Antonio Malpica - Frankie

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La novela clásica de Mary Shelley, como nunca te la habían contado… (en serio)Víctor Frankenstein, anatomista, químico y… profanador de tumbas, ha decidido violar la ley última de la vida: la muerte. En su improvisado laboratorio (ejem, dormitorio universitario) ha conseguido reanimar un gigantesco ser antropomorfo:
¡UN MOOONSTRUUUO! ¡Qué drama! Ahora Víctor será perseguido por una sombra que le reclamará lo que le toca: vivir, amar, saberse amado, representar a Hamlet… (es decir, lo usual).Y Otto, el fruto del experimento maldito, está empeñado en conquistar a la niña de sus ojos, un plato de panqueques a la vez (¡con mucha miel, por favor!).

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“¿Qué necesidad tenía usted de embarcarse hacia el Polo Norte, Walton?”

“No estamos hablando de mí.”

“Para el caso es lo mismo. No se trata sólo de fama o fortuna. ¿Cree que no le di miles de vueltas en mi cabeza? Es como una especie de deuda con el género humano. Porque el mundo no sería el mismo sin un Frankenstein, igual que no sería el mismo sin un Mozart.”

“Ehhh… no quiero parecer pesado pero me parece excesiva su comparación.”

“¿Qué habría pasado si el pequeño Wolfgang, en vez de practicar todos los días el piano, se hubiese dedicado a corretear por los jardines? Seguramente habría sido un niño feliz. Y luego un adulto feliz. Y un abuelo lleno de nietos. Acaso habría muerto a los ochenta años y no a los treinta y cinco. Pero ni hablar de que el mundo contase con La flauta mágica o la sinfonía Júpiter . Si Mozart hubiese preferido el té y las novelas y la plácida contemplación de la existencia, el mundo escucharía ‘Mozart’ y no pensaría en el mayor genio musical de todos los tiempos sino, acaso, en algún zapatero austriaco. Si yo no hubiese intentado seguir el trazo de mi destino, la gente escucharía ‘Frankenstein’ y pensaría, tal vez, en algún despacho de abogados suizos, y no en una de las piezas más significativas del terror fantástico.”

“Entiendo su punto pero… ¿por qué cree que tuvo, repentinamente, esta extraña revelación, este asombroso despertar de la conciencia?”

“No tengo la menor idea.”

“Pero alguna hipótesis habrá usted trabajado durante todo este tiempo, dado que, según indica, estas hojas no son el producto de una noche desenfrenada de láudano y narguilé.”

“Creo, ya que lo pregunta, que todos los personajes estamos predestinados a existir. Así el Quijote y Gulliver. Así usted y yo. Y que vamos adquiriendo forma en la mente de nuestros creadores poco a poco, con rasgos físicos y trama y conflicto y aventura y romance… incluso sin que ellos se den cuenta.”

“O sin que ellas se den cuenta.”

“¿Perdón?”

“Ellas. También podríamos ser el producto de una mente femenina. A mí me gustaría eso. Siempre he creído que si mi hermana Margaret escribiera un relato de terror, pondría verdaderamente los pelos de punta.”

“Me da gusto que lo mencione así porque, ahora que me escuche, verá que yo creo conocer el nombre de quien me ha soñado, pensado, dado forma. Y es una ella .”

“¿Usted cree, Frankenstein, que en el futuro si alguien dice Walton piense en el mejor de los expedicionarios ingleses y no en el fundador de una tienda de nabos y alcachofas?”

“Todo puede ser, Walton. Todo puede ser. Bueno. Como le decía…”

Capítulo 1

(Ahora sí)

Víctor Frankenstein narra su infancia como ginebrino y su rutina familiar, en extremo apacible. Con él viven sus padres, sus hermanos William y Ernest, más chicos que él, y su prima Elizabeth, a quien acogieron en la casa cuando la madre de ella, quien era hermana del señor Alphonse Frankenstein, murió. Habla Víctor también de su buen amigo Henry Clerval, quien estuvo presente en su vida desde pequeño y siempre fue muy leal.

Antes pongamos una cosa en claro Es éste un relato de horror En él ocurren - фото 3

Antes pongamos una cosa en claro. Es éste un relato de horror. En él ocurren cosas espantosas. La gente muere, hay venganza y más venganza. Se transgreden las leyes de la naturaleza. Y, por supuesto, no tiene un final feliz, así que vale la pena la advertencia por si algún día todo esto que digo es escrito en papel y alguien lo lee en una noche de tormenta.

Dicho esto…

Mi nombre es Víctor Frankenstein y soy ginebrino de nacimiento. Mi padre, por cierto, siempre ha ocupado cargos públicos, lo cual no sé si se pueda contar como algo bueno. Aun antes de que yo naciera, ya se había hecho magistrado. Y según palabras de mi madre es gracias a ello que los Frankenstein pudieron levantar cabeza, pues antes de eso, no había modo de que el no tan achispado Alphonse diera pie con bola. De hecho, las palabras exactas de mi madre fueron: “De tinterillo a juez, ¡quién lo diría! ¡Sólo espero que no arruines esto como lo arruinas todo!”.

Aparentemente el amigo del amigo de algún conocido de mi padre tenía un cargo importante y se requirió un magistrado de último minuto (un asunto de copas o algo así donde se vio involucrado un juez que no pudo llegar a los tribunales por estar roncando en el piso de alguna taberna). Mi padre pasaba por ahí y tengo entendido que le sentó muy bien la peluca rizada. En menos de tres horas ya había despachado más de diez casos, lo cual es una clase de récord. Según mi madre, el no tan achispado Alphonse Frankenstein se dio cuenta bastante pronto de lo fácil que era distinguir hacia dónde convenía inclinar la balanza de la justicia, pues de acuerdo al fallo era la recompensa que obtenía posteriormente en un sobre cerrado bajo la superficie de la mesa de alguna taberna (donde más de una vez chocó un vaso de cerveza alemana con el agradecido demandante (o demandado, dependiendo del caso)) y donde acaso también lo sorprendió el sueño, como aquel legendario juez al que suplió originalmente.

Cuando vine al mundo, Alphonse Frankenstein ya tenía su buen prestigio, así que puedo decir con gran satisfacción que no me hizo falta nada y que inicié mi vida con una primera infancia en forma bastante tranquila y acomodada. Aunque mi madre no era demasiado aficionada a la maternidad, y eso lo supe desde aquel día que me olvidó en las carreras de caballos, puedo decir que me quería y que no es cierto que volvió a las taquillas del hipódromo a reclamar el bulto que lloraba por su leche sólo porque también hubiese olvidado el paraguas a un lado… y el bolso con los treinta francos que ganó apostando ese día… y el boleto de la diligencia, por cierto.

También vale la pena contar que fui un niño que no necesitaba de grandes cuidados. Mi padre volvía de los juzgados sin reparar mucho en mí (de hecho, por una buena cantidad de años se refirió a mí como “el niño”). Y mi madre confiaba ciegamente en la nana que me cambiaba el pañal y me daba el biberón (siempre que no estuviese enfrascada en alguna novelita rosa de despechos y traiciones). Así que me acostumbré a no ser el centro de atención desde muy temprana edad. Incluso creo que es justo decir que comprendí bastante pronto que, en días en los que todos los adultos estaban en sus propios asuntos, lo único que me podía salvar de la inanición era la osadía: es decir, ingeniármelas para gatear y escalar hasta el frasco de miel y las galletas.

Fue cuando yo tenía seis años, aproximadamente, cuando llegó el primero de mis hermanos a la casa. Ernest también se habituó bastante pronto a la ausencia de atenciones. Cuando mi padre al fin se aprendió mi nombre, se percató de la llegada de un segundo y tuvo que llamarlo “el otro niño”. Mi madre seguía con su compulsión por el juego y, aunque a mí nunca me perdió a las cartas, a Ernest sí, un par de veces. En su descargo diré que siempre lo recuperó con alguna buena tercia de reyes. La nana, por su parte, no dejaba que Ernest se marinara tanto en sus propios jugos como hizo conmigo (acaso porque yo no tenía un hermano mayor que fuera a decirle, tirando un poco de la novelita que estuviese leyendo en ese momento, “¡Nana, tal vez el bebé ya murió porque huele peor que un muerto!”). También conviene contar que Ernest aprendió a hablar de un solo golpe. Tenía cuatro años. Todos creíamos que era idiota porque en verdad que no decía ni papa. La vida se le pasaba contemplándolo todo sin abrir la boca, lo cual resultaba un poco siniestro si he de ser completamente honesto. Pero a la edad de cuatro años, un cochero le agarró los dedos con la portezuela del carruaje; jamás escuché decir a nadie tantas groserías juntas en mi vida. A partir de entonces empezó a hablar con fluidez. O al menos contestaba con monosílabos y no con movimientos de cabeza, que ya era bastante.

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