Dimas Prychyslyy - Con la frente marchita
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memoria personal y colectiva
siete mujeres
con una prosa delicada y feroz
el lado amargo de la libertad
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Si se le preguntaba, aparte de obsequiarte con una serie de arcaicos insultos que bien causaban risa o bien infundían temor, la propia Lolita no era capaz de decir en qué año había nacido exactamente. La gente de la zona parecía recordar mucho mejor que ella misma los detalles de su dantesca vida. Daba la sensación de que Lolita quería esconder tras el alcohol, el maquillaje, la ropa estrafalaria y el amor por los gatos los trágicos pormenores que la habían llevado al Catalina Park. Don Vicente decía que debía tener unos setenta años, a lo que Braulio respondía que de ninguna manera, que como mínimo ochenta, que esas arrugas como barrancos no eran de una persona de setenta años, setenta tenía su madre, decía indignado. Lo que todos sabían perfectamente era que sus padres habían venido de Arucas y ella nació en el barrio de la Isleta, que ellos allá eran los únicos que sabían escribir, hacía varias generaciones, y por eso les habían puesto el sobrenombre de Los Pluma. De lo que sí solía hablar Lolita era de los años de la guerra, de las colas de racionamiento que podían durar desde medianoche hasta las diez de la mañana siguiente y una vez en el mostrador te decían que ya no quedaba más gofio, que qué era eso del azúcar, ¡por dios, señora!, si hace tres años que el único que ha visto un terrón es el hijo del alcalde. Entonces tocaba olvidarse del cansancio y correr a la Recova o al Mercado de la Vegueta o a la Panadería Alemana de la calle Pelota, que tenía un pan moreno y prieto que saciaba como ninguno, como un buen macho, gritaba a carcajadas Lolita, y donde la dueña solía canjear con más soltura los vales del racionamiento.
Había mañanas en las que Lolita se levantaba animosa y aparecía con su caja de cartón llena de chicles Adam’s, postales para los turistas y flores de papel. Sonreía asustando a los niños y se paseaba entre las mesas del parque parándose con unos, sacándose una fotos con otros —por las que cobraba religiosamente, soltando «mira tú el bobomierda este del choni que no quiere aflojar el peculio» al mínimo gesto de impago— o charloteaba con todo aquel que quisiera escucharla. Había gente que la invitaba a un trago, hombres que le silbaban cuando la veían aparecer y ella siempre contaba la misma historia cuando quería que se le pagase un bocado porque no había desayunado o había dado su almuerzo a los gatos. Decía que la que más hambre había pasado en toda España durante la guerra era ella, que la gente era pícara, que se las apañaba para chulear un fisco de carne, un puñadito de garbanzas para tirar en el agua sucia esa que llamaban puchero, que se metía por las plataneras a robar lo que trincara, que rajaba los sacos de arroz en el puerto aprovechando la cogorza de los guardias. Pero ella no, juraba por sus gatos, y por los años que le quedaran, que nunca había robado ni un grano de trigo, ni se había llevado a la boca lo reseco siquiera del gofio que quedaba empegostao al zurrón. Si le pagaban un trago de ron, se sentaba en la mesa de los que la habían convidado y relataba el caso del violinista que trabajaba en el Pérez Galdós.
—Yo estaba un día más canina que el perro de un barbero tirando por la calle Triana y se me ocurrió entrar en una tasca que había ahí de toda la vida y preguntarle a la muchachita que atendía que si tenía algo que le sobrase, que yo como buenamente pudiese se lo pagaría con lo poco que tenía encima, y que éramos ocho en casa y que la abuela estaba pachucha y que mi madre estaba al borde de un yeyo porque veía cómo se le desmayaban los hijos de hambre por turnos y que si ella era tan amable (porque yo soy muy educada, ¡eeeh!), me diese algo —decía a los que se habían congregado a escuchar la historia—. ¿A que ustedes son testigos de que siempre yo fui muy educada? ¡Coño que sí! —Con un gesto de la mano ahogaba las carcajadas y se subía uno de los gatos al regazo mientras sorbía el ron y continuaba la historia—. Total, que no había cristiana manera de que aquella niñata estirá me diese ni un mendrugo de pan. Me dijo que me fuese, y cuando vio que no me movía me dijo: «Como no quieras los calderos y los trapos sucios, otra cosa no queda, mija». Entonces yo, como si los ojos por sí solos me hubiesen cobrado vida, me fijé en los calderos que estaban más cochinos y más negros que el corazón de la malparida esa y entonces vi que en uno de ellos había una docena de cinturones de cuero viejo hirviendo a borbotones. ¡Tuvo que cerrar la mojigata! ¡Fíjense lo que les digo! Porque le arruiné la venta. ¡Oooh! ¿No? ¡Mira tú! ¡Me iba a quedar yo quieta! Toda la ciudad se enteró, ¡qué coño!, ¡toda la isla!, de que la muy cochina hacía sus escaldones y sus pucheros con caldo de correa. Pero aquí no acabó la cosa, me dijo que me fuese y yo me marché pero me quedé con las maguas, con las ganas y con una locomotora en las tripas. Seguí calle abajo hasta llegar al Apolo y ahí estaban cuatro muertos de hambre, con libros debajo del sobaco y el pelo repeinao y grasiento de no lavárselo, haciendo tertulia. Yo entré para ver si me ponían un leche y leche y en esto que uno de los muchachitos esos que se paseaban por las calles con un hueso de jamón para que las vecinas, por una blanca, pudiesen meterlo en el caldero para que se le quedase al agua algo de gusto, empezó a chillar como si se le hubiese muerto la mismísima madre y se formó un barullo y una escandalera, ¡Jesús! El chiquillo chillaba que le habían mangao el hueso, que si se enteraba su padre le iba a cortar una pierna para que fuese con ella puerta por puerta. Entonces yo, que estaba más floja que un niño en cuaresma, sentí que me empujaba alguien y no tuve más remedio que agarrarme a uno de los repeinaos que estaba a mi lado, me agarré de su manga y el hombre por poco se me cae también. Al final aguantamos de pie pero al repeinao se le cayó un estuche de cuero viejo que tenía, que yo no sabía qué era eso ni nada, hasta que veo que cae y se abre al golpear contra el suelo y sale disparado el hueso del jamón, que el muy joputa había escondido en ese estuche que luego me dijeron que servía para guardar su violín. ¡Y eso que le pagan bien en el teatro por hacer ruido con esa cosa!
Siempre contaba esa misma historia. Al acabarla alguien soltaba: «Lolita, ¿tú no tienes a nadie?, ¿hermanos, un marido, un hijo?». Entonces el ruido del Catalina Park volvía de pronto, la nostalgia que el relato de Lolita había dibujado, tan frágil, tan agridulce, se rompía. La mirada de la anciana se posaba en la cajita de chicles y postales, luego se dirigía a los gatos, se levantaba a continuación y volvía a reemprender la marcha. Una marcha de pies arrastrados y nubarrones tras los párpados. «La pena de Lolita», decían los que habían presenciado aquellos episodios más de una vez. Pero nadie podía darle ningún tipo de explicación más allá de las conjeturas y los rumores.
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