Bueno, medité por mucho tiempo mientras le preguntaba a mi Divino Preceptor cómo podría resolver el acertijo que tenía enfrente de mí y, como siempre, mi Compasiva Madre Cósmica vino en mi rescate.
«CUÉNTALES TODA LA HISTORIA», dijo Ella.
Pero eso significaría incluir miles de palabras más en este libro, y honestamente no creo que a alguien le interese adentrarse en tantas historias, sueños y visitaciones de Seres Celestiales, así que describiré algunos hechos sobre nosotros y sobre cómo llegamos a hacer lo que hacemos, con la esperanza de que eso sea suficiente.
Si algún día se me guía a escribir otro libro que cuente en detalle cómo acabamos viviendo de esta manera, lo haré, pero por ahora narraré algunos episodios de nuestra vida.
Yo soy un hombre muy simple, sin casi ningún tipo de educación formal y no cuento con una herencia que me permita solventar mis gastos, así que me defino como un trabajador, lisa y llanamente.
No obstante, soy muy afortunado. Realmente sé que soy increíblemente afortunado.
Era un niño pequeño cuando fui acogido por mi querida abuela paterna, doña Dominga, inmediatamente después de que mis padres atravesasen por un muy amargo divorcio tras la muerte, en trágicas circunstancias, de mi hermano Ricardo que solo tenía dos años de edad.
El corto tiempo durante el cual tuve la bendición de vivir con mi abuela resultaría esencial para la formación de mi carácter.
El haber estado cerca de ella me permitió aprender las bases de la disciplina y la determinación ante las dificultades de la vida, aprendiéndolas de alguien que, aunque tenía muchas razones para quejarse, nunca lo hacía.
Pero ese periodo idílico de mi vida solo duró unos tres o cuatro años.
En cuanto mi padre volvió a casarse, me llevó a vivir con él y me alejó de mi tibio refugio y, no mucho después, la situación se tornó difícil, ya que mi relación con su nueva esposa estaba lejos de ser ideal y acabé por irme a vivir a la calle por bastante tiempo, robando para conseguir comida y durmiendo a la intemperie.
Aunque mi estadía en la calle fue dura y fui abusado sexualmente a la edad de nueve años, estuve expuesto al crimen, a las drogas y a otras cosas por el estilo, tuve la suerte de poder alejarme de todo eso. Y las profundas cicatrices de mi difícil infancia están de a poco siendo curadas por el amor incondicional de mi familia.
A veces, recordando esos años dolorosos me doy cuenta de que siempre tuve la sensación de estar buscando a alguien, aunque en ese momento no sabía quién era ese alguien.
El sentimiento de que iba a conocer a un ser que cambiaría las reglas del juego para bien estuvo siempre conmigo, pero la esquiva persona con la que estaba destinado a encontrarme todavía no aparecía en mi horizonte.
Luego del período duro durante el cual estuve viviendo en las calles de Montevideo, mi papá me envió a Buenos Aires, la capital de Argentina, donde mi mamá vivía con su nuevo esposo e hijos.
Al principio, como todo era nuevo y me sentía muy afortunado de tener un hogar por primera vez en mucho tiempo, disfruté de una cama tibia donde poder dormir seguro, pero la novedad de haber cambiado de país no alivió el dolor que experimenté con la separación de mi abuela, la muerte de mi hermano pequeño y el desprendimiento del ambiente al que estaba habituado desde que nací.
Pero finalmente, tras una larga búsqueda, un bendito día encontré a Cristina, cuando yo tenía quince años y ella trece, y sentí que mi buena fortuna se había sellado para siempre.
«Envejece a mi lado», me propuso Cristina una vez. Y aquí estamos, envejeciendo y apoyándonos el uno en el otro cuando todo se ensombrece y parece no tener sentido.
Cuando lo miramos desde la distancia, nos damos cuenta de que todo esto estaba destinado a ocurrir y, aunque nuestra vida ha estado llena de dificultades, ha sido un maravilloso camino que hemos transitado juntos.
A pesar de las complicaciones que hemos encontrado, nuestro amor jamás disminuyó, ni siquiera cuando pasamos por situaciones realmente difíciles, en especial cuando nuestra hijita Mercedes enfermó de gravedad y luego falleció cuando solo tenía cuatro años de edad.
Mucho tiempo después, fuimos capaces de entender que todo el dolor por el que atravesamos fue un “mal necesario” que tuvimos que enfrentar para poder hacer hoy lo que hacemos. Mientras tanto, ese sentimiento peculiar de aún no ser capaz de hallar ese ser especial que sentía que debía encontrar jamás me abandonó.
Mis encuentros con Seres Celestiales comenzaron a ocurrir a una edad temprana y, por fortuna, siguen ocurriendo.
Siempre tuve una tendencia natural hacia la vida serena, lo cual me ayudó a evitar el uso de drogas y otros tipos de tentaciones, y un oportuno encuentro con el Señor Krishna, cuando yo tenía unos diecisiete años, me mostró el camino que debería seguir por el resto de mi vida e introdujo la meditación y el yoga a mi existencia.
Ese fue un nuevo comienzo para mí porque me dio a conocer el mundo mágico de los Ángeles y de otras Presencias Celestiales.
Pero, aun así, yo continuaba buscando a alguien que no podía encontrar, aunque sentía claramente su presencia.
Cristina y yo nos íbamos conociendo de a poco y a la vez comenzamos a explorar la existencia de un mundo oculto al que la mayoría de las personas consideraba como una fantasía, pero para nosotros era muy real.
Diez años después de habernos conocido, nos casamos y vinimos a vivir a Australia, que era, al menos eso creíamos nosotros en ese momento, el lugar desde donde podríamos hacer planes para nuestro futuro, algún día, en algún lugar de Europa.
Nuestro hermoso hijito Nicolás nació en 1991, y su llegada, poco después del fallecimiento del papá de Cristina, nos dio la fortaleza que necesitábamos para seguir, ya que en ese tiempo encontramos muchas dificultades en nuestra vida diaria.
A lo que me refiero es a que tratamos de encajar en un mundo que no tenía sentido para nosotros, pero seguimos intentándolo hasta el punto en el que fue claro que el mundo y nosotros no estábamos en armonía.
Nuestra hijita Mercedes nació en 1994 y en ese momento sentimos que un círculo cósmico se había cerrado, y que todo estaría bien.
Cristina y yo no recibimos una educación religiosa como tal. No obstante, sabíamos, en lo más profundo de nuestros corazones, que Dios era real, aunque para nosotros Él era un hombre muy viejo de larga barba blanca que está sentado en su trono en el Cielo, mientras observa y juzga muy severamente cada uno de nuestros movimientos.
Y entonces, un día, la sociedad nos mostró uno de sus lados oscuros y Mercedes, a la temprana edad de tres meses, recibió una vacuna que la enfermó, y me refiero a algo que culminaría costándole la vida.
Nosotros no estábamos a favor de la vacunación ni de ningún otro tipo de tratamiento médico, pero vivíamos en una cultura que establecía que si no te vacunabas cuando los expertos en salud te decían que lo hicieras, eras una amenaza para la sociedad y tu vida podía complicarse.
Por lo tanto, aceptamos vacunarla.
El orden social establece que hagas lo que debes hacer sin cuestionarlo, pagues tus impuestos y te mantengas en silencio. Con el tiempo, esa misma sociedad, conducida por las clases dirigentes y respaldada por un grupo de políticos sin integridad moral y por otros servidores obedientes, se ocupará de tu bienestar.
Pero a veces las cosas no son así.
Ocurre que la civilización moderna basa su sabiduría en algo que alguien ha concluido tras haber leído muchos libros, libros que fueron escritos por alguien que cree saber, sea lo que sea, porque también lo leyó en un libro.
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