Marta Fernández Peña - Ciudadanos, electores, representantes

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Este libro ofrece un análisis de la construcción de la ciudadanía y la representación política en Perú y Ecuador durante la segunda mitad del siglo XIX, concretamente en torno a la década de 1860. La configuración y el funcionamiento del Parlamento son el punto de referencia fundamental en esta investigación, en la que resulta crucial el análisis del discurso, especialmente del parlamentario. Los representantes de este fueron los encargados de elaborar, debatir y promulgar todo tipo de textos legislativos que sentarían las bases del juego político. Además, fueron los responsables de diseñar el sistema electoral del que saldrían electos los propios congresistas. En este proceso era fundamental el desarrollo de los debates parlamentarios, especialmente aquellos que configuraban los contornos de la inclusión y la exclusión política. A partir de aquí, las élites políticas e intelectuales peruanas y ecuatorianas definieron las diferentes categorías políticas -ciudadanos, electores y representantes-, que dan título a esta obra. Para acceder a cada una de estas, los propios parlamentarios tuvieron que delimitar una serie de requisitos en los que entraban en juego aspectos como el territorio, el género o la raza, elementos que se cruzan en esta investigación. Además, los casos de estudio señalados se insertan en un contexto geográfico más amplio, utilizando para ello una metodología comparativa y un enfoque transnacional que permite abarcar varios niveles espaciales: el ámbito andino, el contexto iberoamericano y el espacio atlántico.

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[...] ya se sabe que cuando los ciudadanos eligen un diputado es para que perore en la tribuna, como, cuando compran un canario, es para que cante en la jaula. Diputados y canarios mudos hacen triste papel, y aun parece que el animalito cometiera un robo a su patrón comiéndole en silencio la mostaza, como también el diputado que solo se pone de pie y se sienta parece que robara sus dietas al Estado. 52

Pero no solo debían tomar la palabra: los representantes debían ser también buenos oradores, pues mediante sus intervenciones tenían que tratar de convencer de una determinada opinión al resto de la sala. Para ello, utilizaban constantes ejemplos, exageraciones, y también de vez en cuando hacían uso de la ironía o el sarcasmo para enfatizar sus discursos y menoscabar la credibilidad de otros parlamentarios. Por ejemplo, el peruano Evaristo Gómez Sánchez utilizaba así la ironía para desmerecer el discurso que anteriormente había presentado un parlamentario opuesto a sus ideas: «Me acompaña un verdadero sentimiento de que mi estimable amigo el H. Sr. León haya irritado sus bronquios habiendo tomado la palabra, enfermo como se encuentra, en una cuestión juzgada ya por la Asamblea [...]». 53

A pesar de la asistencia a las sesiones de un gran número de representantes –y del símil que Lazo presentaba con respecto a los canarios–, eran solo unos pocos, y casi siempre los mismos, los que tomaban la palabra en la mayoría de los debates. En el caso de Ecuador, para el periodo que nos ocupa destacan las frecuentes intervenciones de los parlamentarios Felipe Sarrade, Antonio Muñoz, Mariano Cueva, Ramón Borrero, Tomás Hermenegildo Noboa o Miguel Albornoz. Por su parte, en Perú a menudo tomaron la palabra los senadores Antonio Arenas, José Silva Santisteban, Ángel Ugarte o Miguel Abril, así como los diputados Juan de los Heros, José Jacinto Ibarra o Evaristo Gómez Sánchez, entre otros. Sin embargo, Ulrich Mücke apunta la importancia de los miembros silenciosos en las votaciones, ya que si bien durante los debates no se situaban en una u otra opción política, sí se veían obligados a dar su opinión a la hora de ejercer su voto. 54

Por tanto, la votación parlamentaria era una de las principales atribuciones que tenían los representantes. Una vez discutido el proyecto o proposición en cuestión, se pasaba a la votación para que fuera aprobado o denegado. Para ello, en cada Cámara debían estar presentes al menos los dos tercios de los representantes, y para que el proyecto fuera aprobado tenía que ser aceptado por mayoría absoluta –es decir, la mitad más uno de los votos–, pues en caso contrario se volvería a votar el mismo asunto en la siguiente sesión. Además, el reglamento ecuatoriano establecía que los artículos constitucionales tenían que pasar hasta por tres discusiones antes de ser aprobados por mayoría simple. 55

En el caso de Perú, el reglamento establecía diferentes modelos de votación: mediante el signo de ponerse de pie, lo que significaba que se estaba a favor de la proposición; a través de las palabras «sí» y «no»; o mediante balotas blancas (aprobación) o negras (rechazo). Además, era requisito necesario para poder votar haber asistido al debate sobre el asunto de que se trataba, en cuyo caso la votación era obligatoria. Por el contrario, carecían de este derecho los que no hubieran asistido al debate, o los que estaban directamente implicados en el tema. Mientras que transcurría el acto de la votación, ningún representante podía entrar ni salir de la sala. En lo que respecta a Ecuador, la Asamblea de 1861 otorgaba tal relevancia al acto de la votación parlamentaria, que se decidió la nulidad de las votaciones en las que se hubieran vertido votos en blanco. Los parlamentarios, por tanto, quedaban obligados a participar en las votaciones que se plantearan en las cámaras. 56

En todos los casos, en la decisión del voto de los representantes influían diferentes elementos que podían condicionarlo en uno u otro sentido. Así, normalmente votaban según los «partidos políticos» a los que pertenecían –así como en relación con los posibles consensos o enfrentamientos que existían entre ellos–, 57 pero también se veían influenciados por su propia posición ideológica, sus circunstancias personales, su conocimiento de otras experiencias similares a nivel internacional, o la valoración que hacían de las posibles reacciones que las medidas provocarían en la ciudadanía. 58

Por otro lado, el mantenimiento de la honorabilidad del Parlamento era un tema trascendental, por lo que la compostura que debían guardar los representantes en las cámaras también estaba recogida entre los artículos de los reglamentos. Esto se encontraba directamente relacionado con la propia honorabilidad –entendida en términos de moralidad y honradez– que se exigía a cada uno de los parlamentarios. Así, según recogía el reglamento peruano de 1853, en determinadas ocasiones especiales, como la celebración de la Independencia o la apertura y cierre del Congreso, los representantes debían acudir a las cámaras llevando un traje negro. Además, en cualquier sesión debían guardar «decencia y moderación», manteniendo el mismo asiento, y podían ser llamados al orden si en su discurso lanzaban algún improperio o alzaban la voz, «omitiendo las razones y pruebas que deben hablar solo al entendimiento». 59 No obstante, la llamada al orden era una potestad exclusiva del presidente de la Cámara, como ponía de manifiesto algún diputado en el transcurso de un acalorado debate: «ningún señor diputado tiene el derecho de llamar al orden a otro diputado. Solo la campanilla del Presidente puede hacerse notar que se ha extraviado la cuestión». 60

A pesar de que el Parlamento debía ser un lugar donde guardar las formas, pues representaba la honorabilidad y la moralidad de la nación, a menudo nos encontramos con que el comportamiento de los parlamentarios no era el más adecuado. Así, las llamadas al orden por parte del presidente de la Cámara –que en ocasiones debía incluso hacer uso de la campanilla para ello– se producían en aquellos casos en los que había más ruido de la cuenta, murmullos, silbidos, protestas, aplausos, risas, burlas o incluso insultos. En ocasiones, los debates parlamentarios eran llevados a «un terreno demasiado odioso», lo que daba lugar a «algunos disgustos, y discusiones demasiado vivas y a ciertas expresiones acaloradas», como se recogía en las actas de sesiones ecuatorianas. 61 En estas situaciones, algunos parlamentarios elevaban demasiado el tono de su discurso, «empleando un lenguaje y términos que no debiera emplear». Ante ello, algunos diputados que se habían sobrepasado pedían perdón al ofendido –«si he pronunciado palabras ofensivas a su señoría, las retiro»– o rechazaban la acusación que se les hacía –«no ha habido burlas ni risas por mi parte, ni el ánimo de ofender a nadie»–. 62 En una de estas agitadas discusiones, el representante Santisteban llamó la atención de sus enardecidos compañeros Gómez Sánchez y León, y reclamó:

[...] fusión, cordialidad, olvido de todo lo pasado, he aquí lo que debe ser nuestro emblema. Inmolemos nuestras pasiones, nuestros resentimientos, nuestros intereses en el altar de la patria; no recordemos sino que somos hermanos, nuestros disturbios pasados vayan al olvido, y todos de común acuerdo hagamos algo por el bien de este pobre país. 63

En las palabras de Santisteban se podía apreciar también la concepción sagrada del Parlamento que existía entre la clase política del momento, refiriéndose a esta institución como «el altar de la patria» y a ellos mismos como «hermanos». Desde luego, los parlamentarios estaban convencidos de su «misión sagrada», entre cuyas funciones se encontraba, por supuesto, la protección de la moral pública. 64 Hay que tener en cuenta que, junto a la noción de los elegibles como los mejores, los más aptos o los más idóneos para representar a la nación, se encontraba una idea del Parlamento como un órgano cargado de moralidad, integridad y honradez. Incluso en ocasiones los representantes se presentaban como depositarios de la justicia divina, entendiendo así su función en el Parlamento:

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