¡Trágico!
¡Y espeluznante!
Pero también…
¡Formidable!
¡Impresionante!
Del mismo modo que un buen músico conoce de memoria la partitura de la obra que ha de tocar, así tuve yo, repentinamente dentro de mí, la noción imperiosa de la ruta que debía seguir para concretar mi proyecto de realización humana. ¡Y fue estupendo! ¡Maravilloso!
¡Formidable!
¡Estaba llamado a conseguir la fama y la gloria de un solo nombre!
¡MI nombre!
¡Y eso me hizo sentir, acaso por vez primera, verdaderamente vivo!
Oh. Veo que esto también le hace destellar la mirada. Tal vez también haya usted sentido que no hay otra cosa que mueva con mayor fuerza las fibras internas de nosotros los seres humanos: conseguir un sitio en los anales de la historia universal, hacerse de la posibilidad de ser nombrado entre los grandes benefactores del planeta.
No sé cómo ocurrió, pero estaba tan claro para mí que tenía que conducir mi vida siguiendo ese nuevo derrotero, que lo escribí todo en estas hojas. El trazo de mi destino. Mi misión de vida. ¡Mi propósito real de existir!
¿Y quiere que le diga cuál es el motivo que enciende mi llama interior?
Tal vez no sea el más altruista. NI el más filantrópico. Pero es un buen motivo, créame.
¿Está usted listo?
Aquí no vendrían mal unos cuantos rayos y truenos, de esos que hacen sacudir las ventanas en una buena noche de tormenta, amigo mío.
¿Por qué?
Bien. Pues porque la iluminación que tuve fue ésta:
Mi nombre, Frankenstein, está destinado a ser el emblema, el signo, la divisa… de todo lo que es terrorífico, espeluznante y tenebroso en el mundo.
¡Sí! ¡Rayos y truenos y tal vez un grito aterrador aquí, si son tan amables!
Ummh…
Ahora le causa a usted un poco de sorna esta afirmación, puedo notarlo. Pero le juro que es verdad.
Vendrán tiempos en que la gente diga “Frankenstein” y será como si dijeran “vampiro”, “bruja”, “esqueleto”.
Ummh…
Creo que esto es justo lo que suelen llamar “un silencio incómodo”, ¿no es así?
Como sea.
Esa misma visión que me acometió en el viaje a Ingolstadt me mostró un feliz tiempo futuro en el que los hombres de todo el mundo dedicarán una noche al año a lo oscuro y sobrenatural. Y no será mal visto, créame, que durante esa noche las personas se regocijen en las brujas, los diablos, los espectros y los hombres lobo. Escuche bien, Walton, esa revelación me mostró que, junto con la pléyade de criaturas siniestras, alguien dirá “Frankenstein” y el solo nombre reptará hasta la cumbre de tan singular catálogo. ¡Y será igual para todos en todo el mundo! Frankenstein, sinónimo de lo terrible y lo monstruoso y lo gozoso… (Sí, escuchó usted bien, lo gozoso; tal vez no esté de más contar que en esa misma noche del futuro veo a niños pidiendo golosinas de puerta en puerta, pero es una parte del desvarío que no alcanzo a comprender mucho, a decir verdad.)
Ya, ya sé que no parece un logro como para ponerse al lado de Newton y Lavoisier.
¿Ser relacionado con lo tétrico y lo siniestro? Comprendo que pueda parecer contraproducente, pero bueno, si se lo piensa uno con frialdad, no deja de ser una gran aportación al patrimonio intangible de la humanidad. ¿Qué posibilidades tendría el día si no existiera la noche? ¿Qué de virtuoso habría en los ángeles si no existiesen los demonios?
Sin el contrapeso en la balanza que ofrece la maldad, ¿la bondad brillaría con luz propia?
No me lo tome a mal, Walton, pero es algo que estoy seguro que usted también desearía para sí mismo. Imaginemos que en algún lugar de ese mismo futuro existiese una bola de cristal que buscara por el mundo los referentes a una sola palabra. (Y no sé por qué, tal vez gracias a mi metaconciencia, me imagino una letra “G” y varias letras “o” de colores sobre un fondo blanco formando una palabra que rima con Schnauzer; no, espere, con Terrier; no, con Poodle.) En fin. Si yo susurrase la palabra “Frankenstein” a dicha bola de cristal, aparecería la imagen de un ente maligno perfectamente arraigado en la imaginería popular (y tal vez algún niño con la cara verde, de acuerdo). En cambio, si susurrara la palabra “Walton” al mismo artificio, aparecería, con suerte, la fachada de un mercado de legumbres.
¿Qué le parece, pues, mejor?
¿El niño o las legumbres?
De acuerdo. Estoy perdiendo el punto.
Lo cierto es que, fuera o no un buen derrotero a seguir, era MI derrotero. MI camino. MI destino. Y comprendí, sin posibilidad de renuncia, que lo que tenía que hacer era ceñirme a él para poder dar sentido a mi existencia.
(Y conquistar —ejem— la fama y la gloria, ya que estamos.)
Comprendí entonces que, aunque la sola aparición de una cucaracha me hace subir con todo y zapatos a la mesa, no tenía alternativa. ¿Cuántos personajes tienen la indecible y maravillosa oportunidad de saber con antelación aquello para lo que fueron creados? ¿Cuántos de los hijos del creador, sea éste humano o divino, cuentan con un mapa de su vida para no errar en la consecución de su fin último? Ninguno. Sólo yo. Y por eso decidí, desde ese momento en la diligencia a Ingolstadt, cuando lo escribí todo, que no cejaría hasta llegar al último capítulo de mi vida. Que no me rendiría así me costara el postrer latido de mi corazón. De ahí que me tatuara aquí, debajo del brazo izquierdo, esta leyenda:
FATUM FATIS EGO PEREA
“Hágase el destino, aunque yo perezca”
Bonito, ¿no? Y sólo me costó dos táleros. Me lo hice el mismo día que llegué a Ingolstadt, ebrio de entusiasmo por mi recién descubierta empresa.
Así que ésa es la justificación de todo lo que me ha traído hasta aquí, querido amigo.
Eche un ojo a lo que llamé “El trazo del destino”, que no es otra cosa que la sinopsis de la novela de mi vida (que, en un desplante de arrogancia, imaginé que podría llamarse “Frankenstein”, tal vez con un título adicional con alusión a los griegos, algo así como: “El Sísifo de Ginebra” o acaso “El Apolo incidental”). También deberá disculpar que hable de mí en tercera persona, pero sentí que así es como lo había implantado en mi mente el creador, el autor, el gran titiritero.
He ahí el plan que (Dios es mi testigo (o quien quiera que lo esté suplantando)), intenté con todas mis fuerzas llevar a cabo.
Víctor Frankenstein narra su infancia como ginebrino y su rutina familiar, en extremo apacible. Con él viven sus padres, sus hermanos William y Ernest, más chicos que él, y su prima Eliz…
“¡Hey! ¡No tan de prisa, Frankenstein! ¿En verdad espera que crea todo ese desvarío? ¿Personajes? ¿El trazo del destino? ¿Productos de la mente de algún ser falible?”
“Crea lo que quiera, Walton, yo sólo justifico lo que está usted a punto de escuchar de mi boca. Y lo que me ha traído hasta este punto.”
“No digo que antes yo mismo no me haya sentido como si fuese otro el que dirigiese mis pasos… pero de eso a no existir…”
“Nunca dije que no existiéramos. Sólo que de distinta ma… ¡Ouch! ¿Por qué hizo eso?”
“¿Qué tan real sintió ese mamporro?”
“Acaso tan real como éste.”
“¡Ooouch! ¡No tenía que hacer eso! Yo estaba intentando demostrar un punto.”
“Da igual. Últimamente me he vuelto muy vengativo.”
“Déjeme ver esas hojas de las que tanto habla.”
“Aquí tiene.”
“‘ …el horror que siente al ver a la criatura actuar por sí misma…’ ‘ …recibe una carta terrible…’ ‘…se sume en la depresión pues se siente culpable…’ Dígame una cosa, Frankenstein. ¿Qué necesidad tenía, en verdad, de intentar seguir este guion? ¿Por qué no quedarse en su casa tomando el té y leyendo novelas? ¿Qué necesidad de enfrentarse al horror y al sufrimiento pudiendo ser feliz de la manera más común y más corriente?”
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