Dimas Prychyslyy - Con la frente marchita
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memoria personal y colectiva
siete mujeres
con una prosa delicada y feroz
el lado amargo de la libertad
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Con la frente marchita
Editorial Dos Bigotes
Con la frente marchita
Dimas Prychyslyy
Primera edición: octubre de 2020
Con la frente marchita © 2020 Dimas Prychyslyy
Representado por la Agencia Literaria Dos Passos
© ilustraciones del interior y de la portada: Salvador Jiménez-Donaire
© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.
Publicado por Dos Bigotes, a.c.
www.dosbigotes.es
isbn: 978-84-121428-5-3
Depósito legal: M-20773-2020
Impreso por Kadmos
www.kadmos.es
Diseño de colección:
Raúl Lázaro
www.escueladecebras.com
Parte de este libro fue escrito con la ayuda de una beca de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores durante la segunda mitad del curso 2016-2017. Cada último viernes de mayo, las protagonistas de estos relatos se reúnen para celebrar un banquete bajo el naranjo del claustro con la Baltasara como anfitriona.
Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.
Impreso en España — Printed in Spain
Índice
Lolita Pluma
Las dos en punto
La Junquera
Carmen de España
Rosario Miranda
Verónica del Raval
Nota del autor: La vida en clave
Bibliografía escogida
Las nieves del tiempo platearon mi sien.
Carlos Gardel
…mi vida de mendigo me había dado a conocer los fastos de la abyección, pues era necesario mucho orgullo (es decir, amor) para embellecer a estos personajes mugrientos y despreciados. Necesité mucho talento. Lo fui adquiriendo poco a poco. Me es imposible describir cómo, pero por lo menos puedo decir que, poco a poco, me esforcé en considerar esta vida miserable como una necesidad voluntaria. Nunca intenté convertirla en otra cosa que en lo que era, no intenté adornarla, enmascararla, sino que, por el contrario, quise afirmarla en su exacta sordidez, y los signos más sórdidos se convirtieron para mí en signos de grandeza.
Diario de un ladrón, Jean Genet
A Tatiana Leónovets, mi madre,
por haberme enseñado lo que es la resiliencia
.
Lolita Pluma
Es Lolita Pluma,
sí, Lolita Pluma,
cuando se vaya morirá
un poco toda la ciudad
desde Ripoche a la Naval.
Es Lolita Pluma,
nuestra Lolita Pluma,
que desde el «El Río» hasta «El Central»
pasea, con toda autoridad,
su extravagancia singular.
Lolita Pluma, Braulio
—Ponme un guanijei, Braulio, que tengo los ñames podridos de la cholá que me he pegao —pidió una anciana sudorosa, desdentada, con la cara pintarrajeada a la manera de los hombres en carnaval, vestida con algo que recordaba una bata china.
—¿A dónde fuiste ahora, Lolita? ¡Pero si tú nunca sales de aquí, mi niña! —dijo el camarero sin saber si tomarse en serio las palabras de la mujer.
—Al barranco Guiniguada. Estaba todo lleno de guindillas, obreros y máquinas y un montón de pollabobas mirando tras de las vallas cómo lo tiraban. —La cara de Lolita se ensombreció ligeramente mientras murmuraba algo que al camarero le pareció una retahíla de insultos.
—¿Hasta el Puente de Palo fuiste? ¡Chos, pues sí que tenía que ser importante lo que te traías entre manos!
—Fui a ver si Andrés el Ratón estaba entero. Como el muy guanajo cada vez que está vinagre se mete entre sus cuatro cartones debajo del puente y no lo despierta ni un trasatlántico, pues me dio miedo que lo escacharan con las grúas, Braulio.
—¿Andrés el Ratón? ¿El que vendía cacharros brillantes a los guiris y siempre iba descalzo? ¿El del Apolo?
—Ya no hay Apolo, Braulio —dijo Lolita con la mirada perdida en el fondo del vaso de whisky que le acababan de servir—. Ya no están los cuatro quioscos de las esquinas, ni las floristas, ni Margarita La Corcovada pregonando su pancito blanco y dulce. Tampoco vi a la Mayuya…
—Esa estaba peor que tú, Lolita —soltó el camarero dándose cuenta de que no tenía que haberlo dicho aunque, para su sorpresa, encontró las encarnadas encías de la anciana esbozando una grotesca sonrisa.
—Sí, peor que yo, sí. El suyo también era peor que el mío…, por lo menos a mí no me hacía dormir en el patio con los perros.
—Pero si hace años ya que…, bueno, lo que quiero decir es que…, en fin, el puente ya estaba muy viejo. Hacía falta quitarlo para la carretera nueva. ¡Con la de coches que hay ahora!
—¿Viejo? ¡Viejo estás tú, papafrita! Estaba precioso. Los tejados de los quioscos con sus tejitas pintaditas de verde y los niños corriendo y Nazario con las telas que traía de allá de su tierra, de Oriente. ¡Y el Ford convertible!
—¿Viste un Ford descapotable de los antiguos? —preguntó Braulio con cierto tono de mofa.
—No, ya no estaba. Pero aún recuerdo cuando lo vi por primera vez en la Isleta: con los asientos traseros cargados de telas y el chiquillo de Nazario loco de contento subido encima de los rollos, entre toallas portuguesas, sábanas y manteles.
—Pero si Nazario ya hace muchos años que…
—Los mismos coches fueron los que usaron los chamaflejas esos que se hicieron llamar nacionales. —El camarero se puso repentinamente serio, algunos clientes se volvieron hacia donde estaba Lolita y la miraron con desaprobación.
—Bueno, te pongo otro Johnnie Walker de arrancadilla, en homenaje a la pateada que te metiste —bromeó Braulio intentando suavizar la conversación.
—Sí, ponme otro —dijo Lolita como despertando de un sueño, ajena a las miradas—. Este me lo voy a tomar por el Ratón. Una vez más se salvó, el penco ese.
—¿Que se salvó?
—Sí, justo cuando caía el puente se me acercó por detrás y me dijo que le habían metido una cuerada las autoridades. —Lolita pronunció esa última palabra alargando las sílabas, visiblemente enfadada—. Luego se fue, me dijo que no debería salir más de mi reino, de este parque, que los gatos me protegerían siempre. Se me estuvo quejando, decía que tenía una chaflija que tiraba pa´trás y se fue dando palmetazos con sus patotas negras sobre el asfalto, calle abajo. Cuando me quise dar cuenta, desapareció de pronto. Solo quedó el tintineo de sus alhajas sobre el ruido de los tractores.
Lolita cogió el vaso de whisky y se lo bebió de un trago, se limpió la deformada boca con la manga de la bata de seda y se fue sin pagar. Braulio se quedó quieto, con un paño en una mano y una copa a medio secar en la otra, desconcertado.
—Últimamente ya no sabe ni en el día en el que vive —comentó un cliente que estaba en la barra, sin mirar al camarero.
—Lo que no sabía es que se le aparecieran los muertos —dijo en un susurro Braulio mientras volvía a meter el paño en el interior mojado de la copa.
Fuera del bar solo las sombrillas de lunares protegían a las hordas de turistas del implacable sol. Los niños locales se encargaban de que la algarabía de la plaza no disminuyera, se mezclaban con los turistas, gritaban piropos a despampanantes mujeres rubias que respondían mascando un «ou, nou entiendou, bambino», haciendo aún más estremecedor el carmín de sus labios de celuloide.
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