Jacobo Machover Ajzenfich - La memoria frente al poder

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La literatura cubana del exilio, en un principio rechazada por la crítica y por los ambientes universitarios, más por razones políticas que intelectuales o académicas, ha acabado por ocupar el lugar que le corresponde. A través de la obra y del itinerario vital de tres escritores exiliados -Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas-, se afirma la especificidad de esta literatura, su relación con lo que se escribía en la isla, así como sus diferencias respecto a las otras expresiones literarias de la diáspora latinoamericana.

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Un análisis sociocrítico también era inadecuado pues la mayoría de sus obras, aunque estén inscritas dentro de un contexto político único e identificable hasta el más mínimo de sus detalles, buscan alcanzar una universalidad que vaya más allá de la isla en cuya cuna nacieron. No obstante, el estudio del contexto es indispensable para lograr comprender las condiciones de la creación de sus textos y su verdadero alcance.

Así, el análisis literario atravesará la historia sin olvidar por ello la problemática del compromiso político ya que, sin lugar a dudas, lo político es a menudo consecuencia de la actividad creadora y no al revés.

Por los temas tratados, esos tres escritores se encontraron en el ojo de un ciclón que los superaba, confiriendo a sus escritos otra dimensión, ya fuera paródica o subversiva.

La memoria de un mundo desaparecido es el material básico de esa literatura. La búsqueda de un tiempo pasado es su meta. Los escritores cubanos exiliados han reivindicado su voluntad de recuperar aquel universo del que fueron despojados o que prefirieron abandonar. Pero lo que determinó sus vidas y las circunstancias en que fueron escritos sus libros fue la revolución. Resulta impensable ocultar la dimensión política pues es parte integrante de su literatura y de la personalidad de cada uno de ellos.

El exilio a posteriori determinó el alcance simbólico y ético de su creación literaria, así como de sus declaraciones públicas. La literatura publicada dentro de la isla al mismo tiempo no tenía ni podía tener características parecidas. El exilio condicionó el sufrimiento individual frente al entusiasmo colectivo. Pero, antes que nada, supuso la primera condición para escribir y pensar libremente.

* * *

En junio de 1961, tras una serie de encuentros en la Biblioteca Nacional de La Habana con los intelectuales cubanos, Fidel Castro pronunció la famosa sentencia, que se iba a convertir en la definición de la política cultural oficial: «Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada». 1

Esas reuniones con los intelectuales eran el resultado de la polémica provocada por el documental P.M ., de Orlando Jiménez-Leal y de Sabá Cabrera, el hermano de Guillermo Cabrera Infante, un corto que celebraba La Habana y la noche sin la más mínima referencia a la nueva moral instaurada por el régimen. La película fue prohibida. El suplemento cultural del diario Revolución , Lunes , que se veía envuelto en medio de la tormenta por la personalidad de su director, Cabrera Infante, y de sus colaboradores, así como por su línea política heterodoxa, fue definitivamente clausurado. En su discurso, Fidel Castro justificaba la censura contra P.M . Para que las cosas fueran aún más claras, volvía a repetir prácticamente las mismas palabras con un ligero matiz, una precisión importante pero apenas perceptible ( nada se transformaba en ningún derecho ), dirigida hacia los escritores y artistas que lo estaban escuchando: «¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas revolucionarios? Dentro de la revolución: todo; contra la revolución ningún derecho». 2

Aquel año fue el de todas las definiciones, por ejemplo la del carácter socialista de la revolución, y de numerosas prohibiciones. A partir de entonces, los escritores, artistas y creadores en su conjunto iban a tener que tomar posición a favor o en contra de la doctrina política vigente, sin la más mínima posibilidad de crítica. Diez años más tarde, en 1971, estallaba el «caso Padilla».

A raíz de la publicación de su poemario Fuera del juego en 1968, Heberto Padilla fue objeto de ataques de una violencia extrema, sobre todo por parte de Lisandro Otero y de Leopoldo Ávila (seudónimo de José Antonio Portuondo), este último publicado en la revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Verde Olivo , lo que equivalía a una condena oficial y a una seria advertencia para los que tuvieran la tentación de seguir por el mismo camino. Padilla había sido galardonado con el premio Julián del Casal, atribuido por un jurado en el que figuraba, entre otros, José Lezama Lima. En un principio, los ataques iban dirigidos contra Guillermo Cabrera Infante, quien ya se encontraba en el exilio, y contra Antón Arrufat, quien siguió permaneciendo en la isla. En 1971, Padilla fue encarcelado en la sede de la Seguridad del Estado, en Villa Marista, de la que sólo salió para pronunciar una terrible autocrítica pública en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) ante una asistencia compuesta por los principales intelectuales cubanos. El acto provocó un enorme escándalo internacional, que tuvo como punto de partida la protesta colectiva publicada por el diario Le Monde el 9 de abril de 1971 y firmada, entre otros, por Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Carlos Barral, Italo Calvino, Julio Cortázar, Jean Daniel, Marguerite Duras, Hans Magnus Enzensberger, Carlos Franqui, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, André Pieyre de Mandiargues, Alberto Moravia, Maurice Nadeau, Octavio Paz, Jorge Semprún y Mario Vargas Llosa. Algunas de esas firmas, sobre todo las de Julio Cortázar y de Gabriel García Márquez, desaparecieron del conjunto en el momento de la publicación de un segundo texto sobre el caso, publicado el 21 de mayo de 1971 en el diario Madrid .

Los que no habían entendido desde el principio el alcance de la advertencia inicial tuvieron que soportar las consecuencias de una represión radical de la libertad de pensamiento y de escritura.

El aviso, sin embargo, no constituyó la señal de partida para todos. Severo Sarduy se había ido de Cuba en 1959, mucho antes de las «Palabras a los intelectuales» de Fidel Castro. Guillermo Cabrera Infante esperó para hacerlo hasta 1965. Reinaldo Arenas, por su parte, solamente pudo abandonar la isla mucho más tarde, en 1980, de manera casi clandestina, aprovechando el éxodo masivo del Mariel. La relación respecto a la isla y al exilio no es la misma para esos escritores. Sarduy sólo vivió los prolegómenos de la experiencia castrista. Cabrera Infante fue uno de los principales representantes de la intelligentsia oficial antes de volverse uno de los portavoces de la disidencia. En cuanto a Arenas, fue casi siempre un marginal. Su existencia implicaba de por sí un cuestionamiento de la moral del régimen.

Él fue el único de los tres en conocer las cárceles castristas. En efecto, después de un período de entusiasmo hacia la revolución, fue víctima de un ostracismo feroz. Su rebelión desenfrenada lo llevó a tener que asumir cierta marginalidad, incluso en Estados Unidos, por su intransigencia frente al régimen y a algunos sectores del exilio que, a su parecer, mantenían cierta complacencia con el castrismo.

Una vez fuera de Cuba, los tres siguieron por caminos diferentes. El primero en irse, Severo Sarduy, se integró enseguida a los movimientos literarios de la vanguardia de su país de adopción, Francia. Guillermo Cabrera Infante, tras una breve estancia en Madrid, encontró en el exilio londinense la vía para conservar un contacto con los medios cinematográficos, ya que el cine fue (y sigue siendo) la primera de sus pasiones. Reinaldo Arenas, aunque hubiera decidido fijar su residencia en Nueva York, siguió ligado al epicentro del exilio cubano, Miami, y a la generación que se había exiliado hacia la Florida al mismo tiempo que él. Fundó, por cierto, una pequeña revista con un título emblemático, Mariel , marcando de esa manera una comunión política e intelectual con un movimiento colectivo de cubanos que huían de la isla en el mismo momento y por los mismos medios.

Lo que une a los tres escritores es más fuerte que lo que los separa. El exilio, más antiguo o más reciente, es lo primero que los caracteriza a todos. En realidad, no es más que la continuación de una larga tradición cubana, que incluye desde José María de Heredia hasta José Martí. Pero esta vez, el destierro es masivo, prácticamente forzado. La única alternativa entre el exilio y el silencio (la represión) es la sumisión, el canto épico siguiendo las directivas culturales del Partido Comunista. Algunos escritores, entre los más importantes, eligieron esa solución, creyendo de esa manera conservar lo esencial, su obra creativa anterior, o poder participar de lleno en el proceso revolucionario.

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