Amelia Valcárcel Bernaldo de Quirós - Pensar el feminismo y vindicar el humanismo

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Pensar el feminismo y vindicar el humanismo: краткое содержание, описание и аннотация

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La selección de textos de este volumen culmina el homenaje de la Universitat de València a una de sus más recientes doctoras «honoris causa», la filósofa, estudiosa y autora de referencia -tanto en el ámbito del humanismo como del feminismo- Amelia Valcárcel, sin duda una de las pensadoras más notables del panorama filosófico español. Sus reflexiones sobre nuestra actualidad, que parten de un conocimiento profundo de la historia y de un análisis incisivo de los problemas éticos que comporta el poder, la llevan a afirmar que ya no es cuestión de definir la violencia, de hablar de su supuesta legitimidad, sino de expulsarla totalmente de nuestro horizonte. El libro se cierra con una reciente entrevista realizada por la profesora Neus Campillo, editora del volumen, que proporciona una aproximación más personal a la obra de la doctora Valcárcel y actualiza algunas de sus reflexiones.

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Sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y el más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir a la orden de la naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante.

Y así pasa con estas palabras mías, que quisiera que pudieran rivalizar con vuestro don, aunque bien sé que no serán capaces.

Recuerdo ahora que la catedral de Salamanca guarda una capilla en la que, se dice, velaban toda la completa noche los futuros doctores hasta que sus padrinos pasaban a recogerles para optar al grado. Sea el cuento lo que fuere, el caso es que la capilla entera está ocupada por un yacente, sobre cuyos pies apoyaban los suyos los velantes, que los tiene gastados del uso, de manera que de ese signo se columbra que las veladas fueron muchas y largas. Para llegar hoy aquí, a poderles agradecer este fenomenal gesto, la espera ha sido distinta, tanto que llamarla espera no le cuadra. Ninguna otra distinción que haya recibido o que aún me reste, que así bien sea, me obligará a hacer tanta memoria como esta que hoy me concedéis.

Guardo mi carnet de universitaria en esta que hoy me acoge y está fechado en 1972. Yo vine a Valencia en aquel año, un perfumado otoño, para realizar mi especialidad, la filosofía a secas, que entonces se solía llamar pura.

Elegí esta universidad, tras haber realizado en Oviedo los años comunes, porque era grande el crédito que ya alcanzaban sus Humanidades. La Filosofía cierto que tan solo se cursaba en tres de las antiguas, cuando entre todas eran diez, y de entre ellas Valencia había logrado alcanzar la fama de competente e innovadora. En ella estaban presentes las olas más actualizadas en fenomenología, lógica, filosofía del lenguaje, pensamiento analítico, estética, semántica y semiótica de primera fila, programa goloso, sobre todo si se le oponía la inveterada capacidad demostrada de aferrarse al siglo XIII que aún andaba presente en otros claustros y otras aulas.

La memoria tira de mí de modo inmisericorde. Me lleva directa a la «pequeña historia». Cada cual recuerda cosas, sus cosas. De algunas sabe que son más significativas que otras. Los demás también le proporcionan recuerdos. Algunos son útiles y otros lo son menos. Yo tengo uno de estos recuerdos trasladados, prestado, que tiene que ver con este patio antiguo. Voy a evocarlo. Corría el año de 1962 y los espacios de la Universidad Literaria estaban principalmente en este edificio histórico de la calle de la Nau. Era primavera. No sé cuántas chicas había en la facultad, pero sí sé que solo una, precisamente ella, se unió al canto del Asturias, patria querida que se llevó a cabo en el claustro. Me lo contó Josep Vicent Marqués hace muchos años. Celia Amorós fue la única mujer que se puso a cantar en aquel bravo momento cercano al ángelus a pleno pulmón. Ya lo sabían los amigos de sus padres, que solían comentar en el Círculo Agrario, o sea, la real sociedad valenciana de agricultura y deportes, la desdicha del notario Amorós, al que «le había salido una hija de esas que leen a Nietzsche». Varias líneas de recuerdo se unen en este. Este recuerdo no es mío, sino que me ha sido transferido. No pude verlo, pero confío en la fuente que me lo proporcionó. No es anecdótico, aunque no parece formar parte de las memorias compartidas, de las traídas en común, las externalizadas… En resumen, ¿qué es? Es un «recuerdo en tentativa». Si encuentra engarce en una ortoversión, se convertirá en un pequeño dato, uno de la marcha y paso de la democracia entre el estudiantado de la universidad franquista.

Que el alumnado cante en los claustros no ha de ser cosa inhabitual. Pero esto tiene algo de significativo: aquella joven gente cantaba aires regionales no para refrescarse la voz, sino por un motivo público. En ese año de 1962 y en esa primavera se estaban sucediendo las huelgas mineras de Asturias. Algo se movía en el ambiente estudiantil. Hubo un conato de asamblea, que ni siquiera tenía entonces ese nombre. La gente «se movilizaba», según se acostumbró después a contarlo. Allí mismo, bajo la representación de Vicente Ferrer, aquella reunión informal de estudiantes intentaba la solidaridad, en su caso canora, con los levantamientos mineros, o sea, se solidarizaba con los medios de que buenamente disponía. Es un pequeño dato para saber que la universidad española comenzaba a cambiar tras largos años de holgado y abotargado silencio. Veinte años se demoró la universidad española en mostrar, si así puede decirse, su desagrado con el régimen. Y se comprende, porque motivos para tan largo callar no faltaron.

Hace algunos, pocos, que la Universidad Complutense dio a conocer los papeles de su infausta represión, incluidas las delaciones. Los documentos que se exhibieron en la sede de la calle Noviciado eran estremecedores: una criba sistemática entre los docentes fundada en motivos tan de peso como «no asistir regularmente a la santa misa» o «bromear sobre las prácticas cristianas» de alguno de los delatores, cuyas firmas aparecen en los atestados. Docentes de prestigio fueron separados de las aulas y sustituidos. Los vencedores las ocuparon con la buena conciencia de quien limpia un espacio propio para seguir habitándolo con comodidad. También la Universidad de Zaragoza dedicó una interesante exposición a lo que ocurrió en sus aulas tras la Guerra Civil. Las fotografías del expurgue y la quema pública de libros, a manos de estudiantes vestidos con correajes, son pavorosas. Y en Valencia «Rector Peset» debe ser más que el muy digno nombre de un colegio mayor. Porque algunos rectores, proclives a la legalidad republicana, fueron fusilados, sin importar su valía ni sus buenas razones. Al menos los rectores de Oviedo, Granada y Valencia lo fueron.

Llamo «memoria externalizada» a aquella de la que disponemos en común, que es grande y varía cada tanto. Cuando aquella juventud prorrumpía en cantos, veinte años después, nada de esa violencia se recordaba. Duraba el silencio. No había pues memoria. Porque eso, la memoria que está entre todos, la externalizada y mediadora, pertenecía a los vencedores. En ella la violencia había desaparecido: solo se había «puesto orden». Orden muy necesario en una situación inadmisible. Un orden con vocación de permanencia. Contra ese orden estaban cantando aquellos jóvenes en 1962. Cada uno de ellos puede que lo recuerde, ahora que ya peinan canas, pero lo significativo es si ese recuerdo suyo ha pasado a la memoria común. Por si acaso lo traigo, este recuerdo prestado y en tentativa, porque me asalta cada vez que veo estos claustros.

La memoria de las pequeñas cosas a veces señala a las grandes: sin cambiar de universidad, cambiemos de escenario: ahora es… Diez años más tarde. Cuando yo me planto en la Estación del Norte, la Universidad Literaria ya no ocupa solamente este bello edificio de La Nau, sino que se ha extendido y multiplicado. Muchas de sus facultades están en «Paseo de Valencia al Mar». Las nuevas instalaciones son funcionales y cuentan con innovadores diseños. Mi facultad tiene a la entrada, por ejemplo, un pequeño puente sobre un igualmente pequeño estanque donde asoman plantas lacustres. En mi primer día me paro a averiguar si acabará apuntando o saliendo algún nenúfar. Y en ello estoy hasta que un chico más avezado me lo explica: «Esa especie de pasadizo-puente es para que no podamos escapar si vienen los grises». Los grises era el nombre dado a la policía uniformada y no se nos habría ocurrido nunca cambiárselo. Perfectamente sabíamos lo que quería decir. ¡Caramba! Los diseños de nuestras facultades, descubrí esa mañana, son incluso más funcionales de lo que estaba dispuesta a suponer. Está claro, aunque entonces nada conociera yo de los cantos habidos en La Nau hacía tiempo, el asunto había proseguido adecuadamente. En los años setenta los edificios prevén la rebeldía de la gente que los ocupa.

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