados que miran fijamente a lo que les asusta y están a punto de gritar. La desdichada Lizaveta era tan sencilla que ni siquiera levantó una mano para protegerse la cara, aunque esa era la acción más necesaria y natural en aquel momento, pues el hacha estaba levantada sobre su cara. Solo alzó su mano izquierda vacía pero no hacia su cara sino que la extendió ante ella como si le indicara que se fuera. El hacha cayó con el filo justo sobre el cráneo y partió de un golpe toda la parte superior de la cabeza. Ella cayó como un tronco al instante. Raskólnikov perdió por completo la cabeza, quitándole el paquete que la mujer sostenía para luego dejarlo caer y correr hacia la entrada. El miedo se apoderó cada vez más de su cuerpo, en especial luego de este segundo e inesperado asesinato. Ansiaba huir del lugar lo más rápido posible y si en aquel momento hubiera sido capaz de ver y razonar, si hubiera podido darse cuenta de todas las dificultades de su posición, la desesperación, de los obstáculos y, tal vez, de los crímenes que tenía que superar o cometer para salir de aquel lugar y volver a casa, en toda probabilidad, lo habría abandonado todo y hubiera ido a entregarse, no por miedo, sino por simple horror y aversión por lo que había hecho.
Un sentimiento de odio surgió dentro de él y se hizo más fuerte con cada minuto. Ahora, por nada del mundo, habría ido al arca, ni siquiera a la habitación. Una especie de ceguera, quizás una ensoñación, empezó a apoderarse de él; por momentos se olvidaba de sí mismo, o más bien a sí mismo, o mejor dicho, olvidaba lo que era importante y se fijaba en las nimiedades. Sin embargo, al mirar a la cocina y ver un cubo de agua medio lleno de agua en un banco, se le ocurrió lavarse las manos y el hacha. Sus manos estaban pegajosas de sangre. Dejó caer el hacha con la hoja en el agua, cogió un trozo de jabón que estaba en un platillo roto sobre la ventana y comenzó a lavarse las manos en el cubo.
Cuando las tuvo limpias sacó el hacha, lavó la hoja y pasó largo rato, unos tres minutos, lavando la madera, frotando con jabón donde había manchas de sangre. Luego lo limpió todo con un poco de lino que estaba colgado para secar en un tendedero en la cocina y estuvo un largo rato atentamente examinando el hacha en la ventana. No quedaba ningún rastro en ella, solo la madera estaba, todavía, húmeda. Colgó cuidadosamente el hacha en el lazo bajo su abrigo. Luego, en la medida de lo posible, en la penumbra de la cocina, revisó su abrigo, sus pantalones y sus botas. A primera vista no parecía haber más que manchas en las botas. Mojó el trapo y frotó las botas. Pero sabía que no estaba mirando a fondo y que podría haber algo bastante notable que estaba pasando por alto. Se quedó de pie en el medio de la habitación, perdido en sus pensamientos, con la idea de que estaba loco y que en ese momento era incapaz de razonar, de protegerse a sí mismo y tal vez debería estar haciendo algo completamente diferente.
“¡Dios mío!”, murmuró, “debo irme, largarme”, y se precipitó a la entrada.
Allí le esperaba un choque de terror como nunca antes había conocido. Se quedó mirando y no podía creer lo que veía: la puerta exterior de la escalera, donde no hacía mucho había tocado, estaba desatada y por lo menos quince centímetros abierta. Sin cerradura, sin cerrojo, todo el tiempo, todo ese tiempo.
La anciana no había cerrado tras él, quizá por precaución. Pero, ¡Dios mío! ¡Él había visto a Lizaveta después! ¿Cómo pudo no deducir que ella debió entrar de alguna manera? No pudo haber pasado a través de la pared. Se precipitó hacia la puerta y cerró el pestillo. ¡Pero no! ¡Otra vez el error!, ‘Tengo que salir, salir, salir...’.
Desbloqueó el pestillo, abrió la puerta y comenzó a escuchar en la escalera. Escuchó mucho tiempo. En algún lugar lejano, tal vez en el portal, dos voces gritaban con fuerza y discutían. ‘¿De qué se trata?’, esperó pacientemente. Por fin, todo estaba quieto, como si el problema hubiese desaparecido. Quería salir pero en el piso de abajo se abrió con estruendo una puerta y alguien comenzó a bajar las escaleras tarareando una melodía. ‘¿Cómo es que todos hacen tanto ruido?’, pasó por su mente. Una vez más cerró la puerta y esperó. Por fin todo estaba quieto, ni un alma se movía. Estaba dando un paso hacia la escalera cuando oyó nuevos pasos.
Los pasos sonaban muy lejos, al final de la escalera, pero recordaba con toda claridad y nitidez que desde el primer sonido empezó a sospechar, por alguna razón, que se trataba de alguien que llegaba al cuarto piso para ver a la anciana. ¿Por qué? ¿Eran esos sonidos de alguna manera peculiares o significativos? Los pasos eran pesados, uniformes y sin prisa. Ahora había pasado el primer piso y estaba subiendo más alto. El sonido era cada vez más y más. Podía oír su pesada respiración. El sonido alcanzó el tercer piso. ‘¡Ya viene!’, y le pareció petrificarse, como en un sueño en el que uno es perseguido para ser atrapado y asesinado, clavado en el sitio, sin poder, siquiera, mover los brazos.
Por fin, cuando el desconocido estaba subiendo al cuarto piso, se puso en marcha y logró deslizarse con velocidad hacia el interior del piso y cerrar la puerta tras de sí. Entonces cogió el gancho y, sin hacer ruido, lo fijó. El instinto le ayudó. Una vez hecho esto, se agachó conteniendo la respiración junto a la puerta. El visitante desconocido estaba también en la puerta y yacían de pie el uno frente al otro, como él había estado antes de pie con la anciana, cuando la puerta los separaba y él escuchaba.
El visitante jadeó varias veces. ‘Debe ser un hombre grande y gordo’, pensó Raskólnikov, apretando el hacha en su mano. Parecía, en efecto, un sueño. El visitante cogió la campana y la hizo sonar con fuerza. Tan pronto como la campana de hojalata tintineó, Raskólnikov pareció ser consciente de que algo se movía en la habitación. Durante algunos segundos escuchó con mucha seriedad. El desconocido volvió a llamar, esperó y, al final, tiró con violencia del picaporte de la puerta. Raskólnikov miró horrorizado el gancho que se agitaba y con un terror inexpresivo esperaba a cada minuto que el cierre se arrancara. Ciertamente parecía posible con tal violencia.
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