Pedro García Cuartango - Anatomía de la traición

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Anatomía de la traición indaga en los motivos que impulsaron a hombres y mujeres a vivir al límite, borrando su identidad para convertirse en espías y cambiar con sus acciones el curso de la Historia. Los crueles servicios secretos del III Reich, los oscuros soviéticos de la KGB, los silenciosos norteamericanos de la CIA y los flemáticos británicos del MI5 desfilan por las páginas de este libro. Una galería de personajes, extraordinariamente documentados por la fina pluma de
Pedro G. Cuartango que traicionaron o afirmaron sus ideales por ambición, dinero, convencimiento o miedo. O por todo a la vez. Un universo no tan claro de buenos y malos, de bloques políticos antagónicos surgidos del Muro de Berlín y la Guerra Fría. Un retrato de las oscuras tramas de poder que hicieron del mundo un tablero de ajedrez del que solo podría salir un vencedor.

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Habían sido reclutados cuando estudiaban en Cambridge en los años treinta. Philby había trabajado como corresponsal de The Times en la Guerra Civil española, una tapadera tan perfecta que el propio Franco lo condecoró por sus servicios a la causa nacional. También es curioso el caso de Blunt, un crítico homosexual y experto en pintura del barroco que supervisaba la pinacoteca de la reina. Siguió haciéndolo durante muchos años tras ser descubierto porque el Gobierno británico prefería evitar el escándalo.

Estos cinco espías, que luego se conocieron como «el Círculo de Cambridge», ejemplifican el dilema moral de unos intelectuales que optaron por ser más leales a sus ideas comunistas que a su patria. Todos habían nacido en el seno de familias acomodadas y todos habían recibido una educación de elite. Pero fueron deslumbrados por una ideología que prometía el paraíso en la tierra. Resulta una paradoja que no fueran conscientes de que servían a un régimen como el de Stalin, que no dudó en aplicar una cruel represión para conseguir sus objetivos.

En la década de los treinta, el choque entre el totalitarismo de uno u otro signo y las democracias parlamentarias hacía presagiar un estallido de la violencia. Era evidente, a partir de 1933, que Hitler se estaba preparando para la guerra. Y en ese mundo polarizado, personajes como Philby y sus compañeros se sentían obligados a elegir. Creyeron que el comunismo era el futuro y que las democracias parlamentarias estaban corrompidas por el dinero y los privilegios de la clase dirigente.

La historia ha puesto en evidencia el inmenso error que cometieron, pero en esos años había que optar entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro, y no había lugar para la neutralidad. Casi ninguno de ellos hubiera corrido esos enormes riesgos si hubiera sabido entonces que el comunismo desaparecería del mapa, dejando un siniestro balance de represión, miseria y falta de libertad.

Todos los miembros del Círculo de Cambridge arruinaron sus vidas y tuvieron un triste final. Como Philby, Burgess y Maclean, que acabaron sus días en Moscú, donde murieron deprimidos y decepcionados. Pero no fue el caso de George Blake, el último superviviente de la Guerra Fría, que falleció en Moscú 26 de diciembre de 2020. Había sido enrolado en las filas del KGB en su juventud por un tío suyo que era dirigente del Partido Comunista de Egipto, donde pasó sus primeros años de vida. Blake mantuvo su fe intacta en la causa mientras iba ascendiendo peldaños en el MI6. En los años cincuenta, fue destinado a Berlín.

Allí avisó a los soviéticos de que los aliados estaban construyendo un túnel para interceptar sus comunicaciones. Su chivatazo significó el final de un proyecto en el que la CIA había invertido cuantiosos recursos. Fue detenido y condenado a 42 años de cárcel, la mayor pena jamás impuesta en Reino Unido a un espía, pero en 1966 se fugó de la prisión de Wormwood ayudado por militantes del IRA.

Nadie se explica cómo Blake pudo evadirse de una cárcel de alta seguridad, pero el hecho es que logró llegar a la Unión Soviética, donde fue distinguido con la orden de Lenin y se le trató como un héroe. Sobrevivió en Moscú durante más de medio siglo en una confortable dacha, con la que se le reconocieron sus servicios. Nunca albergó dudas de que estaba haciendo lo correcto.

La contrafigura de George Blake podría ser Oleg Penkovski, un coronel del GRU, la inteligencia militar soviética, que pagó un alto precio por espiar para la CIA. Fue detenido en 1962 y torturado durante meses. Finalmente, lo ejecutaron por un método brutal: lo ataron a una tabla y lo fueron introduciendo lentamente en un horno. Tardó muchas horas en morir.

Penkovski nunca traicionó a su país por dinero ni por ambición. Había servido en Ankara y se sentía muy decepcionado por el fariseísmo de la nomenklatura, que gozaba de enormes privilegios mientras los ciudadanos pasaban penalidades. Tras una carrera meteórica, empezó a colaborar con la CIA y el MI6 suministrando valiosa información de los planes militares del Ejército Rojo.

Labró su perdición al pasar decenas de planos y fotografías de los emplazamientos de los misiles soviéticos en Cuba, aportando una prueba irrebatible a la Administración Kennedy. Durante algunos días, Estados Unidos y la Unión Soviética, que se negó a retirarlos, estuvieron al borde de la guerra. Pero, finalmente, Kruschev cedió. El KGB ya sospechaba de él y, poco tiempo después, desapareció sin que nadie volviera a tener noticias. Hoy sabemos por sus excompañeros que la organización decidió castigarle con una muerte terrible para que todos tomaran nota del castigo que esperaba a los traidores.

A Oleg Gordievski le aguardaba un destino similar, si no fuera porque huyó de Moscú en 1985, cuando el KGB había dado orden de detenerle. Era miembro de una familia de chekistas y también había ejercido altas responsabilidades en el KGB. Durante varios años había sido el jefe de operaciones en Gran Bretaña bajo camuflaje diplomático. Y asistía regularmente a las reuniones del co­­mité de dirección, lo que le permitía el acceso a valiosa información interna.

Gordievski había pasado a los Aliados una cantidad ingente de documentos e informes confidenciales. Algunos de ellos demostraban que Andropov estaba convencido de que la OTAN preparaba un ataque nuclear contra la Unión Soviética, lo que alimentaba la paranoia del bloque comunista contra Occidente.

Tuvo mucha suerte porque un día, al volver a su domicilio en Moscú, se dio cuenta de que el pestillo de una puerta interior que él había dejado cerrada estaba desbloqueado. Horas después, Gordievski se fugó de la capital y pudo cruzar la frontera finlandesa en el maletero del coche del embajador británico. Miles de agentes lo perseguían y lo siguieron buscando tras su deserción. El fiasco provocó la destitución de Iván Serov, el jefe del KGB y protegido de Kruschev.

Gordievski fue acogido por el Gobierno británico, que lo ocultó y le dio una nueva identidad. Margaret Thatcher y Ronald Reagan lo recibieron personalmente y le dieron las gracias por sus servicios. Todavía hoy sigue manteniendo una vida sumamente reservada porque teme que el FSB, heredero del KGB, lo tenga en su punto de mira. No hay jamás perdón para quien rompe las reglas en el mundo del espionaje.

El caso más emblemático de hasta dónde llega el largo brazo de los aparatos de seguridad es el de Aleksander Litvinenko, envenenado con polonio cuando residía en Londres. Había trabajado para los servicios secretos rusos como jefe de la lucha contra el crimen organizado. Abandonó la organización para denunciar la corrupción de la oligarquía del Kremlin. Por ello, estaba considerado por Putin ya no solo como un traidor, sino, sobre todo, como un adversario personal.

Litvinenko había huido a Londres, como Gordievski, y gozaba de la protección del MI5, el contraespionaje británico, pero ello no fue óbice para que el FSB mandara a dos sicarios, quienes le administraron ese material radioactivo que lo condenó a una muerte horrible. La justicia abrió una investigación, reconstruyó los hechos e identificó a los culpables del asesinato de Litvinenko. Pero ya estaban fuera del territorio británico, a salvo en su país, que no tiene tratado de extradición con Londres. Nadie duda que, como en el reciente caso del envenenamiento de Aleksei Navalni, las órdenes partieron del propio Putin.

Navalni, sin embargo, logró escapar de milagro de una muerte segura al ser llevado a un hospital en Alemania, que detectó que le habían administrado una sustancia letal que afectaba a su sistema nervioso. Su delito era también haber denunciado la corrupción de Putin. Por eso, acaba de ser condenado a tres años y medio de cárcel por un tribunal de Moscú en un juicio farsa en el que se le acusaba de haber violado la libertad condicional. La periodista Anna Politovskaia corrió peor suerte: fue asesinada de un tiro en la cabeza en el portal de su casa en 2006 por haber investigado los crímenes rusos en la guerra de Chechenia. Ya estaba avisada, en reiteradas ocasiones, de que ese iba a ser su final. Nunca se ha esclarecido quién la mató.

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