Sergio Alejandro Cocco López - Aleatorios

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En un mundo en donde algunos nacen con la pareja que los acompañará el resto de sus vidas, otros a quienes se los conoce con el nombre de Aleatorios, nacen solos. En este contexto, Oliver busca desesperadamente a la mujer con la que nació. Pero una repentina y extraña amnesia le impide recordar qué es lo que pasó o por dónde comenzar a buscarla. Sin embargo, ese no es su único problema. La policía lo busca por asesinato, y un Súcubo sadomasoquista se empecina en hacerle la vida imposible. Entonces aparecen «Ellos» en su vida, asegurándole que si cumple determinada cantidad de encargos podrá recuperar a Lucila. Y por cierto que debe apresurarse en cumplirlos, pues «Ellos» le susurran matar.
"…<Yo soy mi dolor y mis pensamientos. Todo lo que ella compartió conmigo está aquí. En algún lugar detrás de los surcos de mi frente. A través de mi piel, mi carne, mis nervios, cartílagos y sangre. Detrás de los huesos de mi cráneo. Entre la masa encefálica de mi cerebro, flotando etérea y hermosa en algún lugar de mi mente. Ella todavía está aquí. Su voz, su tacto, su olor. Una cantidad innumerable de palabras que me dedicó, junto al sonido de miles de risas a las que no llegué a venerar lo suficiente. Aquí también están sus labios, a los que no ocupe cada segundo de mi vida en besar. Ella está aquí, intacta y eterna. Su esencia flota en esta estúpida mente que cada vez me permite menos recordarla. Todo lo que yo fui con ella también está aquí, en algún lugar…>.
Luego bajó la vista y miró sus pies desnudos sobre el mugriento suelo del baño de la pensión. Observo sus brazos, sus piernas. Vió los moretones y hematomas que se llevó de recuerdo al escapar de la Seccional de Policía. Analizó con detenimiento las costras de sangre seca, suyas y ajenas, que todavía permanecían en sus manos y entre las uñas de sus dedos. Y se dijo: <Pero no me recuerdo>…"

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¡Din don! ¡Din don! ¡Din don! ¡Din don!

Afuera ya era de noche. Y la luna parecía ser un ojo mutilado que observaba perezoso escondiéndose detrás de las nubes, e iluminándolas de tal modo que sus bordes resplandecían con una luz color plata, disminuyendo su tonalidad sobre su esponjosa superficie hasta llegar al centro, desde donde las diferentes gamas de grises formaban un anacrónico arcoíris lunar. Era una noche inusualmente ventosa y fría para esa época del año. Y la brisa fresca que se filtraba por los orificios del ventanal parecía congelar las lágrimas de Oliver. Que apoyándose en donde podía, intentaba despabilarse poniéndose de pie.

>¿Qué es lo que acababa de pasar?… ¿Todo eso fue real?… ¿fue un recuerdo… una pesadilla? Se preguntó<

>¿Cuánto tiempo ha pasado esta vez ?<

>¿Días? ¿Horas?<

Tuvo la sensación de haberse desmayado. El suelo cubierto de baldosas rotas y cemento sobre el que despertó estaba helado. La cabeza le daba vueltas, y a pesar de no haber comido nada en todo el día, lo invadieron unas incontrolables ganas de vomitar. Inclinó su cabeza hacia un costado para poder hacerlo, pero su boca solo espetó unas cuantas arcadas acompañadas de unas tiras glutinosas de líquido biliar. Se sentía débil, una desesperante sensación de pesadez le dificultaba mover sus extremidades. Pese a ello, logró incorporarse con dificultad hasta quedar apoyado de espaldas contra la pared. Respiró hondo y aguzó el oído. Lo único que logró escuchar fueron unos amortiguados ecos que provenían de la calle; el sonido de unas ramas movidas por el viento, la exagerada alegría de unos borrachos cantando, los lejanos ladridos de un perro solitario.

Oliver miró a su alrededor, y trato de ubicarse en el medio de una oscuridad que ya no era tan espesa, y que había sido cortada a la mitad por la luz de una luna en cuarto creciente. Oliver no solo tenía la visión nublada por las lágrimas que le causaron las arcadas, sino también por la desesperación y la tristeza que oprimían su alma cada vez que despertaba de aquellos trances. Por lo que entrecerró sus párpados para enfocar la vista, y así pudo distinguir cómo el río negro se evaporaba de a poco y la “cosa-mujer” se desvanecía de forma intermitente y silenciosa a medida que se alejaba y se acercaba. Apareciendo y desapareciendo.

En un instante apareció nítidamente enfrente de él, moviendo su cráneo de un lado a otro y desnucando intencionalmente su cuello con cada movimiento, el sonido de sus huesos al quebrarse era estremecedor, escalofriante, repulsivo. Luego desapareció. Al instante siguiente volvió a aparecer a unos metros de distancia, moviendo sus brazos y piernas de forma convulsiva, vertiginosa. Lo que daba la impresión de que se estuviese despedazando, arrancando los músculos de sus huesos y dejando una estela a su alrededor como si fuese una niebla, una niebla roja hecha a base de vapor de sangre. Al instante volvió a desvanecerse. Lejos, cerca, lejos, cerca… Aparecía y desaparecía, se desvanecía y volvía a surgir. Segundo a segundo su imagen se hacía más cada vez más borrosa, hasta que pasó un instante más y de repente la “cosa-mujer” ya no estaba, dejando en su lugar un silencio absoluto que pasó a dominarlo todo.

De repente ese profundo silencio fue perturbado por el particular repiqueteo de las alas de una cucaracha, que atravesó volando la habitación hasta dirigirse al fondo de una sucia lata. Ese primitivo sonido, combinado con el vacío de la soledad, sumergió todo el ambiente en una confusa atmósfera de angustia y miedo.

Oliver intentó descifrar el horror de aquellas imágenes o alucinaciones o lo que catzo fuera. La confusión lo llenó de odio, y el odio se transformó en una rabia ciega que lo indujo a golpear la pared con el puño hasta casi quebrarse los dedos y desgarrar prácticamente toda la piel de sus nudillos. La sangre comenzó a brotar rápidamente tiñendo de rojo el cemento y los retazos de pintura que aún permanecían en la descascarada pared. Sin embargo Oliver siguió golpeando. trompada tras trompada, hasta que el cansancio o el dolor lo detuvieron. Las gotas de sangre que cayeron al piso formaron un pequeño charco. Que a la luz de la luna tomó un color púrpura oscuro, casi negro.

Primero salieron sus antenitas por el hueco de la lata, luego tímida y perezosamente el resto del cuerpo. La cucaracha olfateó la sangre, estaba hambrienta. Instintivamente analizó cada uno de los sonidos a su alrededor. Consideró los pormenores de la situación, y al no percibir peligro comenzó a avanzar con cautela hacia el charco púrpura de nutritiva y sabrosa proteína. Se paraba y escuchaba cada dos o tres centímetros. Luego se precipitó rápidamente y frenó en seco. Recordó que cerca de unos tachos oxidados a unos metros de allí, había un nido de ratas. Hacía mucho que no las escuchaba ni las veía. Tenía mucha hambre, y decidió arriesgarse a seguir su expedición. Pero claro, con mucha cautela. De repente escuchó un ruido. Tuvo miedo, y su primigenio instinto de supervivencia comenzó a tomar el control de la situación. Tenía dos opciones, quedarse quieta o correr lo más rápido posible hasta encontrar un lugar en donde esconderse. Si se quedaba quieta podría camuflarse con su entorno, y pasar desapercibida, o bien ser una presa demasiado fácil. Por otro lado el miedo es un excelente combustible, y la haría correr tan rápido que ninguna de esas peludas y grasientas ratas podría alcanzarla. Tenía que decidir. Quedarse quieta o avanzar. Hay momentos en los que la duda es mucho más dañina que cualquier decisión, en especial cuando se tiene su tamaño. Entonces el hambre ordenó. Corrió con todas sus fuerzas.

A cada paso que deban sus patitas más se convencía de que avanzar era la decisión correcta. La comida no estaba lejos. Por lo que si era lo suficientemente rápida y astuta, en solo unos segundos estaría disfrutando de un merecido banquete. Era una noche fría, muy fría, y si bien la sangre no se comparaba con unos jugosos cúmulos de basura maloliente y putrefacta, por lo menos la ayudaría a pasar la noche. Además, como “Bonus Track” de aquel inesperado festín, la sangre permanecía tibia. Eso le calentaría el cuerpo y le daría energías.

A solo unos centímetros del pequeño charco de sangre. La cucaracha tomó velocidad y en unos segundos ya estaba chapoteando en el proteínico líquido. No sin antes haber dejado con sus roñosas patitas un pequeño rastro de inmundicia sobre una amarillenta hoja escrita a mano tirada en el piso.

No sé si existe una dimensión en la que tengamos la posibilidad de ocupar de nuevo un espacio juntos. No sé si “Ellos” nos tienen concedido un tiempo compartido en alguna parte. No sé si Dios hará que ese espacio y ese tiempo coexistan en algún lugar. Lo único que sé es que tu ausencia me desgarra el alma. Mientras tanto seguiré viviendo en este segundo interminable, que es el segundo en el que te sacaron de mi lado. Te extraño. Tu recuerdo es la luz que alumbra todos los oscuros y tortuosos caminos por los que surca mi alma. Tengo cientos de motivos reales o imaginarios para abandonarme y hacerme daño, siempre los tuve. Pero tu presencia y tu amor, han sido y son la única y verdadera fuerza que puede cambiarlo todo. No quiero odiar. Odiar me desgasta, me sofoca. Pero no puedo evitarlo. La amnesia y el odio se apoderan de mi mente. Afuera, los días pasan como decorados de paisajes estáticos en el escenario de una sátira interpretada por actores mudos, ciegos y sordos. Todos ellos indiferentes, ajenos a mi dolor. Pero no me importa, los odio tanto como ellos me odian a mí.

Voy a encontrarte, Lucila. No importa el tiempo o el lugar en el que estés, en este plano existencial o en otro. Durante o después de esta vida, no lo sé… pero de algún modo volveremos a estar juntos.

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