Antonio Malpica - Frankie

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La novela clásica de Mary Shelley, como nunca te la habían contado… (en serio)Víctor Frankenstein, anatomista, químico y… profanador de tumbas, ha decidido violar la ley última de la vida: la muerte. En su improvisado laboratorio (ejem, dormitorio universitario) ha conseguido reanimar un gigantesco ser antropomorfo:
¡UN MOOONSTRUUUO! ¡Qué drama! Ahora Víctor será perseguido por una sombra que le reclamará lo que le toca: vivir, amar, saberse amado, representar a Hamlet… (es decir, lo usual).Y Otto, el fruto del experimento maldito, está empeñado en conquistar a la niña de sus ojos, un plato de panqueques a la vez (¡con mucha miel, por favor!).

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—¡Maldita sea, Justine! ¿Cuánto llevas ahí de pie?

—Lo siento, Frankie.

Me fascinaron las posibilidades de adivinación y transformación de la materia que venían descritas en los libros. Lo suficiente, al menos, como para hurtar dichos volúmenes y llevarlos conmigo a casa cuando dejamos el hotel al día siguiente (lo cual no me causó culpa alguna si consideramos que mis padres cargaron con las toallas, los jabones y un tapete que hasta hubo que enrollar y arrojar por la ventana; William y Ernest, por su parte, un candil entero).

El regreso a Ginebra fue mucho más sencillo (a pesar de tener que compartir espacio con un tapete y un candil), seguramente porque me embebí en la lectura de los libros. Elizabeth se entretuvo jugando a las vencidas con todos, incluso el cochero, y el resto mirando por la ventana (con la excepción de mi madre, quien temía por el dinero que llevaba en la bolsa). Mi gran amigo Henry Clerval y yo al fin comenzamos a compartir un punto de contacto, los dos sumergidos de lleno en nuestras lecturas.

—¿Quieres decir que se puede predecir el futuro de una persona leyendo las líneas de su frente, Frankenstein? ¡No me hagas reír! —Henry.

—Se llama metopomancia, Henry. Y estoy dispuesto a aprenderla y ponerla en práctica —yo.

—¡En mi vida había oído mayores estupideces! —mi padre.

—¿Podrían guardar silencio por tan sólo dos segundos? —la nana.

—… … … —Ernest.

No puedo negar que me aficioné a Agripa, Paracelso y Alberto Magno como un imbécil. A partir de dicho viaje empecé a creer que, si había un camino hacia el corazón de Elizabeth, era el de la magia, la alquimia y el ocultismo. No porque fuera yo a hechizar a mi prima o cosa parecida, sino porque estaba seguro de que la adquisición de tales conocimientos me permitiría demostrarle que no era sólo un chico enclenque que servía como saco de golpear… sino también alguien capaz de dominar los más profundos secretos del Universo. (Aunque todavía fuese incapaz de abrir un tarro de conservas muy apretado.)

Fueron largos esos años, he de admitir. Porque me inicié y ejercité en la nigromancia, la litomancia, la geomancia, la alectomancia, la aeromancia, la quiromancia… y un puñado de mancias más (algunas de mi propia invención, como la aqumbramancia, o la adivinación del futuro por la forma en que pega la sombra del interesado sobre el agua estancada en la calle). Y ninguna de estas disciplinas me permitió predecir nada a nadie. Naturalmente, mi favorita era la quiromancia, pues me permitía sostener la mano de Elizabeth por largos periodos de tiempo.

—No te muevas, Elizabeth… ahora sí lo tengo.

—Eso dijiste la última vez, minino. Y la vez anterior. Y la anterior a ésa.

(Un pequeño paréntesis para comentar que mi prima ya me llamaba más por tal apodo que por mi nombre. En realidad fue culpa mía. Una vez, mientras yo leía y ella hacía flexiones en la estancia para tonificar su vientre, llamó al gato que teníamos en casa chasqueando la boca y tronando los labios. El gato se encontraba detrás de mí y por alguna tonta razón que preferiría no explicar demasiado, creí que me estaba llamando a mí. Esa misma tonta razón me hizo suponer que era la oportunidad de mi vida así que me puse en cuatro patas y comencé a ronronear mientras acortaba la distancia entre nosotros. Después de reír hasta las lágrimas, Elizabeth decidió que sería una tonta si no comenzaba a llamarme minino, gatito, micifuz y otras por el estilo.)

—Eso fue la última vez, Elizabeth. Ésta será distinta. He estado practicando.

—Como quieras, mirringo.

En aquellos días ella ya había decidido que lo suyo era el culto al cuerpo. En específico, su propio cuerpo. Se obligaba a entrar en una especie de pijama entallado con tirantes rematado en una faja de cuero a la cintura y se sometía a todo tipo de ejercicios agotadores. Cuando no estaba en una taberna retando a todo el mundo a las vencidas, estaba en casa levantando el sofá o la tina. A mí, honestamente, verla someterse a este tipo de disciplinas me ponía en un estado de incómoda afectación lúbrica. Y apenas teníamos catorce años.

—Veo en las líneas de tu mano que mañana… o tal vez pasado mañana… si caminas frente a la iglesia a eso de las cuatro de la tarde… encontrarás al hombre de tus sueños portando un pañuelo verde metido en las solapas del abrigo.

—¿Y qué demonios haría yo paseando frente a la iglesia?

—No lo sé. Es la palma de tu mano, no la mía.

—A mí me parece que el fulano, quien quiera que sea, tendrá que conseguirse otra.

—¿No te da ni tantita curiosidad? —pregunté mientras soltaba por un momento su mano y palpaba, al interior de mi chaqueta, un pañuelo verde que recién había conseguido el día anterior.

—La verdad… no, minino.

—¡Aaagh! ¿Por qué hiciste eso? —pregunté mientras daba con mi cara en la alfombra y ella doblaba mi brazo por detrás de mi espalda.

—No lo sé. ¿Porque puedo?

Justo es decir que, en principio, toda esa energía acumulada era un atisbo de furia que conservaba en contra de su padre. En los primeros meses, cuando aún estaba reciente su llegada, no dejaba de decir que quería dar con él y golpearlo en la cara frente a todos sus amigos del club de caballeros, y eso sólo como aperitivo de un banquete mucho mayor. Pero luego que se enteró que había dejado el continente y que lo más probable es que anduviera en algún lugar de América, no pudo detener sus prácticas de romper ramas gruesas de abedul, levantar su propio cuerpo colgándose de los quicios de las puertas o correr escaleras arriba y escaleras abajo hasta terminar exhausta. Para cuando tenía catorce, las consecuencias lógicas fueron el pijama entallado, el cabello recogido, la faja y la constante bravuconería.

No los cansaré con más detalles respecto a mis fallidas incursiones en las artes de la adivinación. Tampoco les contaré de los vapores que casi me dejan ciego intentando tornar un costal de herraduras en oro puro. Simplemente diré que, para mi fortuna y la de los de la casa Frankenstein, bien pronto me di por vencido (sólo me llevó tres años) y fue gracias a un golpe de suerte, literalmente.

Mi gran amigo Henry Clerval me acompañó aquella tarde al campo para conseguir un poco de mandrágora y romero, sustancias que necesitaba para mis prácticas de hierbofloropastomancia. Él no dejaba de llevar a todos lados sus horrendos tebeos de asuntos sobrenaturales, pero al menos seguía siendo leal a nuestra amistad.

—Te dije que estaba ocupado, Frankenstein.

—Sólo serán un par de horas, Henry. Entre los dos daremos antes con lo que necesito.

Nos internamos en el bosque y, aunque yo llevaba muy buen ánimo, la verdad es que nada por ahí se parecía al dibujo garrapateado de las hierbas que hallé dentro de un libro de botánica.

—No sé por qué pierdes el tiempo con esas tonterías —gruñó Henry después de un rato de infructuosa búsqueda.

—No decías eso cuando recién me aficioné.

—Entonces no sabía que eran puras tonterías. Magia y superchería.

—¿Y me vas a decir que lo que encuentras en tus tebeos no se le parece mucho?

Subíamos por una ladera y él, que iba delante de mí, se detuvo como si lo hubiera fulminado un rayo.

—¿Eso es lo que crees, Frankenstein? —me objetó, bastante ofendido—. ¡Todo lo que hay en estas páginas son casos insólitos de asuntos que perfectamente podrán ser explicados por la ciencia… algún día!

—¿Tus hombres lobo y tus vampiros y tus…?

No pude concluir la frase porque así, sin mediar tormenta ni nada, una descarga de luz golpeó con todo su poder al árbol que teníamos enfrente. Literalmente lo hizo pedazos. Henry y yo nos quedamos atónitos, sordos, ciegos y espantados. Si hubiéramos seguido el ritmo de la marcha, muy probablemente nos habría golpeado el meteoro.

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