Navalni y Politovskaia nunca fueron espías ni traidores, pero, con toda probabilidad, sí víctimas del aparato de seguridad de Putin, al que nunca le ha importado asumir el coste político de la venganza. Ello le parece un precio aceptable a cambio de que todos los disidentes sepan que cualquiera que ose desafiarle puede pagar con su vida.
La CIA también castiga a los traidores, aunque actúa con los límites que le marcan las leyes y la supervisión del Senado, a los que está sometida. Ello no ha sido obstáculo para que la organización de Langley se implicara en operaciones clandestinas como las llevadas a cabo para derrocar a Jacobo Arbenz en Guatemala, a Mossadeq en Irán o a Salvador Allende en Chile, todos ellos dirigentes de regímenes legítimos que fueron depuestos por la fuerza.
Pero, que se sepa, nunca ha recurrido al asesinato para castigar a los traidores. Aldrich Ames, analista de contrainteligencia de la CIA, fue detenido y encarcelado en 1994 cuando se descubrió que llevaba años revelando secretos al KGB, entre ellos la identidad de decenas de agentes al otro lado del Telón de Acero.
Ames no traicionó a su país por convicciones ideológicas. Lo hizo por dinero y ese era su punto débil. Fue detectado porque se había comprado una lujosa casa y había movido cientos de miles de dólares en sus cuentas. La CIA ató cabos y lo obligó a confesar. El agente reconoció todas sus culpas y explicó que había estado colaborando con el KGB a cambio de dinero. Su esposa le exigía llevar un tren de vida que no podía costear con su sueldo. Fue condenado a cadena perpetua.
Otro traidor legendario fue Robert Hanssen, agente del FBI, que delató a sus compañeros por móviles económicos. Dmitri Poliakov y otros tres agentes dobles fueron ejecutados en Moscú por sus informaciones. Estuvo cobrando elevadas sumas del KGB durante 22 años. Y fue localizado por casualidad. Era una persona religiosa y de ideas muy conservadoras, por lo que nadie sospechó de él.
En contraposición a este espionaje por dinero, hay muchos agentes que arriesgaron y perdieron su vida. El ejemplo más notable es el de Richard Sorge, fusilado por los japoneses en 1944. Era un corresponsal alemán en Tokio con excelentes contactos en la embajada de su país. Gracias a ello, avisó a Stalin con una semana de antelación de la fecha de la invasión de Rusia por el Ejército de Hitler. Pero el caudillo soviético no se lo creyó. Pagó con su vida porque un confidente le delató y fue ejecutado de forma sumaria.
También fueron fusilados decenas de los integrantes de la llamada Orquesta Roja, que suministró información clave a los servicios secretos británicos durante la Segunda Guerra Mundial. Fundada en 1939 por Leopold Trepper, un judío polaco con conexiones con el espionaje soviético, la organización operó en Francia, Bélgica, Holanda y Suiza. Trepper llegó a tener 74 emisoras clandestinas operativas, de las cuales la mayoría fueron desmanteladas por la Gestapo. Los miembros de la red eran conocidos como «los pianistas», dado que usaban un telégrafo operado manualmente. Gracias a los contactos de la Orquesta Roja, los jefes militares estaban avisados de todos los movimientos de las tropas alemanas en Stalingrado. Trepper, que utilizaba de tapadera una empresa comercial belga, logró sobrevivir y murió en Jerusalén en 1982. Pero la gran mayoría de sus agentes fueron localizados y eliminados tras ser torturados.
Otra de las figuras míticas del mundo del espionaje, Mata Hari, una famosa bailarina en París, fue ejecutada en el castillo de Vincennes en 1917. Se la acusó de estar al servicio del espionaje alemán durante la Primera Guerra Mundial, pero antes había trabajado para los franceses. Era una mujer alegre, muy atractiva, de vida disoluta, que confraternizaba con la cúpula militar de uno y otro bando. Pero fue condenada a muerte pese a que la información que vendía era irrelevante, poco más que un rumor. Fue fusilada a los 41 años, mientras lanzaba un beso al pelotón de ejecución, en el lugar donde Napoleón había dado la orden de acabar con el duque de Enghien.
Si Mata Hari no tuvo reparos en servir a ambos bandos, Eddie Chapman elevó el engaño a la categoría de arte. Era un ladrón de poca monta que estaba encarcelado en las islas del Canal cuando los alemanes tomaron el enclave en 1941. Decidieron llevarlo a Alemania y reclutarlo como espía de la Abwehr. Confiando en su lealtad, lo enviaron a Londres con un radiotransmisor y una fuerte suma de dinero para que obtuviera información de las plantas de fabricación de armamento y aviones. Pero Chapman contactó con el servicio secreto británico, que lo utilizó para intoxicar a los alemanes. Su mayor hazaña fue proporcionar una ubicación falsa de la fábrica de motores de cazas en Coventry. Siguiendo sus indicaciones, la Luftwaffe bombardeó una gigantesca maqueta de cartón. La intoxicación surtió efecto y Chapman fue condecorado con la cruz de hierro, felicitado por el Führer y ascendido a oficial.
La técnica de engañar a la aviación alemana con carcasas de cartón piedra fue utilizada en más de una ocasión por los servicios británicos. El maestro de esta práctica fue Jasper Maskelyne, un ilusionista que triunfaba en los teatros de Londres. Construyó una gigantesca maqueta del puerto de Alejandría para despistar a la Luftwaffe, camufló los tanques ingleses en el desierto africano y diseñó un juego de luces para confundir a los aviones alemanes en el canal de Suez.
Con métodos bien distintos, también desempeñó un papel clave en el engaño a Hitler el agente español Joan Pujol, un catalán bautizado como Garbo reclutado por los alemanes en Madrid. Pujol, al servicio de la inteligencia británica en Londres, rindió un gran servicio a los Aliados al engañar a la Abwehr, a la que indujo a creer que la invasión se produciría por Calais, donde se concentraron las tropas de la Wehrmacht.
Otro espía español de la misma época fue Juan Gómez de Lecube, un extremo del Atlético de Madrid en los años veinte. Se alistó en el bando nacional durante la Guerra Civil y, posteriormente, fue reclutado por la Abwehr, que lo envió a Panamá para informar de los movimientos de la Armada británica. Pero jamás llegó a su destino porque fue detenido en la isla de Trinidad. Lo deportaron a Londres, donde fue internado en un campo de prisioneros. Los británicos tenían pruebas concluyentes de que trabajaba para los nazis, pero él siempre lo negó. Desde su cautiverio escribió cartas a Jorge VI en las que reivindicaba su inocencia y denunciada que estaba siendo maltratado. Volvió a España al acabar la contienda y se ganó la vida como entrenador de equipos de fútbol.
Eddie Chapman fue despedido por sus jefes en 1945 sin recompensa económica alguna, como él reclamaba. Garbo emigró a Venezuela, abrió diversos negocios y murió en Caracas en 1988. Los dos se fueron al otro mundo sin que nadie conociera los servicios que habían prestado a la causa británica. Hoy se reconoce que su labor de engaño ahorró miles de vidas de soldados. No hay duda de que tenían un extraordinario talento para la duplicidad. Ambos fueron el perfecto ejemplo del triple agente, siempre obligado a un complicado equilibrio mental para no delatarse. En los dos casos, los alemanes estaban convencidos de que estaban infiltrados en las filas enemigas, mientras que en realidad trabajaban para los británicos, que les facilitaban información verdadera de escasa utilidad para engañarles en lo importante.
Puede incluso que en algunos momentos estos triples agentes dudaran de a quién servían en realidad, lo mismo que seguramente le sucedió a Kim Philby, que, pese a sus palabras, sufría un conflicto de lealtades, ya que era hijo de un militar y sus mejores amigos trabajaban para el MI6. El alma de los espías está llena de secretos, por lo que habría que ser cautos a la hora de formular juicios morales sobre su conducta. Muchos de ellos han pasado a la historia como traidores, pero casos como el Penkovski o el de Philby inducen a pensar que la traición puede ser una forma de fidelidad a las convicciones.
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