Antonio Malpica - Frankie

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La novela clásica de Mary Shelley, como nunca te la habían contado… (en serio)Víctor Frankenstein, anatomista, químico y… profanador de tumbas, ha decidido violar la ley última de la vida: la muerte. En su improvisado laboratorio (ejem, dormitorio universitario) ha conseguido reanimar un gigantesco ser antropomorfo:
¡UN MOOONSTRUUUO! ¡Qué drama! Ahora Víctor será perseguido por una sombra que le reclamará lo que le toca: vivir, amar, saberse amado, representar a Hamlet… (es decir, lo usual).Y Otto, el fruto del experimento maldito, está empeñado en conquistar a la niña de sus ojos, un plato de panqueques a la vez (¡con mucha miel, por favor!).

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—¿Podrías no gritar, inconsciente? Hay gente que no pasó muy buena noche, para tu información —gruñó el juez, refiriéndose al otro juez.

—¡Y probablemente no vuelva nunca jamás en mi vida a esta casa!

—Es tu decisión.

Coincidió ese tiempo con el hecho de que Elizabeth tuvo también su propia epifanía. Aunque es verdad que lo suyo nunca fue el estudio o las labores del hogar, no se puede negar que no tuviese la inquietud de lo que habría de hacer de su vida una vez que la decisión fuera inminente; probablemente porque en la taberna ya nadie quería apostar con ella dado que siempre terminaban perdiendo.

Desde luego, yo intenté influir en sus planes varias veces.

—Me parece que tendrías que casarte, tener hijos, formar una familia…

—¿Alguien habló? Me pareció oír una voz, pero eso es imposible, pues aquí sólo estamos el minino y yo.

—En serio, prima, considéralo. ¿Qué necesidad tienes tú, como mujer, de pensar en tu futuro si alguien puede proveerte de todo lo que te haga falta?

—Sigo escuchando voces. Tal vez me esté volviendo loca.

—Un reconocido hombre de ciencia podría, por ejemplo, ser un excelente partido…

—Estoy perdiendo por completo el seso. Tal vez si arrojo un cubo de agua al gato dejaré de imaginar que habla.

Obligada por las circunstancias, Elizabeth estaba vestida como para ir a la iglesia porque, cosa rara, iríamos a la iglesia. Ese domingo nos vimos obligados a acudir a misa porque mi madre perdió una apuesta con el ministro; al parecer ella había puesto sobre la mesa de juego las almas de todos los integrantes de su familia… y las perdió. Al final el regateo llevó a que, como pago, bastaría con que acudiéramos al menos a un servicio religioso. Uno. El reverendo se daría por bien pagado si mi madre conseguía llevarnos aunque fuese a una sola misa. Así que nos vestimos, todos, como si fuésemos a un funeral porque en cierto modo así era: el momentáneo entierro de nuestro buen ánimo.

El ministro terminó por disculparnos a medio servicio, pues mis hermanos comenzaron a hacer de las suyas con el dinero de las limosnas, el juez se durmió y la esposa del juez no dejaba de conversar con todo el mundo.

Lo importante vino después, ya en la calle.

Íbamos de vuelta a casa cuando un carruaje lleno de baúles perdió una rueda y cayó de costado sobre una menesterosa, atrapándola entre el fango y el enorme peso del vehículo. Los gritos de la pordiosera eran de genuino dolor, y sólo aminoraron un poco cuando al fin desengancharon a los caballos y el coche dejó de moverse sobre ella. Aunque varios hombres apuntalaron una estaca para intentar mover el coche, por varios minutos no consiguieron hacerlo.

Entonces mi prima Elizabeth, con vestido de domingo, es decir, manga larga, vestido ampón, gorro anudado y guantes (de hecho, un atuendo muy similar a aquél con el que llegó a vivir con nosotros), se allegó al coche y, haciendo a un lado a todos los hombres que pasaban las de Caín para liberar a la señora, ni siquiera se arremangó el vestido y… levantó el coche.

Pero no sólo eso. La indigente salió y se puso a salvo aunque Elizabeth, ante el asombro de todo el mundo, aprovechó para poner el carruaje de nueva cuenta en la posición justa para que le introdujera la rueda el atribulado cochero responsable. Durante todo ese tiempo mi prima no dejó de sostener el armatoste. Durante todo ese tiempo, sin necesitar de ayuda.

En cuanto terminó el espectáculo, los convocados aplaudieron como si hubiesen sido testigos del mayor de los prodigios. Y Elizabeth comprendió que una hazaña como ésa tenía posibilidades. Económicas, se entiende. Acaso porque vio a Ernest y a William hacerse de algunas carteras mientras la gente, impresionada, observaba. O acaso simplemente por el rostro de admiración que mantenían todos a su alrededor cuando al fin se limpió las manos llenas de lodo en el vestido.

En menos de tres días ya tenía el cartel diseñado. Se veía en éste a una dama en forma (ella misma) sosteniendo un mundo por encima de su cabeza, en una postura que recordaba al Atlas griego. “Elizabeth Lavenza, la mujer más fuerte del mundo. Próxima Función: ______ Entrada: 2.5 táleros. Niños gratis. Martes 2x1.”

Recuerdo que mi prima daba los últimos toques al cartel en la sala del comedor, orgullosa de su cada vez más claro futuro y yo estaba a punto de opinar al respecto cuando ocurrió el último acontecimiento de aquel año tan vertiginoso. El único suceso, pongámoslo así, que verdaderamente me permitió conservar la esperanza de algún día unir mi vida con la de mi prima Elizabeth.

—¡Maldita sea tu endemoniada imprudencia, Elizabeth!

Fue el grito que soltó mi madre desde el fondo de su habitación. Corrí a su lado porque era evidente que algo no marchaba. Y porque también era evidente que nadie más acudiría a su llamado. Elizabeth, a pesar de ser la única interpelada, prefería —y por mucho— seguir dando forma a su sueño, retocando el afiche.

—¿Qué es lo que ocurre, madre? —me aproximé a su cama, desde donde había tronado tan iracundo grito.

—¡Se lo dije! ¡Que se encerrara en su cuarto hasta que se aliviara por completo! ¡Pero es incapaz de pensar en nadie más que no sea en sí misma!

Como todos en esta casa , pensé al momento de arrodillarme y tomar su mano. Pero preferí no hablar. Justo recordé que mi prima había estado enferma de escarlatina unas semanas atrás y, aunque mi madre quiso ponerla en cuarentena, Elizabeth no lo permitió. Y anduvo por la casa y por la calle como si nada que temer. Ella, al final, se alivió como siempre se aliviaba de sus enfermedades: haciendo como si no existieran; mi madre, en cambio, ahora tenía unas fiebres espantosas.

—¡Lo más seguro es que moriré! ¡Y sin haber hecho nada de provecho con mi vida!

—Creo que exageras, madre.

—¡Es una maldita desgracia! ¡No conocí el amor! ¡No pude criar un hijo del que me sintiera orgullosa! ¡No pude estudiar o levantar mi propia empresa! ¿Y todo por qué? ¡Porque ustedes no me lo permitieron! ¡Me demandaban tanto que nunca tuve tiempo para mí!

Me di perfecta cuenta de que, en ese momento, lo que quería era estar a solas. Así que solté su mano y me puse de pie. En cuanto me di vuelta, pegué tal salto que creí que moriría de un infarto.

—¡Maldición, Justine! ¿Por qué no te anuncias al entrar a un cuarto?

—Lo siento, Frankie.

—Y no me digas Frankie.

Quisiera decir que me retiré a mi habitación apesadumbrado, pero estaba convencido de que mi madre exageraba y era imposible que muriera. No estaba en realidad pensando en aquello de “hierba mala nunca muere” sino, acaso, en las infinitas deudas de juego que dejaría si pasara a mejor vida. Ni mi padre ni sus deudores se lo permitirían. Así que simplemente lo dejé pasar. Como todos en casa.

Pero un par de semanas después, a mitad de la noche, la nana llamó a mi habitación.

—Víctor, es urgente. Tienes que venir.

Pensé que Elizabeth demandaba mi presencia en sus aposentos (quizá porque había anhelado esa posibilidad desde que mi prima llegó a casa). Me incorporé al instante.

—¿Qué pasa, nana? ¿Es Elizabeth, acaso? ¡Vamos! ¡Pronto!

—¿De qué demonios hablas? ¡Tu madre! ¡Creo que desfallece!

Sentí un ligero impulso de volver a la cama, decepcionado por la noticia, a pesar de estarla compartiendo, en ese momento, con un leguleyo de setenta años que dormía la mona. La nana me golpeó en la cabeza.

—¡Despabílate, muchacho! ¡Tu madre, dije! ¡Quiere verte!

Me dejé conducir hacia el cuarto de mi progenitora, que se había convertido, literalmente, en su lecho de muerte. No sé por qué, pero tuve una especie de visión terrorífica del futuro, como si lo que estaba yo presenciando viniese de siglos posteriores, una especie de escena teatral muy, pero muy distante. Mi madre, en camisón, echaba vapores por la boca con la mirada cristalina puesta en el cielo raso. Justine Moritz había sido bañada en vómito verde, pero no se movía de su sitio. Y la voz de mi madre era significativamente más gruesa, casi la de un barítono con carraspera.

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