—Debe saber que los días que no me presente frente al grupo, lo hará el profesor Waldman, pero él no es alguien con quien usted desee tomar clase. De hecho, nunca falto a mis clases sólo por evitar a los alumnos el mal trago de tener que tomar química con un tipo como ése. Buenos días.
Dicho lo cual cerró la puerta totalmente sonrojado, como si se hubiese salvado por los pelos de alguna especie de catástrofe.
Pensé, de pie en el pasillo, si no habría sido víctima de una novatada y en realidad ése fuera el conserje de la escuela. Esperé un momento fuera de aquel despacho a que algunos alumnos de los grados más avanzados aparecieran y se rieran de mí en mi cara. No ocurrió. Pero algo había ganado: la certeza de que había un Waldman en la universidad. Y, de acuerdo a lo que mi sueño me había dictado, ése sería el hombre con quien tendría que estudiar para llevar a cabo mi proeza científica.
Así que hice lo que cualquiera en mi lugar habría hecho: buscar el despacho de Waldman y presentarme. Me llevó todo el día. El profesor Waldman no tenía en realidad un despacho sino apenas una silla y una mesa junto a la caldera en el sótano. Después de preguntar hasta en los sanitarios, fui finalmente conducido a ese rincón donde el profesor atendía al alumnado.
Al arribar al sitio en el que, flanqueado por pilas de libros, estaba su oficina, noté que se encontraba ausente, así que, descorazonado, solté un previsible:
—¡Voto al diablo! ¡Todo el día buscando al sujeto y resulta que el cretino no está!
Detrás del escritorio surgió una pequeña carraspera. Una de esas tosecitas que utiliza la gente para hacerse notar.
Advertí que, debido a su gran joroba y reducido tamaño, aquel único habitante del sótano no era visible desde la puerta del lugar.
—Buenas tardes… busco al profesor Waldman.
Se arrimó a un lado del escritorio. Era un hombre contrahecho, calvo, de nariz aguileña y un solo ojo útil que sostenía varios libros en ese momento.
—Está perdido, eso es evidente. Así que debe ser nuevo. Le haré una sola recomendación antes de que sea demasiado tarde: huya mientras pueda de esta pocilga que, a falta de mejor nombre, algunos llaman universidad.
Acomodó los libros y, mientras hablaba, noté que le faltaban prácticamente todos los dientes. En el escritorio había una calavera con una vela encendida. Un cuervo disecado. Y un montón de matraces, pipetas y morteros sucios. Por alguna razón pensé que era el atrezzo perfecto para presentar a alguien como él en una novela.
—¿Sabe a qué hora llega el profesor? Quisiera apuntarme a su clase.
Casi en seguida lo advertí.
—Oh. Cuánto lo siento. Usted es el profesor.
Detuvo lo que estaba haciendo y me miró con suspicacia.
—¿Es otra de esas bromas suyas, malditos bribones? —gruñó esgrimiendo un palo y buscando sombras en la noche de su madriguera—. Esta vez no me detendrá mi conciencia. ¡Sé cómo desaparecer un cuerpo de la faz de la Tierra sin dejar evidencia!
—No sé de qué habla, profesor. Es verdad que soy nuevo, pero no estoy perdido. El profesor Krempe…
No me dejó continuar.
—¿Qué quiere ese maldito vago conmigo? Seguro sabe usted que nunca fue a la escuela. ¡Ni siquiera a la de parvulitos! Está aquí porque el titular de Filosofía Natural se emborrachaba un día sí y el otro también. Un día el rector puso a su sobrino a dar clases y tuvo tanto éxito con el estudiantado que se quedó para siempre. Lo único que hace en su clase es leer poesía, ¡mala poesía, además!, y aprobar a todo el mundo únicamente por caer simpático.
No pude evitar recordar la historia de mi propio padre. De hecho no pude evitar recordar la historia de mi propia familia. Y, ya que estamos, la de mi propia persona.
Ya me comenzaba a parecer que hacer encajar los caprichos de mi paso por el mundo en aquel supuesto trazo del destino sería más difícil que enseñar a un mico a recitar a Goethe. Mis hermanos eran unos delincuentes consumados; Elizabeth no era en lo absoluto la novia candorosa de aquel sueño, sino la protagonista de un espectáculo de feria donde doblaba vigas de metal con sus propias manos; mi madre había muerto sin sacramento y con varias blasfemias atoradas en el pescuezo; mi padre no tenía empacho en usar su investidura como un negocio boyante; mi gran amigo Henry Clerval no se había presentado a despedirme, ni siquiera porque apedreé su ventana varias veces antes de partir; y el profesor Krempe era un advenedizo que no enseñaba filosofía natural sino poesía barata.
Me senté, apesadumbrado, en la única silla frente al escritorio del profesor Waldman.
—Por alguna razón, sospecho que no se puede tomar clase con usted tampoco.
Lo solté así, sin más, pensando que tal vez lo mejor sería regresar a casa y quizás enrolarme en la banda de asaltantes de mis hermanos para poder forjarme un porvenir. Tomé un vaso que se encontraba frente a mí y que tenía apariencia de contener whisky. Me lo arrojé a la garganta como haría cualquier ser humano que necesita pasar un mal trago.
—¡Vaya que si es fuerte esta cosa!
Waldman se sentó en su silla, a la que añadía algunas enciclopedias para poder rebasar la línea del escritorio.
—En realidad, la pregunta es… ¿por qué querría alguien tomar clase conmigo?
Pensé en aducir el supuesto trazo del destino que me acompañaba en la bolsa trasera de mi pantalón, pero preferí no parecer un lunático en la primera entrevista.
—No lo sé. Me pareció interesante.
Waldman se rascó la barbilla y me miró con aquel ojo acucioso que no se iba de paseo como el otro que, a todas luces, era de vidrio.
—Pongamos algunas cosas en claro. Número uno. Yo no apruebo a mis estudiantes sólo por aplaudir mis poemas. Número dos. Tampoco me conformo con proyectos mediocres; es necesario sugerir algo en verdad revolucionario para aprobar mi materia. Y número tres, padezco de flatulencias. Si aun sabiendo todo eso, sigue empeñado en tomar clases conmigo, no me parece mal. Seguro está usted chiflado, pero no me parece mal.
—Mi proyecto es dotar de vida a un ser inerte, creado con mis propias manos.
También lo solté así, sin más. Y sin tener a la mano un trago de esa bebida fortísima que recién me había echado en la garganta.
Waldman me miró convencido de que estaba loco. Luego, soltó un gas que puso en evidencia que no mentía. Estudió mi reacción y, después de rascarse la espalda con el pico de su cuervo disecado, se atrevió a hablar de nueva cuenta.
—Las cosas están así. Número uno. Su proyecto es una completa insensatez, una total chifladura, un desvarío detestable. ¡Me gusta! Número dos, tendrá que moderar sus arranques, no crea que no noté que me llamó cretino al llegar. Número tres, soy vengativo, así que ya se lo haré pagar. Número cuatro. Insisto en que tendrá que moderar sus arranques, pues el líquido que se acaba de tomar era orín de rata que tardé tres semanas en juntar para un experimento. Ya me lo repondrá. Y número cinco. Me gusta enumerar. Y me importa un bledo si le molesta.
Dicho esto, me extendió la mano, con un gesto cordial.
—Bienvenido a la clase de Química y Experimentos Inusuales del profesor Waldman.
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