Sin olvidar que la tarea del historiador del arte tiene un segundo foco de atención en lo que ocurre con el arte en Colombia, no sobra recordar que, desde la época prehispánica hasta nuestros días, muchas de las manifestaciones artísticas están por ser registradas, cartografiadas y analizadas. En nuestros museos varias de las piezas exhibidas sólo tienen la etiqueta del inventario; otras obras están a punto de desaparecer por olvido, negligencia e ignorancia, como los frescos de la iglesia parroquial de Turmequé, situada a menos de 80 kilómetros de Bogotá y posiblemente una de las escasas pruebas de la presencia del Renacimiento español en América a finales del siglo XVI, antes de la llegada de los pintores Figueroa. Pero estas obras no sólo deben preservarse: deben ser también objeto de esclarecimiento de sentido. De esa manera el historiador del arte que formamos en nuestras aulas estará en condiciones de aportar elementos que permitan comprender mejor nuestra cultura en pasado, presente y futuro.
Es interesante constatar que, con la apertura de la Maestría en Estética e Historia del Arte, nuestros primeros egresados, sin perder de vista el doble foco que he planteado antes, han asumido ese reto a cabalidad y esta circunstancia, además de ser motivo de orgullo, nos compromete con un panorama optimista. Sus trabajos de investigación han contribuido a llenar vacíos, pues han documentado el sentido de experiencias artísticas pretéritas. Termino mencionando algunos ejemplos: el problema del dolor en la escultura colonial, estudiado por Martín Mesa; el análisis de Claudia Angélica Reyes sobre la representación de lo femenino en los heraldos y carteles de cine entre los años treinta y cuarenta; y la investigación adelantada por Adriana González acerca de la mística y el delirio en la serie de retratos de las monjas muertas, constituyen tres casos de los aportes al trabajo cotidiano y permanente de construcción plural de cultura desde la historia del arte.
Estoy absolutamente seguro de que los trabajos aquí reunidos son otro avance significativo para la consolidación de la historia del arte en Colombia y serán referente obligado para estudiantes e investigadores.
Álvaro Corral Cuartas
Durante el proceso de edición del libro era el Director del Departamento de Humanidades de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano.
Actualmente es profesor en la Universidad del Rosario.
Los retos en la investigación de las humanidades sólo pueden validarse revisando su relación más próxima con las transformaciones sociales y culturales. Por tanto, hoy día no pueden desconocerse los contextos a partir de los cuales se forma el saber social; de hecho, es la propia práctica de la investigación y su devenir histórico lo que nos permite comprender las crisis y los desafíos que enfrentamos quienes trabajamos en ella. La historia del arte no puede excluirse de tal inferencia: al ser parte de la construcción social y cultural de los fenómenos artísticos, está llamada a revisar y cuestionar las diferentes visiones y aproximaciones de su quehacer. Por lo anterior, podemos preguntarnos: ¿por qué es necesario formar historiadores del arte en los niveles educativos de pregrado y posgrado? Considerando que la situación patrimonial actual da cuenta de una constante y urgente necesidad de formación y reflexión sobre los documentos artísticos y culturales existentes en el país, es importante revisar qué solicitan los estudios de la historia del arte y cómo se practica en la actualidad. Así mismo, es necesario pensar en qué forma establecemos diálogos inter y transdisciplinarios, con el fin de vislumbrar sus mejores perspectivas en la formación de historiadores del arte en Colombia.
Este texto surge de una necesidad: la socialización y visibilización de los procesos investigativos llevados a cabo durante la última década en el Departamento de Humanidades de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. En este espacio se ha gestado una constante reflexión en torno a la disciplina de la historia del arte y sus posibilidades discursivas, pedagógicas y de profesionalización, de la cual surgieron el pregrado en Historia del Arte y la Maestría en Estética e Historia del Arte. En estos programas hemos planteado las alternativas más cercanas al objeto de estudio de la disciplina: la cultura visual y material.
Horizontes culturales de la historia del arte. Aportes para una acción compartida en Colombia da cuenta de reflexiones que van desde las invisibilidades, entendidas como silencios u omisiones en la historia del arte, pasando por las conexiones complejas entre estética e historia del arte, hasta las vicisitudes de su práctica en el museo o lugares alternativos. También, examinamos la memoria del arte como nuevo modo de representación, la relectura y la construcción de subjetividad. Temas y enfoques pertinentes, necesarios y posibilitadores de respuestas que reclaman un tiempo de asentamiento para tomar acciones concretas en el currículo y en los enfoques de nuestros programas dentro de un ineludible horizonte en transformación.
Este volumen constituye el inicio de una aventura de perspectivas y posibilidades en nuestros programas en historia del arte, los cuales permitirán forjar la formación de estudiantes tenaces y capaces de asumir el nuevo reto del estudio sobre el objeto artístico, la imagen, la cultura visual, los lugares de la memoria del arte. Es el inicio de una conversación como bien lo había anunciado Ernst Gombrich en relación con la historia “es como un queso gruyer, está llena de agujeros”. En este sentido, lo interpela Peter Burke: “la historia es como un espejismo, nunca se alcanza, pero es bueno estar orientados por ella, es como vamos a estar más cerca de lograrla” (Ares 2013).
El libro está organizado en cuatro partes y un apéndice. La primera “(In)visibilidades en la historia del arte” reflexiona sobre investigaciones acerca de la historia del arte colombiano, a través de nuevas narrativas y escrituras singulares como el feminismo, la censura, los estudios de género y las identidades culturales.
Esta sección inicia con un ensayo de Karen Cordero Reiman, en el cual propone analizar algunas de las estrategias en la escritura de la historia del arte, en sus distintas modalidades metodológicas, en los que se favorece la normalización, o invisibilización de las diferencias, en los procesos de percepción y los sujetos de enunciación. Asimismo, aborda algunos de los momentos y las posturas historiográficas que irrumpen en esta tónica para abrir las voces e interlocutores en los textos disciplinares, con atención particular al impacto del feminismo y los estudios de género a partir de la década de 1970. A partir de algunos escritos de la historiadora del arte feminista Griselda Pollock, Cordero Reiman ejemplifica los retos para la escritura presentados por la introducción explícita de cuerpo, género y afecto en la prosa sobre el arte, y comenta algunas de sus implicaciones para la transformación de la docencia, la práctica de la investigación, y la inserción social del campo.
Por otro lado, la investigación de María Clara Cortés Polanía expone cómo el Taller 4 Rojo fue uno de los primeros colectivos artísticos que surgió en Colombia. El reconocimiento de su trabajo en la Historia del Arte ha sido tangencial, primero, debido a los límites borrosos de su propuesta de carácter interdisciplinario y, segundo, a causa de las filiaciones políticas de sus miembros, abiertamente comprometidos con diferentes facciones de la izquierda del país. El trabajo del Taller, que incluía la elaboración de carteles y cartillas, una propuesta pedagógica en la Escuela Taller y la participación en acciones sociopolíticas, obliga a situarse en un terreno movedizo que toca los campos del arte, el diseño y el accionismo político. La investigadora, en este escrito, plantea una tensión entre la ficción exagerada y la documentación fidedigna, fruto de los temas de denuncia que hacían necesaria su forma de trabajo. El análisis consiste en combinaciones entre registros fotográficos reales y puestas en escena de las acciones políticas que completan la historia censurada, es decir, las imágenes nunca publicadas, en una lucha por hacer visible lo denunciado. Los artistas del Taller 4 Rojo trabajaban a partir de grabado, collage y fotomontajes, siguiendo la herencia de artistas como John Heartfield, y en constante comunicación con el cartelismo cubano y chileno.
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