Estoy convencido de que el espíritu de los muchachos es inquebrantable.
Ahora es cosa de todos los días ver pasar a nuestro lado enormes témpanos y ninguno de los muchachos se ha amedrentado por ello. Ya se nos rompió un mástil y también fuimos atacados por dos horribles temporales. Y los muchachos han respondido valerosamente a todo. Aunque es verdad que se la pasan haciendo chanzas en ruso que no alcanzo a comprender y que todo el tiempo están pidiendo que aumente la ración de licor, son buenos muchachos en general. (Sí, un par de ellos ya tuvieron avances románticos hacia mi persona pero los he puesto en su lugar fácilmente; basta ponerles el abrecartas que me obsequiaste al cuello para que vuelvan a sus labores sin chistar.)
El frío arrecia. Y el sol ya sólo se pierde en el horizonte por breves minutos.
La sensación de que algo terrible nos espera es muy poderosa.
En más de una ocasión he pensado que debería abandonarlo todo, volver a Londres y dejar que se me vaya la vida asistiendo al teatro y a las casas de juego. Pero la necesidad de ir en pos de mi destino me lo impide por completo. De hecho, para serte muy sincero, ahora estoy completamente convencido de que es el creador quien comanda mis actos. ¿Que cómo puedo asegurarlo con tanta contundencia? Pues bien, la prueba está en que, siempre que anoto la fecha de mi carta, me es imposible fijar la fecha exacta. ¡¿POR QUÉ TENGO QUE PLASMAR ESOS MALDITOS ASTERISCOS?! ¿POR QUÉ, SI TANTO TÚ COMO YO SABEMOS QUE ÉSTE ES EL AÑO DE 17**?
¿Lo ves? Volvió a ocurrir.
Misterio.
En fin. No me arredro, al igual que mis hombres. Llegaremos a donde tengamos que llegar.
Da mis saludos a todos allá en Inglaterra. Y dile a Jeremiah que por fin conocí a alguien con una tripa más prominente que la de él. El sujeto se llama Dimitri y seguro tiene más años que Jeremiah de no poder mirarse los pies.
Me voy porque hasta acá se escucha cómo la fiesta de despedida se transforma en trifulca de borrachos; nada que no haya ocurrido antes; de hecho, ayer mismo. Así que pierde cuidado, hermana. No pasa de que algunos terminen siendo arrojados al agua, lo cual es en cierto modo benéfico pues pone a todos sobrios en dos segundos.
Me despido.
Espero que no por última vez, querida Margaret. Pero si así fuera, ¡entérate de que aquella vez que mis padres te descubrieron besándote en el granero con Waldo Stevenson, sí fui yo quien te delató!
(No podía con eso en mi conciencia.)
(O tal vez sí.)
Con cariño,
Robert Walton
A la señora Saville, Inglaterra
5 de agosto de 17**
Mi estimada hermana, nos ha ocurrido un suceso tan extraño que es imposible no plasmarlo aquí, aunque es muy probable que cuando te llegue esta carta, yo ya haya vuelto a casa y hasta nos hayamos visto las caras en la fiesta que alguna asociación de científicos o expedicionarios o científicos expedicionarios haya celebrado en mi honor.
¿Te estás burlando?
Bien. Eso me pareció.
El caso es que, no sé si tú lo sabes pero el Polo Norte no es sino hielo y más hielo. Si alguien te quiere hacer creer que por acá es posible encontrar tierra firme de algún tipo te está queriendo tomar el pelo. Y te lo digo porque el otro día escuché a tus hijos hablar de un supuesto rumor en torno a un sujeto que vive en estas latitudes y que se está preparando para, en pocos años, llevar regalos en Navidad a millones de niños en un trineo volador. Bien, pues déjame decirte que es más fácil creer lo del trineo volador que lo de levantar una casa en este barrio, con sótano, calefacción y agua en la letrina.
Hielo y más hielo. ¿Estás escuchando?
(Leyendo, pues.)
¡Hielo y más hielo! Oh… para volverte loco. Miras en una dirección y ¿con qué te encuentras? Hielo. Y miras en otra dirección para encontrarte… ¿con qué, exactamente? Hielo, exacto. ¡Sólo hielo! Y el sol, caminando por la línea del horizonte como vigilándonos por todos los flancos. Hielo, hielo, hielo. Y el sol dando vueltas en círculo frente a nuestras caras. Hielo. Sol. Sol. Hielo.
¡Para volverse loco!
Llevábamos casi una semana completamente varados en el mismo lugar porque el hielo nos había cercado por completo. El barco no podía moverse ni una pulgada en dirección alguna. Hielo a babor. Hielo a estribor. Hielo en la proa y (supongo que ya lo adivinaste) hielo en la popa.
Además de inmovilizados, estuvimos todos esos días cegados por una niebla ultradensa que lo pintaba todo de blanco. TODO. DE. BLANCO. ¡Como flotar en la nada! Estando en cubierta sentías la necesidad de palpar tu propio cuerpo y así asegurarte de no haberte convertido en humo.
¡Para volverse loco, Margaret!
No creo exagerar si te digo que hubo un momento en que el pánico cundió por toda la embarcación. Tal vez fue a partir del instante en que grité: “¡Oh, Dios de los mares, toma todas las vidas que quieras, pero déjame volver con bien a casa!”, grito que, vale la pena aclarar, no fue tomado de una forma muy positiva por la tripulación. Empezaron a hacer planes para amotinarse frente a mis narices. O tal vez sólo fuese que la niebla no les permitía saber que me tenían a dos palmos de distancia. Justo frente a sus narices.
Afortunadamente ayer por la tarde levantó la neblina. Y no es que fuera muy reconfortante volver a nuestra vista de sol y hielo y azul blanquecino y más sol y más hielo y más azul blanquecino y más hielo. No. Porque, de hecho, en cuanto pudimos volver a vernos las caras, la tripulación ya estaba desenredando una soga para atarme con ella. En realidad la fortuna vino por el sur de la línea del horizonte. Y justo es decir que nos impidió enfrentarnos unos con otros, pues yo ya tenía en las manos un pedazo del mástil roto, listo para probar su resistencia en la cabeza de los seis marinos amotinados (el séptimo, mi segundo de a bordo, por cierto, no es que sea un dechado de lealtad, en realidad había decidido que, mientras no avanzara el barco, él no tenía por qué cumplir con obligación alguna, pues tal eventualidad no estaba estipulada en su contrato de trabajo y se la pasaba durmiendo).
Decía que estábamos midiéndonos con las miradas cuando vimos aparecer un trineo tirado por perros. Del cual descendió un hombre. Que subió como si nada al barco. Y me cobró la mensualidad correspondiente del abrigo de oso. Luego, con una eficiencia que sólo es posible ver en usureros y agiotistas, se fue en cuanto me extendió el recibo.
Pero no es ése el suceso verdaderamente extraño del que te hablaba al principio de la misiva. Sino lo que ocurrió inmediatamente después.
Por la línea de popa volvió a aparecer otro trineo. Pero esta vez sí que tenías que dejar por completo lo que estuvieras haciendo para poner atención. Yo dejé caer el pedazo de mástil. Y mis hombres la cuerda y las ganas de someterme para tomar el control de la nave.
También tirado por perros, este trineo era una especie de convoy de trineos, pues al carro principal seguían otros dos. Y todos ellos, con gente de lo más singular encima. Al mando del primer vehículo, iba el hombre más grande y más feo que te puedas imaginar. No, no exagero. Y creo poder adivinar tus pensamientos, querida hermana, así que puedo refutarlos enseguida: más feo que Jeremiah, aunque no lo creas.
Oh, no te pongas así. Una pequeña broma para distender el momento.
Volviendo al relato… te decía que iba un hombre enorme y muy feo guiando el trineo. Un verdadero fenómeno. A su lado, una hermosa mujer con un peculiar traje negro brillante, pegado al cuerpo, botas altas de montar y una capa atada a su cuello que revoloteaba al viento. También iba un niño con ellos. Un niño que fumaba puro, por cierto. Tal vez un duende malévolo, ahora que lo pienso. O un enano. Y en los otros carros, una bruja, una mujer con una tupida barba, un viejo calvo y ciego que rasgueaba una guitarra, un jorobado… y el espectro de alguien. Sí. Leíste bien. Un individuo transparente flotaba a la misma velocidad que ellos y parecía seguirlos con una socarronería particular en la mirada. De hecho, fue el único que reparó en nuestro barco, pues hizo una venia con su sombrero abombado, a modo de saludo, y continuó detrás de tan extravagante comitiva.
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