Podría pensarse que historiar la planificación de la entrada en Madrid es relatar únicamente cómo esta llegó a hacerse efectiva, una intención que caería en la trampa de la propaganda oficial a partir de 1939. Merece la pena recordar una obviedad: ni la propia ocupación fue un hecho inevitable ni la forma en que se llevó a cabo finalmente la única propuesta. Para evitar este riesgo, el capítulo uno está orientado a comprender la relación entre la forma de hacer la guerra y el modo en que se entendió el mundo urbano a lo largo de las diferentes fases del conflicto. ¿Por qué mientras se preparaba la ocupación se afianzaban los criterios que sostuvieron el carácter represivo del franquismo? Por su parte, el capítulo dos trata sobre el despliegue efectivo de las unidades militares en las calles de Madrid, las formas en que aseguraron su dominio y empezaron la búsqueda de las primeras responsabilidades, aquellas que llevaban tiempo escritas en un papel. Los registros de diferentes direcciones y establecimientos formaron parte de todo un esquema de control del espacio y de gestión militarizada de la ciudad, que llevó la amenaza castrense desde las grandes avenidas a las mismas puertas de las casas.
Sin embargo, la historia del dominio de Madrid por parte del Ejército no es únicamente la historia de los grandes ideólogos del orden o del control abstracto de una multitud sin rostro. Si Madrid se convirtió en «la ciudad del delito» fue porque ese régimen de ocupación interrumpió la vida de muchas personas, que se encontraron frente a frente con el poder franquista. La inspección de las palabras escritas dejó paso a la colaboración de las palabras dichas, donde la población ayudó a que las autoridades del nuevo tiempo encontraran responsabilidades delictivas en múltiples comportamientos y actitudes cotidianas. Este es el contexto que aparece en la segunda parte del libro. La mirada del poder se posó primero en las relaciones vecinales, y a partir de los barrios enfocó al conjunto de la ciudad. El anonimato, la sociabilidad, la movilidad y, por supuesto, el tamaño de la propia ciudad fueron algunos de los retos a los que se enfrentó la Auditoría del Ejército de Ocupación tras su entrada en la ciudad. La imposición del orden entre los madrileños inculpó a numerosas personas, que salieron así de su anonimato, al igual que las que colaboraron con la justicia militar. Sus denuncias y declaraciones, así como su participación en la elaboración de informes de conducta por parte de las diversas agencias de control, formaron parte de los dispositivos que capturaron, orientaron, interceptaron y aseguraron gestos, opiniones, conductas y discursos (Agamben, 2014; Mendiola y Oviedo Silva, 2017). El capítulo tres es el lugar donde exploro la temprana colaboración de la población con la Auditoría, tan solo el punto de partida para acceder a una serie de sumarios militares que aún hoy hablan de la imposición del orden en la calle, pero también en los espacios más íntimos. Así, las pruebas de la actuación de la justicia castrense definen, ocho décadas después, a una Administración que tenía como objetivo principal «saber quiénes son los responsables y cómo castigarlos». Pero la búsqueda de los delitos pasados tuvo un objetivo político más amplio: extender el miedo como arma de dominación (Farge, 1991: 11; Mongardini, 2007).
Conocer los planes de ocupación y profundizar en la maquinaria represiva franquista puede llevar a pensar en un poder omnipresente, apenas contestado por la población. La «liberación» de Madrid significó también la instauración de un mercado intervenido por la dictadura en la producción, la distribución y el consumo, que pronto tuvo que enfrentarse al surgimiento de espacios que impugnaron esa forma de entender la economía y, junto a ella, la sociedad. Más allá de las resistencias con las que se ha asociado el llamado «estraperlo», ¿cómo afectó este hecho al orden que se pretendía extender en la ciudad? La década de 1940, la época en que se desplegó la autarquía como una forma de economía política, todavía se recuerda como «los años del hambre». ¿Cómo se relacionó la escasez generalizada con la voluntad de controlar incluso los gestos más corrientes y qué importancia tuvieron las condiciones materiales de existencia de los madrileños en la construcción del régimen? La autarquía como mercado intervenido, y el racionamiento como control de la distribución y el consumo, acuñaron un tipo específico de relaciones, analizadas en el capítulo cuatro. Y con arreglo al bando de guerra, expuesto en las fachadas de las calles desde la madrugada del 28 de marzo, la dictadura definió nuevos delitos en aquella ciudad ocupada (González de Molina y Toledo, 2011; Bennett y Joyce, 2010).
Si algo definió a Madrid a partir de aquella mañana tanto tiempo esperada, y tanto tiempo temida, fue la extensión de una sospecha que alimentó la construcción social y política de la dictadura. En Madrid, también «la ciudad del orden», crecieron las raíces culturales de la Victoria, las experiencias que la sustentaron y los códigos con las que fue definida. No solo por las autoridades, desde los despachos de los ministerios o en las páginas del Boletín Oficial del Estado, sino también desde los recuerdos aún a flor de piel y los traumas recientes de muchas personas que habían habitado la retaguardia madrileña. El pasado fue otro espacio donde evaluar la responsabilidad, el mérito y la virtud, que fueron algo más que palabras grandilocuentes. Fueron, ante todo, la oportunidad para hacer de la desconfianza una institución más, convertida en una forma de diálogo entre el Estado y la sociedad. La recompensa, eterna compañera del desenlace de los conflictos militares, alcanzó asimismo al mundo civil, en un proceso analizado en el capítulo cinco. ¿Bajo qué pautas se evaluó el pasado y qué criterios relacionaron a las personas que aspiraban a la retribución con las autoridades comprometidas en esa tarea? El compromiso de la dictadura con el orden público se reflejó en la forma que gestionó el deseo de ascendencia e influencia de mucha gente, convencida de que merecía un trato de favor en la sociedad de posguerra. A partir de entonces, la delimitación de una verdadera «sociología del poder» contribuyó a definir la forma en que el franquismo extendió su dominación (Weber, 2012).
La salvaguarda del futuro según criterios de orden y el recuerdo del pasado desde una posición de jerarquía llenaron el espacio urbano después de la ocupación. Las representaciones del triunfo franquista dominaron las calles a partir del «Día de la Victoria», momentos utilizados para visibilizar continuamente a la autoridad suprema del nuevo tiempo: el Ejército. Las mismas unidades que habían protagonizado la entrada en Madrid participaron en las primeras celebraciones, y con ellas empieza el capítulo seis. Como estaba ocurriendo de manera simultánea con la persecución de las responsabilidades políticas, el despliegue simbólico del «nuevo Estado» en la que desde entonces sería su capital también contribuyó a eliminar las manifestaciones del espacio público de preguerra. ¿De qué modo la construcción simbólica de la dictadura fue una oportunidad para recordar el orden? Desde los primeros momentos de la ocupación este proceso también delimitó quién podía participar en las celebraciones y de qué modo, al igual que ocurrió con la definición de la comunidad política a lo largo de la década de 1940.
La «peor época» de Gloria Fuertes coincidió con todo ello, con la preparación de la ocupación que puso fin a la guerra y con su continuación a través de las múltiples expresiones del estado de sitio. Su paso de niña a mujer se completó al tiempo que la construcción de la dictadura daba sus primeros pasos en Madrid, la ciudad de su infancia y de su supervivencia. En aquellas calles por donde transcurrió su vida cotidiana se extendió una violencia tan cotidiana como porosa, tan alejada de las cárceles y los cementerios como relacionada con ellos, tan cercana a la afinidad como a la desconfianza. Para ella, y para otras muchas personas también, esa «peor época» fue también el desafío, el delito y el orden.
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